De pronto, ciertos libros disparan ciertas preguntas que ya se creían sepultadas para siempre bajo pilas de otros libros y viejas tradiciones literarias: ¿Para qué? ¿Para qué leer y para qué escribir? ¿Cualquiera tiene el derecho a hacerlo o sólo es un mandato para quienes provienen de un ambiente en el que la cultura tiene, o tenía, un sentido? Mujer de barro, de Joyce Carol Oates, con esa cita a lo primigenio del mundo en su título, es uno de esos libros que devuelven esas preguntas a la superficie.
› Por Luciana De Mello
Para finalizar el año, en el taller de lectura y narrativa de la cárcel de Devoto, los alumnos no leyeron un texto de ficción –como es costumbre–- desde donde comenzar el debate, seguido de la propia escritura, sino que se concentraron en la lectura de un ensayo sobre el Che como lector. Piglia lee al Che Guevara lector y escribe sobre la tensión inmanente al acto de leer. Lectura y movimiento, lectura y vida, literatura y acción. Un alumno, ese al que se le puede ver en los ojos el subrayado que está haciendo en cada frase por donde el texto lo golpea, escuchó a todos sus compañeros compartiendo sus opiniones sobre la lectura hasta que levantó la mano pidiendo la palabra. El alumno, interpelado por el sentido de ese texto, nos miró a los que estábamos en la ronda y lanzó la pregunta: “¿No será que nos estamos equivocando? ¿No será que nosotros acá no pertenecemos?”. Porque en su casa, nos cuenta, el problema no era la falta de libros, ni de una biblioteca. El problema era que la lectura configuraba un mundo que simplemente no existía. Esto de sentarse a leer un libro, quedarse ahí adentro, verse y ver al mundo desde la historia de otro, desde el derrotero de un personaje, pensar cuál es la pregunta que encierra cada historia, escribir luego la ficción propia encontrando una voz que la identifique, todo esto era de una dimensión que no pertenecía a su realidad fuera de la cárcel. Era muy lindo ahora estar haciendo esto, pero, ¿para qué?, ¿hasta cuándo? Hubo un silencio incómodo y se ensayaron algunas respuestas. Todas apuntaron a que el saber no tiene propiedad, ni siquiera ocupa espacio, no es objeto per se de ninguna clase social determinada, es más bien una trinchera de libertad, un espacio colectivo. Fueron las respuestas que se pudieron dar en un momento en el que nadie quería que el alumno sintiera y pensara lo que ya le estaba explotando en la cabeza. Para qué me sirve esto si cuando salga de acá vuelvo al mundo donde es irrealizable el acto de leer, el mundo donde la supervivencia exige la acción y en consecuencia no sólo hay que enfrentarse a esa nueva soledad del otro lado sino que la vida comenzará a estar marcada con un tatuaje de extranjería, el que señala que uno se fue para volver otro. Uno que vuelve traidor. Si bien es cierto que la carga que represente ese pasado será más o menos soportable dependiendo de la historia de cada sujeto en su contexto, no hay nada más fatalmente ineludible que la letra de nuestro antecedente. Y cuando se ha cambiado de ambiente, de clase, de gente, existe esa irrefutable sensación de ser al mismo tiempo un traidor y un infiltrado. Infiltrado en los nuevos círculos y traidor con el pasado, el pasado como origen y punteo de la vida.
Siempre se repite en el taller que se lee desde donde uno es, con lo que se trae, se carga, se dejó atrás y con las experiencias que se han vivido. Si eso que tanto se repite es cierto, entonces sólo somos una relectura, una versión de nosotros mismos con cada año que pasa. Leer y escribir. ¿Cuánto cuestan estas dos palabras?
Vuelvo a pensar en los efectos de la lectura, que a la luz de los hechos a mí no me cuesta nada, y entonces sobrevuela la pregunta del estudiante: “¿No será que nos estamos equivocando?”. Quizá deba pedir disculpas al lector, porque pareciera que todavía no se ha comenzado a hablar del libro. Sin embargo, esta reseña empieza así porque quiere ser fiel a la lectura que hizo. La lectura es la comprensión de un momento desde una nueva perspectiva, y Mujer de barro, como la mayoría de los textos de Joyce Carol Oates, es un extraordinario hacedor de lentes. La historia llama a pensar sobre cuál es la relación que todavía guardamos con lo que ocurrió en el pasado, plantea el costo que supone la identificación con lo que no somos por miedo a construir la propia identidad asumiendo lo que vivimos, decidimos y fuimos en otros momentos de la vida. Meredith Ruth Neukirchen es una mujer, todavía joven, que logra ser rectora en una de las ocho prestigiosas universidades que conforman la Ivy League en los Estados Unidos, casas de estudio que tienen en común –además de su millonario presupuesto– tanto la excelencia académica como un elitismo dado por su antigüedad y admisión selectiva. En medio de una creciente crisis política nacional en torno a la intervención en Irak, luego del 11 de septiembre, la nueva rectora debe conservar la neutralidad en sus discursos públicos (y privados: los aliados pueden transformarse mañana en enemigos) si quiere conservar su preciada nueva investidura. MR, graduada en Harvard como doctora en Filosofía, piensa en la nación y su correlato con la existencia del sujeto según una teoría de la mente: no tenemos personalidades esenciales sino que existimos sólo en contexto. En una discusión con su amante –quien la felicita por la objetividad “masculina” de sus artículos–, la rectora plantea el problema del yo en su significado más político. Apunta contra los líderes de su país “no sólo por llevar a cabo una guerra injusta que acabará con la vida de miles sino también por destruir el propio sentido del sujeto, por minar mentes y corazones de patrioterismo y políticas de derecha. El efecto de este tipo de atmósferas es la locura y el suicidio”.
Estas conversaciones que se sostienen a lo largo de la novela, y que en principio hacen caer la tensión de la trama, se convierten en faros casi inadvertidos cuya luz, sin embargo, se ha fijado a la espalda del lector para alumbrar el camino hacia adelante. El tratamiento de la novela sobre este concepto del yo atravesado por el de nación se vuelve todavía más revelador cuando, entrelazando un capítulo con otro, la historia de la rectora se va relatando hacia atrás. Hija adoptiva de una pareja de cuáqueros que buscan reemplazar a su niña muerta, Meredith Ruth fue bautizada por la prensa y la casa de acogida como “La niña de barro”. Rescatada de un lodazal donde su madre la arrojó guiada por una locura mística, Meredith Ruth tuvo la suerte de caer en manos de esta familia que le dio un nuevo nombre y una buena educación. Sin embargo, ese pantano que sus padres trataron de tapar, a fuerza de esconder no sólo los diarios sino también un muerto, vuelve sobre ella en los momentos de mayor presión como rectora, frente a las miradas desaprobatorias del Consejo formado exclusivamente por hombres. La rectora se pregunta una y otra vez, perseguida por todos los claustros: “¿Creías que podías escapar? ¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que se den cuenta de dónde venís?”. Mujer de barro es, esencialmente, una novela que genera preguntas, uno de los mayores logros al que cualquier texto puede aspirar. La única certeza que quedaría flotando al terminar el libro es que el lugar transformador de la lectura y la ficción radica en su propia incapacidad de “servir” para algo. Así como Meredith Ruth vuelve a la casa paterna a “pasar el tiempo” mientras se recupera del borramiento del pasado que ha sufrido; así como el Che en medio de la selva se sube a un árbol a leer, con la culpa de estar cargando, en plena guerra, el peso de sus libros; del mismo modo un alumno se pregunta: “¿Y esto para qué?”, se cuestiona dónde está su lugar y con esa pregunta vuelve sobre el problema del yo, de la nación, pero sobre todo vuelve sobre el propio pasado a mirarlo otra vez, a asignarle un sentido.
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