Los olímpicos es un relato de fútbol que plantea recuperar el espíritu de grupo, pero sin renunciar a las grandes ambiciones, los grandes goles.
› Por Sergio Kisielewsky
El último libro del poeta y narrador Vicente Muleiro puede ocurrir en un barrio de Buenos Aires, tal vez en la década del ’70, tal vez en la actualidad, una región de tiempo ambigua donde un grupo de muchachos y una chica arman Los Olímpicos, un equipo de fútbol que tiene un pacto de lealtad: seguir juntos aunque las tentaciones económicas y de trascendencia sean más que tentadoras. La consigna es seguir cueste lo que cueste pues a metros de sus entrenamientos se instaló La Incubadora, una suerte de complejo, de características militares en su disciplina, donde entrenan jugadores para llevarlos a Europa. “Ahora nuestra misión será imponernos sobre la máquina de hacer jugadores.” Hasta que aparece El Rayo, un solitario empedernido que vive en una carpa y comienza a entrenar el grupo, los hace divertir, tentarse a risa limpia en cada picadito y así van precalentando. “Alguna vez jugarán en el Monumental, en el Maracaná, en el Bernabeu. Jueguen como si estuvieran jugando allí, pero sin olvidarse que están jugando acá”, dice el entrenador.
Todo ocurre en la localidad ficticia de Santa Lucía y el narrador es un nosotros, una voz colectiva que da pelea por no diluirse en un proyecto individual para hacer frente al régimen de esclavitud que se desarrolla en La Incubadora; allí a los jóvenes se los saca de la cama a las seis menos cuarto de la mañana y se los alimenta a base química de pastillas verdes y rojas. Son grandes las tentaciones del negocio del deporte más popular, y dos integrantes de Los Olímpicos emigran y se encierran en el campo de entrenamiento, entonces el equipo de fútbol se convierte en un grupo de rescate que en el marco del cuerpo de la novela es un tanto extenso.
Valentín y Juanchi son los extraviados del proyecto inicial. El texto se convierte en un largo periplo sobre las prácticas deportivas y de intereses en curso que tiene y tendrá el fútbol. En medio de ese contexto están las ansias de cambiar de vida de muchachos y chicas que crecieron junto a los bañados del conurbano, las ganas de jugar en las grandes ligas y el orgullo de pelear por la pelota tanto de local como de visitante. La apuesta del autor es jugar para vencer al tiempo de las desdichas, recobrar el espíritu de equipo y la solidaridad con el otro. La trama por momentos recupera ese lugar mítico que atrae a la memoria del lector un barrio, una calle cortada donde las remeras o pulóveres hacían las veces de postes en un arco imaginario que no tenía red. Al arquero lo llaman la Chancha Voladora, otro es Nazopia, se inventan unos combadores para que el botín le dé al ángulo y el arquero contrario tenga que ir a buscarla al fondo de la red. Los amores aún no explotan entre los jugadores y la hinchada femenina pero están ahí al acecho, a punto de lograr copas y torneos, por lo pronto Nora y Valentín se besan en el verde césped, una imagen que ocurre durante el crepúsculo cuando la noche llama para otras correrías.
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