Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
Después del tríptico autobiográfico que acaba de reunirse en el volumen Escenas de una vida de provincia y del Premio Nobel de 2003, J. M. Coetzee vuelve a la ficción pura con un libro inclasificable. Con algo del género “Evangelios apócrifos”, y también de las pesadillas kafkianas de varios de sus libros primigenios, La infancia de Jesús es un estimulante desafío para los seguidores de siempre y también aquellos que abordaron a Coetzee después de la gran consagración.
Por Rodrigo Fresán
El que la nueva novela de un Premio Nobel (y, además, de uno de los Nobel con mayor consenso y vitalidad de los últimos tiempos) provoque en el lector general tanto como en el consumado seguidor sorpresa, desconcierto, inquietud y hasta incomodidad, habla bien de su autor y del modo en que continúa encarando una obra y vida que de ningún modo puede considerarse cerrada.
Y La infancia de Jesús, retorno a la novela “pura” del sudafricano John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) luego de un tríptico de autobiografías ficcionalizadas en las que hasta se permite jugar con la propia posteridad (retocadas y reunidas recientemente en Escenas de una vida de provincia); de experimentos formales como Diario de un mal año, y hasta de máscaras transparentes (la de la crepuscular pero rabiosa intelectual australiana Elizabeth Costello en el libro del mismo título y, como invitada a la que nadie llama ni espera, en Hombre lento), es algo inquietante y sorprendente y desconcertante. Y produce cierta bienvenida y agradecible incomodidad. Porque lo de antes, lo del principio, está muy bien que así sea. No es común la inequívoca sensación de contemplar a un consagrado (Coetzee, además de tener prestigio, lo ha ganado todo) salir de viaje en busca de nuevas experiencias.
Porque –aunque en principio Coetzee parezca regresar aquí a las fuentes, volviendo a la pesadilla kafkiana y burocrática de los campos de internación en Vida y época de Michael K. (1983) o al alzamiento de territorios imaginarios y simbólicos de Esperando a los bárbaros (1980)– La vida de Jesús es algo diferente a todo lo anterior, algo nuevo.
Novela de apocalipsis en cámara lenta donde el paisaje es casi protagonista –subgénero que tan buenos resultados ha dado a autores como J. G. Ballard, Margaret Atwood, Cormac McCarthy, Joy Williams y Jim Crace, por citar unos pocos–, lo que se nos ofrece es una suerte de evangelio alternativo. Una alegoría apenas escondida tras la historia de un par de fugitivos que se encuentran por casualidad o porque así estaba establecido. Un hombre mayor y un chico arribando a un “Centro de Reubicación Novilla”, en algún lugar de un país sin nombre. Ambos vienen del desierto, donde aprendieron el idioma español y les fueron concedidos nuevos nombres: Simón y David. Pronto, pero sin apuro, comenzamos a comprender que tal vez, en Novilla (¿en la Tierra de la Novela?), estamos frente a lo que, tal vez, Coetzee entiende por utopía: desconfianza hacia las máquinas, vegetarianismo obligatorio, clases de filosofía todas las noches en un “Instituto” donde se teoriza sobre la naturaleza de las sillas, no se paga entrada para los partidos de fútbol porque “es un juego y no se paga por ver un juego”, un cierto aire budista en el trato cotidiano flirteando peligrosamente con la ingenuidad hippie y New Age. Utopía realizada que está apenas separada por una fina y frágil línea de la entropía en trámite. Un paraíso en el que el casi anciano Simón se une sin pasión a Elena y el joven David –que prueba ser tan inteligente como conflictivo para un sitio donde la singularidad es motivo de alarma– comienza a dar muestras de una personalidad serpenteante y conflictiva. Es decir: David es Jesucristo o su avatar. O, al menos –en el marco de ese pseudo-socialismo inocuo y la sospecha aquí confirmada de que el Cielo es un lugar muy pero muy aburrido–, alguien que comienza a hacer cosas perturbadoras como ofrecer la otra mejilla a las bofetadas y decir cosas más perturbadoras aún como asegurar que puede resucitar a los muertos porque él es “la verdad”. También lee y aprende con Don Quijote.
Y a partir de entonces, una duda que no se aclara alcanzado el final: ¿creemos en David? ¿Cree Coetzee en David? ¿Es La infancia de Jesús prédica sentida de un mundo mejor (en el que, digámoslo, la recompensa pasa por no ser infeliz pero tampoco feliz habitando un mundo tan cómodo como incompetente) o una sátira tan despiadada como sutil? Si fuese un cuadro, La infancia de Jesús sería algo muy parecido a una de esas delicadas y mínimas acuarelas orientales, pero como pintadas por Jackson Pollock y posteriormente descriptas por Samuel Beckett.
Alguna vez, preguntado acerca de cuál era el mejor método para entender sus libros, Coetzee –célebre por su parquedad, por rara vez poner en funcionamiento los muchos músculos que dan lugar a una sonrisa, y cuyo primer trabajo fue el de programador de computadoras a principios de los años ’60– contestó: “Prestar atención a las palabras en la página y a la forma de las oraciones”. El consejo –que puede sonar a boutade– no deja de ser útil, apropiado, agradecible: Coetzee es su prosa descarnada que puede ser entendida como cima excelsa o –como para Martin Amis– “un estilo basado en la nula transmisión de placer y sin ningún talento; pero la negación del principio de placer tiene muchos seguidores. Y es que nada otorga más prestigio que los libros tristes y pesimistas”.
Aunque Coetzee, en una entrevista de 1983, se sorprenda de que “todos parecen ver nada más que desolación y desesperación en mis libros. Yo no los siento así. Yo me veo a mí mismo como alguien que escribe libros cómicos, libros sobre personas que intentan llevar vidas normales y opacas y felices mientras a su alrededor el mundo entero se cae a pedazos”.
En una conferencia, en 2012, Coetzee fantaseó con la idea de que su próxima novela –ésta, y lamentando que ningún editor se arriesgara a hacerlo– apareciese con una portada completamente negra y sin título y que el título se le revelase al lector recién al alcanzar la última página.
Visto así, leída así, puede entenderse que La infancia de Jesús es una novela “cómica” de ideas y un chiste brillante y sin remate porque –como se insiste en la Biblia– “nada es revelado”.
Redactada esta reseña, busco y encuentro la confirmación a mi desconcierto en el reflejo del mismo desconcierto de críticos de varios países que coinciden en la cita de una frase del libro: “Si se trata de una broma, es una broma muy profunda”, advierte y nos advierte el casi a disgusto evangelista Simón.
Pues eso, algo así, más o menos, nada más que exactamente eso.
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