Mariana Enriquez acaba de publicar dos libros aparentemente desligados uno de otro, pero que aun en su distancia permiten un notable juego de espejos. Bajar es lo peor es la reedición a casi veinte años de su primera novela, publicada cuando era rabiosamente joven, en tanto Alguien camina sobre tu tumba es una personalísima crónica de visitas a cementerios. Así, entre la iniciación a la vida y la iniciación a la muerte, Mariana Enriquez recuerda sus comienzos en la literatura, explica por qué no escribe tan diferente ahora de antes, y repasa las facetas más inquietantes de su mundo privado.
› Por Fernando Bogado
La única iniciación que cuenta para cualquier joven es la de la noche. Alejarse del mundo luminoso de la niñez y empezar a adoptar los comportamientos de los adultos dándoles el aura de un ritual (fumar un cigarrillo, tomar whisky o cerveza, mostrar una opinión contundente acerca de algo) es el gran paso que abre el mundo y lo muestra desde una perspectiva nueva. Será por eso que al arrojo juvenil suele acompañarlo la gastada paciencia del adulto, digamos, alguien que pasó por esa iniciación y aprendió a desmitificar lo que antes parecía sagrado: una nueva víctima del descreimiento. Bajar es lo peor, la primera novela de Mariana Enriquez, publicada en 1995, de reciente reaparición, mezcla en iguales proporciones el mundo de la noche, los excesos y el amor que juega a los extremos (el de la indiferencia y el de la pasión desmedida) con un componente místico, estrictamente gótico, que va desde la manera en que se describe a algunos personajes, como Facundo (un adonis dark, verdadero ángel caído), hasta las terroríficas visiones de Narval, el otro gran protagonista del texto, atormentado por visiones (¿visiones?) de seres oscuros que lo visitan de tanto en tanto.
Extremos, entonces. Eso es lo que se puede apreciar en los dos libros publicados por Galerna, la reedición de Bajar es lo peor (aparecida cuando Enriquez tenía 21 años) y el último libro de la autora, Alguien camina sobre tu tumba, donde reúne diversas crónicas relacionadas con los viajes que la escritora realiza regularmente a diversos cementerios. En esos casi 20 años que separan a un libro de otro, Mariana Enriquez construyó una literatura que se alimenta de obras enmarcadas en géneros muy específicos (gótico, terror, fantasy, ciencia ficción) ambientadas en espacios rabiosamente locales. Cómo desaparecer completamente (2004), por caso, segunda novela de Enriquez, aparecida nueve años después de la primera, aborda el mundo desesperanzado de la Argentina post 2001 sin renunciar a ciertos elementos que se conectan todavía con el gótico: la casa destrozada por la crisis familiar y económica de Matías, el protagonista, es un pequeño castillo que tiene su propio fantasma, el cuerpo moribundo de Carla, su hermana, sin lengua y con la cabeza destrozada por un fallido intento de suicidio.
Los personajes que se entregan a una fascinación (Facundo y Narval con las drogas, Matías con su relato de niño abusado y los cuadernos de su hermano Cristian, el “Mariana-personaje” que aparece en el último libro, fascinada con los cementerios) pueden también exhibir un vínculo con la actualidad política sorprendente, pero también inevitable: en el libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009), textos como “Chicos que faltan” (luego ampliado en la nouvelle de 2011 Chicos que vuelven) muestran a personajes entregados a una obsesión que pronto se convierte en metáforas posibles de la historia argentina. ¿No es el afán organizador de Mechi dispuesto sobre el archivo de chicos perdidos y desaparecidos una forma de pensar el vínculo con la memoria social? ¿No es el regreso de esos niños la fascinación por el reclamo de los que no están? Y es que ese vínculo político ya se podía leer en la primera novela: Facundo y Narval son dos jóvenes vampíricos que recorren el mundo de los boliches y bares de finales de los ’80 (Requiem, Bolivia, Cemento, el PostPunk y la New Wave) pero también son dos testigos de una ciudad que comienza a caerse a pedazos y a encontrar nuevos símbolos para esta decadencia elegida: la escena inicial de Narval mirando el Riachuelo mientras intenta recordar qué había pasado la noche anterior, luego de picarse y ansiando tomar un poco más de vino barato en pleno amanecer, dibuja el contorno de la verdadera bajada que en 1995 ya empezaba a sentirse. Una obra de género como ésta, que sabe combinar el terror con la fascinación adolescente por la noche, también puede tener su carga política.
“La literatura con un fuerte compromiso político no me cautiva: la respeto y la entiendo, pero no me representa –asegura Mariana Enriquez–. La literatura de género también puede ser política, como Drácula, que puede ser leída como un comentario acerca de la aristocracia, por ejemplo. Decir que la literatura de género no es política es una tontería, un comentario que atrasa. Por otro lado, autores como Roberto Arlt, que es uno de los más mencionados en aquella línea, también trabaja con lo esotérico, que parece algo más de género, pero vos lo podés leer desde el lado de lo político y de lo marginal o podés ver esa relación con lo extraño, con la brujería. El problema es que Arlt murió joven, y todo esto son suposiciones, pero hay que ver hacia dónde se hubiera dirigido su obra. Te doy otro ejemplo: una de las mejores críticas acerca de la Inglaterra del thatcherismo es el Hellblazer de Jamie Delano, mucho más que la literatura de Ian McEwan. John Constantine, el personaje principal, incluso, en un número es puesto cabeza abajo por unos demonios para que vea por la televisión la elección de Thatcher, ¿qué mejor comentario político que ése?”
Esos dos mundos, el de la cultura literaria y el mundo de la historieta y la música como síntoma de la influencia de los medios populares, aparecen también en Alguien camina sobre tu tumba. Por ejemplo, empezás con dos epígrafes: uno de Neil Gaiman y otro de Flanery O’Connor. ¿Qué buscás con esa relación?
–Es una toma de posición. Neil Gaiman tiene en el comic, The Sandman, a un personaje que es la muerte, y es deliciosa: yo lo quería rescatar también por eso. Y en ese sentido, en el costado de las historias más populares, quería rescatar en Alguien camina sobre tu tumba algunas historias que sabía yo, que tienen que ver con historias que encontré en lecturas absolutamente trash y que tienen que ver con los cementerios. La historia del necrófilo de Montparnasse, por ejemplo, no me acuerdo exactamente de dónde la saqué, pero tiene que ver con esta lectura de textos trash de los ‘80 y ‘90, hay algo de cultura de libro de saldo, de libro un poco morboso, del libro absolutamente popular. A mí siempre me interesó tomar cosas que tienen que ver con cuestiones de alta cultura o alta literatura –por algún motivo, la crónica de cementerios se transformó en eso también, con Cees Nootebom visitando las tumbas de los escritores célebres, el escritor célebre visitando la tumba de sus colegas–, pero el gesto mío en Alguien camina... es otro. Siempre me interesó un poco eso porque también es lo que leo. Por ejemplo, Bajar es lo peor tiene que ver con la poesía simbolista, con cierta literatura romántica, con cierto clásico fantástico victoriano como Drácula o Cumbres borrascosas, tiene que ver con Rimbaud, con Oscar Wilde y también con Sobre héroes y tumbas. todo eso acá, en los años ‘90.
En el prólogo a la reedición de Bajar es lo peor hablás de una conexión con ciertas películas como Entrevista con el vampiro y Mi mundo privado. ¿Qué encontrabas en esas películas que te causaban (y causan) fascinación?
–En ese momento yo quería que el libro fuera una reescritura de estas influencias, pero claro, esto con la mayor humildad del mundo. Yo tenía diecinueve años, nunca me puse a pensar y a decir para mí: “Quiero que esto sea una reescritura de tal o cual cosa”. Lo que me pasaba es que yo era fan de esas películas, entonces quería escribir una novela que fuera parecida a eso pero que también tuviese otras cosas que a mí me gustaban y que tenían que ver con mi universo, ni te digo Universo literario, con mi Universo, punto. Quería hacer ese cruce, nada más, no lo pensaba como una cuestión “meta” nada, no existía ese lenguaje para mí.
¿Cómo ves el proceso de escritura de Bajar es lo peor con el paso del tiempo?
–Yo sigo escribiendo medio así, la verdad. Lo que pasa es que soy más consciente de lo que estoy haciendo, pero el impulso primero es siempre desde un entusiasmo muy juvenil, algo me gusta y me gusta y quiero volcarlo. En el prólogo de esta edición lo pongo así: es como desagotarlo, me obsesiono mucho, me entusiasmo con algo, me apasiono con algo y lo vuelco. Ya no solamente con historias, como me pasaba cuando era chica, también ahora tiene que ver con modos de decir, sobre cosas que quiero decir, pero el primer impulso sigue siendo ése, en general, sale todo de ahí, mucho más que de un armado mental o de una propuesta hacia mí misma que diga “quiero intervenir de esta manera”, eso nunca se me ocurre. Si sucede, sucede, pero yo no puedo pensar de esa manera.
¿Y cómo fue tu llegada a la literatura con la publicación de esta novela?
–Yo había escrito la novela con un fuerte tono autobiográfico, bueno, casi todo lo que uno escribe es autobiográfico, pero lo que quiero decir es que toda la cuestión de noche, droga, vagabundeo, adolescencia, no tiene que ver con una construcción literaria, no es que leía libros para saber cómo se hacía. En ese tiempo, la hermana de una de mis amigas, Gabriela Cerruti, estaba con la biografía de Menem, El jefe, en Planeta. Ellos estaban armando una colección dedicada a los jóvenes: había un libro de Enrique Symns, uno de Fito Paez, lo que no tenían era nada de ficción, y menos ficción escrita por un joven. Gabriela sabía que yo había escrito una novela porque su hermana le contó. La leyó y la editorial, a través de ella, me terminó diciendo “traela”. La colección estaba dirigida por Jorge Lanata, pero Gabriela le llevó la novela a Juan Forn. Ahí hubo un tema interno de la editorial y yo terminé sacando la novela por el sello de Lanata, con quien no tuve trato directo, y el trabajo de la novela, el trabajo de edición que necesitaba, lo hice con Juan Forn. Creo que fue el único “taller literario” que tuve en mi vida. La novela tuvo mucha publicidad, había un spot de radio que me presentaba como “la escritora más joven de la Argentina”, pero yo no tenía mucha conciencia de lo que pasaba, me pareció todo medio extraño. Era muy raro, y yo tampoco me lo terminaba de creer. Yo era muy pendeja, era muy arrogante, y como toda pendeja muy arrogante y un poco callejera era muy distante emocionalmente de todas esas cuestiones. No es que estaba absolutamente entusiasmada, estaba muy escéptica, y creo que eso fue bueno. O sea, no es que no me lo creí porque era una persona madura, sino todo lo contrario, no me lo creí porque era una pendeja que decía “qué me importa”, no me lo creí desde el lugar de la omnipotencia adolescente, pero creo que todo eso terminó sirviendo para que me tomara en serio escribir.
Alguien camina sobre tu tumba tiene una estructura casi de diario personal, combinando la crónica de viajes, pero también cierto estilo de nota autobiográfica. ¿Cómo fue el proceso del libro?
–El libro se fue armando durante muchos años. Cuando viajo es el único momento donde tomo notas que podrían ser “de diario”. Personalmente, yo no llevo diario ni nada, cuando viajo es el único momento en que llevo un registro de lo que hago, no sé por qué, para no olvidarme cosas, supongo. Y siempre que viajo, viajo a un cementerio. A donde vaya, viajo a un cementerio. El libro se fue armando durante muchos años con esas notas que fui tomando. Se terminó de construir en mi cabeza con la última crónica, la del último cementerio, situada en el entierro de la madre de Marta Dillon. Ahí se me armó como un libro para darle un sentido a todo lo demás que no fuera solamente el capricho aunque, claro, obviamente eran caprichosos los relatos, pero no del todo, al final pude encontrar un hilo. O sea, tenía un montón de líneas donde había una preocupación por dónde van los cuerpos, por lo que es un epitafio, qué hacemos con nuestros cuerpos y con las historias de los cuerpos, y eso, para mí, fue como darme sepultura, por eso empiezo el libro diciendo “mi cuerpo va a estar acá”. En el principio está el final en ese sentido: el mío va a estar en un lugar, y éste es el lugar que elijo.
¿Hay algo significativo relacionado con el hecho de que tus primeros libros estaban en tercera persona y este último está en primera? ¿Tu escritura se está volviendo cada vez más personal?
–En Alguien camina sobre tu tumba, esa primera persona es tan artificial como la tercera, no me acerca ni me aleja, porque la primera persona en algún sentido es algo igual de elaborado que el mundo ficcional de cualquier novela. Los viajes a cementerios son una cosa que yo realizo asiduamente. Lo escribí en primera persona porque necesitaba que todas estuvieran recorridas por una vida, mi vida, que es la más fácil de hacer. Hay cosas en Bajar es lo peor que me exponen más, que están más cerca de mí que la persona de las crónicas de los cementerios. Los cementerios realmente fueron un fragmento: agarro esta pequeña parte de mi personaje y lo pongo. En Bajar es lo peor o, incluso en Cómo desaparecer completamente hay cosas que son más cercanas, personalmente, que esta primera persona del libro de los cementerios, que es más un efecto. En estas crónicas es todo muy frenético, es muy poco pausado, en algún sentido es muy precario, y eso me interesaba, me interesaba sobre todo por esa solemnidad que suele haber en las crónicas de los viajes a los cementerios, en donde el escritor consagrado va y mira las tumbas. No me interesaba hacer esa crónica sólida, quería hacer algo más fugaz, vital, tratar de hacer una combinación muchísimo más dinámica y moderna. Digo: voy, corro, tiene la velocidad de las cinco horas de visita y después me tengo que ir, básicamente, porque no tengo plata para seguir estando en ese lugar.
En el libro usás una expresión muy interesante, “catador de cementerios”. ¿A dónde apuntás?
–Algo tiene que ocurrirte a vos para encontrar lo particular de un cementerio. Con el paso del tiempo, es una recorrida que empieza a hacerse muy parecida. Encontrar cuál es el cementerio es algo bastante especial: a veces te topás con cementerios que tienen una cosa absolutamente única e imposible, como el Presbítero Maestro, de Lima, que es una cosa fabulosa, en todo sentido. Pero otras no tanto. Yo sí les busco la vuelta. Hay algunos que quedaron afuera que podrían haber estado pero, qué sé yo, por tal o cual motivo quedaron afuera. El de Ushuaia, por ejemplo: fui a buscar la tumba del Petiso Orejudo, que no está. Me contaron en la cárcel que estaba en una fosa común que no encontré. Esa crónica hubiera podido entrar, pero finalmente no entró. Pero, por ejemplo, tiene una tontería: es el único cementerio de todos los que yo vi en mi vida que usa en las tumbas una cosa que en otros se usan, pero no con tanta insistencia, que es “la hora fatal”, una especie de relojito de bronce, un adorno, que indica la hora en la que se murió el muerto que está ahí. Lo ponen en el setenta por ciento de las tumbas. Ser “catador de cementerios” es eso: qué tiene este cementerio, cuál es el sabor de este cementerio, qué tiene de particular. Hay algunos que son así, absolutamente fastuosos y monumentales y otros que tienen algo que te llama la atención, una moda, una manía que no existe en ningún otro lugar.
En Alguien camina sobre tu tumba también se insiste con el hecho de que el cementerio es la marca histórica de una comunidad que dejó su huella. Por ejemplo, el cementerio de la comunidad galesa de Chubut.
–Los cementerios tienen mucho de historia en dos sentidos: la Historia con mayúscula y luego la de las pequeñas narrativas. La gran narración en todos, en casi todos, incluso en el de Carhué –la historia de esa inundación es una historia de la autodestrucción de la Argentina, el relato de los habitantes destrozando el cementerio es una parte más de esa historia– y luego, dentro del cementerio, hay pequeñas historias propias, más folklóricas, que lo hacen muy interminable, que transforman al cementerio en un lugar en donde se cruzan cadenas de relatos. Hace poco estuve en uno de Chile en donde tienen una bóveda reservada para la selección chilena de 1962, los que salieron terceros en el Mundial. No hay ninguno muerto, pero está el lugar reservado, como en la crónica de los galeses. Eso sólo, que esté la tumba para la selección del ‘62, es una historia del fútbol chileno: el triunfo máximo, la máxima gloria... Están todos vivos.
Los de Recoleta y Chacarita, los más emblemáticos de Buenos Aires, están ligeramente mencionados o ni aparecen. ¿Buscabas alejarte del reciente fenómeno de la visita turística a cementerios?
–No quise poner a ninguno de los dos un poco por una cuestión absolutamente personal y de gusto. Leí mucho de Recoleta y la sola idea de leer algo sobre ese cementerio me aburre. A mí me interesaba recuperar un interés legítimo, qué sé yo, ir a Cuba y visitar a una tumba que tiene la forma de la reina del ajedrez y preguntar “¿quién es este tipo?” y que me digan quién es. No tenía ganas de contar todo lo del cementerio de Recoleta, porque ya se ha escrito de todo, volver a los textos de Rufina Cambaceres, la cuestión de clase, el cementerio de la aristocracia... No puedo. El de Chacarita hubiera sido más interesante, lo tengo cerca, pero ninguno de estos dos cementerios estaba dentro del espíritu del libro, que tiene que ver también con esto del recuerdo un poco imposible de verificar, porque hay lugares a los que yo no puedo volver inmediatamente para ver si esto es realmente tan así. Yo quería que hubiera eso, ausencias del recuerdo, agujeros de la memoria imposibles de reconstruir, y que esa falta constara, que en la crónica estuviera dicho que tal o cual cosa no la sé. Me parece que a veces, en relatos de viaje o crónicas, hay ciertas certezas que a mí no me interesan en ese tipo de relatos de no-ficción. Está bien decir que no sé, que algo no lo pude averiguar. Busqué ser especialista pero no en el sentido académico, de investigadora, completando todos los agujeros de mi averiguación, sino que intenté ser una especialista más entusiasta, una especialista más ligada al gusto.
El epílogo, con ese plan de cementerios que querés ver antes de morir, da por sentado que estas visitas no van a terminar.
–Las voy a seguir haciendo, sí. Estaba interesada en que quede ese epílogo de los cementerios que pienso visitar, los visite o no, no importa. Es una manera no tanto de decir “parte dos”, sino de indicar que esto va a seguir para siempre, que puede llegar o no a tener la forma de un nuevo libro, pero que de todos modos no va a parar.
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