Domingo, 24 de noviembre de 2013 | Hoy
La nueva obra de Rafael Chirbes, En la orilla, ha conseguido un consenso de críticos y medios en España: por fin apareció la gran novela de la crisis actual, aquí y ahora. Pero al escritor valenciano, la unanimidad le causa un poco de desconfianza y lo “mosquea”, lo que equivale a decir que se siente un tanto picado. De todas formas, y en gran medida como continuación de su anterior libro, Crematorio, varias pistas conducen al nacimiento de un texto que no pasará inadvertido y que encuentra una posible clave de lectura a cien años del nacimiento de Camus.
Por Angel Berlanga
En alguna entrevista, Rafael Chirbes ha dicho que lo mosquea el éxito que está teniendo su última novela, En la orilla (que va por su cuarta edición en España), porque todo el mundo parece estar de acuerdo con su retrato del paisaje que hoy campea allí: la depresión. Las críticas que se han escrito sobre el libro son laurel del puro: que es “la gran novela de la crisis” (El País); que es “poderosísima” y que “llega a la más alta expresión del realismo” (La Vanguardia); que libros como éste “explican que aún hoy tiene sentido escribir literatura” (El Periódico); que es una novela “mil veces soberbia” escrita con “una de las mejores prosas que hay hoy en castellano” (ABC); que muestra descarnadamente “lo que está siendo el arranque de este brutal siglo XXI” (La Opinión de Málaga). Ocurre que Chirbes ha venido planteando, en toda su obra, escrita a lo largo de la democracia, que en España se venía oliendo más a podrido que en Dinamarca, que en simultáneo con la fiesta y el ruido y la euforia de todos aquellos años crecía lo nauseabundo, o que es más, que todo aquello tenía el auspicio secreto de una podredumbre que ahí está, ahora, en las narices, en el aire y en el agua, entre pechos y espaldas de instituciones y ciudadanos.
Mosqueado: “Sembrado de pintas”. Mosquear: 1. Espantar o ahuyentar las moscas. 2. Dicho de una persona: responder o redargüir resentida y como picada por algo. 3. Apartar de sí violentamente los impedimentos o estorbos. No es inocente el verbo usado por Chirbes para referirse al éxito y los laureles. Se viene diciendo, se suscribe aquí: para entender qué ha venido pasando en la España de los últimos cuarenta años, hay que leerlo (su obra ha circulado muy poco en la Argentina, acá es casi un desconocido). En sus libros ha diseccionado a populares, socialdemócratas, comunistas reformateados durante la transición, fascistas, bienpensantes: Chirbes es un escritor de izquierda que nada tiene que ver con el panfleto y que es más bien inorgánico; que se guarda a escribir en un pueblo valenciano, Beniarbeig (él nació en 1949 en Tavernes de la Valldigna, a 50 kilómetros de allí); que publica una novela cada cuatro o cinco años, sale a responder durante un tiempo lo que le pregunten (con cierta incomodidad) y vuelve a guardarse. Decía en una entrevista de este suplemento a propósito de Crematorio, su novela anterior, que en sus libros “los peores personajes suelen ser los intelectuales, porque se mueven en espacios ideologizados que son mentira”, y que uno de sus objetivos era “indagar qué hay debajo de los lenguajes falsos”.
La mayor parte de En la orilla está narrada por Esteban, un carpintero al que le han embargado todo lo que tiene, en Olba, pueblo que sitúa vecino a Misent, la ciudad en la que Chirbes plantó buena parte de sus novelas. En el presente, el mural de descomposición: el padre republicano y también carpintero al que tiene que cuidar y limpiar, los despidos en el taller, las partidas de tute y dominó en el bar Castañer con los amiguetes (viejos, chantas, caretones, putañeros) y la fuga de uno de ellos, el pope de la construcción con el que Esteban se asoció para ser, al final, un estafado más. En el presente, también, saltos al pasado de distinto alcance, desordenados, un inventario de expectativas rotas al poco, lo que pudo ser y no fue: un artista formado en París, un artesano ebanista con más amor por el oficio, el hombre de la mujer amada que terminó casándose con su amigo, uno de los que juegan a las cartas en el Castañer, el que volvió al pueblo después de haber triunfado junto a ella, que también quiso irse y al parecer prefirió no contar de aquel viejo amor. Cada tanto, Chirbes intercala en la novela las voces de los laburantes despedidos por el protagonista, una galería de atormentados hombres y mujeres de la España de hoy, hundidos en deudas, expectativas mochas, trifulcas familiares, necesidades reales y espejismos lacerantes, tics que produce la sociedad de consumo. Los monólogos, y algunos de los diálogos del bar, son paño para que Chirbes disponga sus pinceladas sobre temas muy variados; gastronomía, matrimonios, cibersexo, periodismo e influencias, inmigración, prostitución, televisión, vejez, lujo, miserias, apariencias, cocaína. Negocios. Dinero. Y todo eso en los corazones y en las almas, y en las uñas para trepar y en los cuerpos rasguñados.
En la novela campea la amargura y la podredumbre, pero el semblanteo de Esteban ofrece además tramos bastante graciosos, en especial cuando enfoca en los sesgos tan pretenciosos como patéticos de sus “amigos” (y a veces pasa cuando se mira a sí mismo). En la orilla alude también al pantano (Valencia tiene unos cuantos, hay un marjal muy cerca de Beniarbeig), el sitio en el que buscó refugio su padre republicano tras la guerra, donde él de chico aprendió a cazar y pescar, donde se entreveraba caliente con aquella novia, el lugar en el que las mafias de hoy hacen desaparecer armas y cuerpos, o en el que algún viejo cacique franquista se deshacía de alguien con una soga atada al tobillo, o en el que algún empresario echaba asbestos contaminantes. Un parque nacional que huele a podrido en un libro que funciona en díptico con Crematorio, la novela en la que Chirbes narró el frenesí de la especulación inmobiliaria y el paisaje (humano, geográfico) arrasado por la corrupción y los negocios de la construcción, bancos y funcionarios de por medio. Bartolomeu, su protagonista, le es nombrado muy al pasar en En la orilla al estafador que dejó en la quiebra a medio Misent.
Un mes atrás, con ocasión del centenario del nacimiento de Albert Camus, Chirbes lo retrató en El cultural (suplemento de El Mundo). Ahí señala que Camus recibió con más angustia que satisfacción el Nobel, porque pensaba “que el reconocimiento del jurado venía a dar su obra por cerrada, condenándolo a muerte literaria, cuando él tenía el convencimiento de que su carrera como narrador acababa de empezar”. Es un reconocimiento a su figura y a su obra: Chirbes habla de letras magistrales. Pero el texto parece funcionar, a la vez, como mapa de fogatas con las que prefiere no quemarse: define allí a Camus como “el filocomunista que sirve argumentos a los anticomunistas”, “el tipo que desconfiará de los intelectuales pero acabará por ser uno de ellos y disfrutará de su poder en un mundo que considera ajeno”, “el triunfador que vive el éxito como derrota, porque tal vez eso viene impreso en la genética de los pobres”. Dice Chirbes, mosqueado por estos días, en la Feria del Libro de Valencia: “Todos los libros míos han salido siempre de un malestar entre lo que era de uso común y lo que yo pensaba: qué grieta me separaba de mi sociedad, de lo que tenía alrededor, por qué a mí no me hacía feliz lo que a los otros sí, o por qué no me parecía explicación suficiente lo que a ellos les parecía explicación suficiente”. Dice también que sería estupendo que en el futuro la gente viera en sus novelas el reflejo de la España contemporánea, pero no está tan seguro: los tiempos y los gustos cambian, dice. Un ejemplo propio: cuando salió La buena letra, allá por 1992 –honras a Colón, olimpíadas, uah–, que se propuso como un reservorio para que no se olvidara el sufrimiento de la generación de sus padres, no fue en ese momento una novela muy bien vista. “Han cambiado los tiempos y ahora parece que estamos indignados, todos ponemos en cuestión la transición, la democracia, la monarquía –dice–. Y entonces me dan ganas de decir: ‘Para un poquito, porque no basta con estar indignado, hay que saber hacia dónde se indigna uno, y por qué’. Porque una indignación sin formación política, sin una visión del mundo más o menos coherente, en realidad es un peligro”.
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