Domingo, 10 de noviembre de 2013 | Hoy
Literatura infantil > Cuando días atrás se supo que el predio de la Biblioteca La Nube había sido incluido en un listado de inmuebles “innecesarios” para la gestión del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se puso en marcha un conjunto de escritores y docentes ligados a la literatura infantil y juvenil. La medida finalmente desafectó a la sede de Jorge Newbery al 3500. Pero es tiempo de reflexionar acerca de un archivo cultural que, a partir de emprendimientos como La Nube, se dispara en un presente lleno de nuevos contenidos y tecnologías, y también muchos recuerdos gratos de los niños de todos los tiempos.
Por Gabriel D. Lerman
Una ineludible nota personal: hace casi veinte años estaba preparando un proyecto de taller de narrativa para niños y, buscando y buscando, recalé en una biblioteca que entonces quedaba en la calle Venezuela, un lugar muy agradable que estimulaba el juego, el pensamiento, los recuerdos. Bastante después, hace cinco años, cuando mi hija Matilde daba sus primeros pasos, una tarde volví a esa biblioteca, pero ya en su nueva sede de Chacarita, en la calle Jorge Newbery al 3500. Volví como padre, y me encantó ver libros que no veía desde que era niño. Las sensaciones fueron muchas, por esa magia de la memoria que portan los libros de antaño, sobre todo cuando remiten a la infancia. El impacto notable fue hallar un ejemplar en perfecto estado del tomo 2 de La enciclopedia de los pequeños, que le mostré a Matilde con un fanatismo que espero no la haya abrumado. Y hermoso fue, casi como salido de una cápsula del tiempo, encontrar al mismo señor, al mismo bibliotecario que había visto décadas atrás, y que ahora confirmaba su nombre: Pablo Medina. Desde entonces fuimos varias tardes. Matilde y Rita, mi hija más chica, fueron con la abuela, con la madre, y finalmente con la escuela, ya que la biblioteca también forma parte de las excursiones habituales que hacen las instituciones escolares de la ciudad.
Días atrás, cuando empezó a circular por las redes sociales que el gobierno de la ciudad había incluido el predio de la Biblioteca La Nube de Jorge Newbery 3537 en un listado de 49 inmuebles “innecesarios para la gestión del gobierno”, lo cual habilitaba su venta o transferencia, sonaron voces de alarma por todas partes y, por suerte, muchos descubrimos algo que ya sabíamos: que tenemos mucho que ver con La Nube. Y a través del sitio change.org se armó un petitorio que, en cuatro días, sumó veinte mil firmas de apoyo. Entonces, y ahí, se vieron las acciones rápidas de escritoras e investigadoras como Laura Devetach, María Teresa Andruetto, Silvia Schujer, María Cristina Ramos, Cecilia Bajour y Paula Bombara, entre muchísimos otros. Gracias a la movida, a los pocos días se anunció la marcha atrás del intento destemplado, fruto de una visión privatista económicamente y pobre culturalmente, ya que reniega irresponsablemente de un patrimonio de la comunidad. Carolina Rodríguez, comunera de la 15, siguió el tema de cerca, lo mismo que legisladores porteños como Francisco Nenna y Juan Cabandié, quien además visitó el lugar. “Nos dijeron que La Nube queda desafectada de los procesos de venta y que su nombre fue quitado del despacho de comisión para su tratamiento –explicó Ana Medina, vicepresidenta de La Nube e hija del ya mítico Pablo–. A los fines prácticos, es como si el documento no hubiera existido.”
La Asociación Biblioteca La Nube había sido protegida desde 2003 con la cesión del edificio por parte del gobierno de la ciudad, y en 2009 la Legislatura había sancionado la ley 3351, que ratificaba la importancia del proyecto al firmarse un comodato por veinte años. La Nube nació en 1975 y reúne más de 70 mil libros de literatura infantil y juvenil, lo cual la ubica entre las seis principales bibliotecas del género a nivel mundial. Hace menos de un mes, la institución firmó un convenio con la Universidad de San Martín para catalogar el vasto material. Además, posee un centro de documentación que atesora materiales sobre historias de los juguetes y los títeres, entre otros objetos, y contiene una colección de textos incunables y discos de todas las épocas.
Lo cierto es que, en medio del episodio municipal aún abierto, me volvió un pensamiento que, ya para el tiempo reciente en que la señal de contenidos infantiles Pakapaka del Ministerio de Educación de la Nación entraba en algunas casas y en nuestras vidas, había empezado a elaborar: una señal como Pakapaka sólo es posible en un país en el que alguien –muchos– ha cultivado una memoria cultural muy específica, una fortísima literatura infantil y juvenil: escritores, investigadores, docentes, editoriales. Una forma de background, de archivo disponible. Y no hay modo de realizar programas de televisión tan bellos y de tan buena factura y densidad dramática como De cuento en cuento, Biblioteca infinita, Los cuentos de tinga tinga o Cocoricó si no se tiene detrás una tradición firme y sostenida que abreva en Horacio Quiroga, María Elena Walsh, Javier Villafañe, Ricardo Mariño, Graciela Montes y en tantos otros, y que se enriquece con las habilidades técnicas de una generación de realizadores audiovisuales que respiran una amplia libertad contemporánea en el uso y despliegue de formas y recursos estéticos. Hay un cariño y un afecto por lo infantil, sí, pero hay una rigurosidad y un profesionalismo que sólo se sustenta apoyado en una cultura nacional previa, robusta, ramificada. Poco se nombra en los medios –aunque hay pocos chicos que no lo conozcan–, al prodigioso personaje Zamba y sus excursiones por la historia argentina, que han batido records de público en la última edición de Tecnópolis. Medio millón de niños, entre los cuatro millones de asistentes, experimentó, tal vez una de las obras más altas que haya dado nuestra pedagogía en materia de divulgación de la historia patria para niños. Muchas son las historias personales que genera esa suerte de nueva Ciudad de los Niños en que se convierte el predio de Villa Martelli en las vacaciones de invierno, o a través de las emisiones diarias en la Televisión Pública, en Pakapaka y en otros canales que lo retransmiten. Quiero contar la historia de Martín, que tiene 9 años, nació en Nueva York y es hijo de argentinos que estudiaron y residieron allá durante una década, hasta 2010. Cuando regresaron, a Martín –que entonces tenía 6– le costó mucho adaptarse. Sobre todo en la escuela. Si bien es una institución privada bilingüe, la parte que siempre quedaba irresuelta era su vínculo con la Argentina a secas, con lo particular cultural. Este año, a la maestra se le ocurrió que podía resultarle atractivo ver los videos de Zamba, ya que eran entretenidos y chispeantes. Martín, literalmente, flasheó. Vio todos los capítulos, incluso en julio convenció a sus padres de ir unos días a conocer la casa de San Martín en Yapeyú. Cuento la historia de Martín porque, si bien celebro este aspecto de un populismo cultural, su periplo me suena más al plano de las pequeñas historias cualitativas de estos años en que los ruidazos mediáticos impidieron reconocer y disfrutar al conjunto los cambios y las mejoras, sobre todo a destinatarios de clases sociales que no siempre son las más desfavorecidas.
Ahora bien, la memoria cultural específica que esas producciones tributan no hubiese sido posible de cultivar sin instituciones como la Biblioteca La Nube. Porque ese ámbito, que tanto reenvía al regazo materno, a los postres de la abuela y la torre de caramelos, a esos cuentos leídos en camisón, a ese cielo en la vereda dibujado por el Jacarandá, requiere una conservación y una conversación. Requiere, para no decir “estamos fritos”, comprometerse. No estamos en las nubes, ¡estamos con La Nube!
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