Domingo, 24 de noviembre de 2013 | Hoy
La importancia de Doris Lessing, quien murió el pasado domingo 17 de noviembre a los 94 años, va mucho más allá del Premio Nobel que recibió en 2007. Incluye una producción enorme, con El cuaderno dorado a la cabeza y grandes novelas como La buena terrorista, El quinto hijo o Diario de una buena vecina. Su vida quedó marcada por los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, que afectaría a su familia en forma directa, y por su vida en Rhodesia, antes de afincarse en Inglaterra, donde desarrolló su carrera literaria. Doris Lessing deja un poco huérfanos a sus lectores pero al menos con el consuelo de una obra vibrante y vigente.
Por Juan Pablo Bertazza
¿Cómo leer el Emilio de Rousseau? ¿Cómo abordar esa especie de himno a la pedagogía que se vanagloria de reconocer la niñez en todo su esplendor si en su propia vida ese notable humanista envió a sus cuatro bebés a un orfanato donde dos tercios de los niños morían antes del año?
Cuando Voltaire le enrostró ese abandono, Rousseau atinó a contestarle: “¿Cómo podría trabajar con tanto ruido de chicos y tantos problemas domésticos?” La explícita veneración a Rousseau se expandió, no obstante, a intelectuales tan rigurosos como Kant, Schiller, John Stuart Mill, Tolstoi y Shelley, quien abandonó a su propio hijo en un orfanato, donde murió dieciocho meses después de internado.
El 31 de agosto de 2008 –realizada un año después de haber obtenido el Premio Nobel de Literatura– Doris Lessing concedió una entrevista a Magazine Litteraire. En uno de los momentos más tensos del encuentro, el periodista Alexis Liebaert decidió meter el dedo en la llaga y le preguntó por qué en 1949 decidió irse de Rhodesia (actual Zimbabwe) dejando a sus dos hijos con su segundo marido, aunque cabe aclarar que se llevó a uno, al menor, con ella. Enseguida, y asustado tal vez por el tenor de su propia pregunta, anexó un complaciente: ¿necesitaba, acaso, sentirse libre para escribir?
“Nada de eso”, bramó Lessing. “Fue la guerra. Por primera ver encontré gente parecida mí: comunistas que habían escapado de Hitler y se refugiaron en Africa, y que estaban de acuerdo acerca de que el dominio de los blancos sobre los negros en Rhodesia no podía continuar. Abandonar a mis hijos, por supuesto, no fue fácil. Rousseau cuenta que cuando abandonó a sus hijos, pensó que sería algo excelente para ellos. Lo mismo me pasó a mí.”
Hay, en efecto, algo abandónico en la cuidadosa, diversa y exhaustiva obra de Doris Lessing que, de hecho, comenzó a rodar y a gestarse a partir de esa ida, de ese viaje, de ese abandono que fue el punto de partida de su carrera como escritora, ya en Inglaterra, en la misma casa donde vivió más de medio siglo y donde murió a los noventa y cuatro años. La contracara de esa característica es, por supuesto, el sabor a orfandad que sus libros suelen dejar entre sus lectores. En ese sentido, el más relevante es su perturbadora novela El quinto hijo, que se detiene en la historia de Harriet y David, una pareja de treintañeros muy poco proclives a las innovaciones –sociales, culturales y sexuales– de los años sesenta que, no bien se conocen en una fiesta, deciden gritar a los cuatro vientos su intención de tener muchos, muchos hijos, cinco o seis. Ante el escepticismo de familiares y amigos, empujan con toda la fuerza su deseo y lo consiguen. Uno, dos, tres, cuatro hijos. Todos los incrédulos parecen rendirse ante su triunfo y ellos, agotados, pretenden cerrar de una vez la fábrica, hasta que nace Ben (cuyo nombre en hebreo quiere decir, precisamente, “hijo”), monstruo regordete, pequeño y fornido, de cabeza enorme que convulsiona y amenaza la felicidad familiar y, lo que es peor, se mantiene dentro de la escala de la normalidad. Toda la novela gira en torno de la intención de los padres –y sobre todo de la madre– de abandonar y expulsar de su hogar a ese vástago no deseado.
La orfandad se agigantó el domingo pasado, por supuesto, con la muerte de Doris Lessing. Algunas de las flores arrojadas sobre su recuerdo dan cuenta de eso: “Ligereza de gacela, memoria de elefante, escritora para siempre”, manifestó el huérfano escritor nicaragüense Sergio Ramírez en su cuenta de Twitter. “Fue una de las grandes escritoras de nuestra edad. Era una escritora compulsiva con una fiereza intelectual y un corazón cálido que no tenía miedo de luchar por lo que creía”, concluyó Charlie Redmayne, el huérfano editor de HarperCollins. Y, a su vez, muertes como la de Doris Lessing nos indican que entramos definitivamente en el siglo XXI.
Su obra constituye, acaso, un inmenso y bello vacío de una altísima calidad literaria que los avatares sociales y políticos del siglo XX se encargaron de colorear: demasiadas sombras que eclipsaron su brillante escepticismo, obstruyendo potencialidades con unívocas interpretaciones que, a menudo, fueron contra la propia voluntad de su autora, algo que denunció explícitamente sobre la novela que, de hecho, la volvió célebre: “El cuaderno dorado tardó diez años en publicarse en Francia y Alemania, y justo coincidió con la explosión del feminismo, hasta entonces nadie lo había considerado un libro feminista. Creo, además, que las feministas no lo leyeron bien.”
Es como si la obra de Doris Lessing fuera la resultante de lo que ella escribió y de lo que se escribió sobre lo escrito por ella. Después de todo, es algo bastante normal, son las leyes de la literatura. Pero habría que resaltar su rarísima capacidad, dicho brutalmente, de hacer literatura vertiginosa protagonizada por gente aburrida. Y no hay que dejar de lado, de hecho, que una de las razones que le valió el máximo premio de la Academia Sueca, al que estaba abonada como eterna candidata, fue precisamente su escepticismo, lo cual constituye tal vez el núcleo de su literatura: “No soy una escritora comprometida, sino una narradora de historias. Por supuesto lo que una escribe incluye cierta verdad pero eso no significa que quiera dar un mensaje. Yo, en particular, no quiero comunicar ningún mensaje. Soy de una generación que escuchó decir a Stalin ‘Los escritores son los ingenieros del alma humana’ y eso hizo que se escribieran los peores libros de la historia de la humanidad”.
Volviendo a Rousseau, en su discurso de recepción del Nobel, Doris Lessing hizo especial hincapié en la educación, la educación tradicional de los libros y la biblioteca en épocas donde todo lo importante parece pasar por Internet. La educación como un refugio y, a la vez, como una meta.
“La pregunta fundamental que uno debería hacerle a un escritor es: ¿encontraste un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribís? A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración. Si un escritor no logra encontrar este espacio, lo que escribe corre el riesgo de nacer muerto. Cuando surge un nuevo escritor, nos preguntamos con cinismo: ¿tiene buenos pechos? Si se trata de un hombre: ¿es atractivo? Hacemos chistes sin gracia. Se los agasaja, alaba y transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad. Ella, él, disfruta de los halagos, del reconocimiento. Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: ‘Es lo peor que me pudo haber pasado’. Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir. Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. ¿Aún conservas tu espacio? ¿Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar? Entonces, agárrate fuerte, no te sueltes. Es imprescindible, por todo eso, alguna clase de educación.”
El domingo pasado Doris Lessing volvió a abandonar a sus hijos. Volvió a abandonar, para siempre, a sus lectores. La paradoja es que deja una obra repleta de un inspirador desencanto y una poética orfandad. Una obra que está ahí para abrirnos cálidamente sus brazos, para educarnos.
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