La periodista y escritora italiana Lorenza Foschini emprendió una investigación sobre el afán coleccionista que se generó alrededor de Proust, y también sobre los impulsos de ciertas personas por destruir todo lo suyo, incluyendo los manuscritos de su gran obra. Así, en su singular libro se destacan la figura del perfumista Jacques Guérin y un abrigo de piel que acompañó a Proust en sus años de febril escritura.
› Por Daniel Gigena
Presentada por la autora como “una rara historia de familia”, la crónica de Lorenza Foschini, escritora y periodista italiana nacida en Nápoles en 1949, entrecruza la biografía de Jacques Guérin, un empresario de la industria del perfume en Francia, los avatares de la herencia de Marcel Proust y algunos episodios de la picaresca de la burguesía parisina. Piero Tosi, el célebre vestuarista de los films de Luchino Visconti, le contó a Foschini durante una entrevista para televisión que cuando trabajaba en el proyecto (que no llegó a realizarse) de Visconti de filmar En busca del tiempo perdido, oyó de pasada el nombre de un coleccionista de manuscritos de Proust que podía ser útil para su trabajo. Ese hombre era Guérin, que recibió a Tosi en su mansión en los suburbios de París. Allí le contó su amor por la obra del autor francés y le mostró el famoso abrigo de piel forrado en cuero de nutria que Proust había usado en sus paseos y como manta, durante las noches, mientras escribía una de las obras fundamentales de la literatura universal.
Esa anécdota enmarca la crónica de Foschini que, como una detective (y, en parte, también como una perito forense), rastrea la vida de Guérin a partir de cuando el joven empresario, a causa de una enfermedad, se cruza con el hermano menor de Marcel, el médico Robert Proust. En una visita protocolar para pagarle sus honorarios, Guérin –que ya había empezado a desarrollar su pasión como coleccionista de borradores, dibujos y cartas de artistas como Apollinaire, Picasso o Cocteau– advierte que el hermano de Proust guarda celosamente los manuscritos de la Recherche (custodia que le provocaría dolores de cabeza a los editores). Años después, luego de la muerte del médico, Guérin volverá a la casa para descubrir que la esposa, Marthe Dubois-Amiot (hija de la amante del padre de su esposo), iniciará una furibunda sarta de despropósitos no sólo contra los manuscritos de Marcel sino también contra sus objetos persona-les, hoy al amparo del Museo Carnavalet. Rápidamente, Guérin encuentra a un pillo que, a cambio de miles de francos, rescata de la ira vandálica de la cuñada de Proust algunas propiedades valiosas: cartas de amor, la cama de Proust, dedicatorias y, en un teatral traspaso final del ropavejero, el abrigo del escritor.
Al mismo tiempo que cuenta los diferentes momentos de la tarea del coleccionista (a quien Jean Genet le dedicó Querelle de Brest, en gratitud por haberle dado un techo y comida cuando salió de prisión, y también porque Guérin bautizó Divine a uno de sus perfumes) en su aproximación al universo material proustiano, Foschini recons-truye encuentros y diálogos (en gran medida gracias al aporte del escritor Carlo Jansiti, que conoció personalmente a Guérin), escenas e imágenes (no sólo verbales, ya que el libro cuenta con un nutrido conjunto de fotografías de los protagonistas y de los objetos) y también personajes de una época ya desvanecida, con una soltura y una gracia no exenta de melancolía y pesar. Los amores imposibles o secretos de Marcel Proust, el rechazo familiar (figurado como un silencio jamás roto acerca de su deseo homosexual) y la imagen de la cuñada Marthe como una Hera archivengativa, son presentados a través del filtro de la amable personalidad de Guérin (para quien, como hijo de madre soltera a inicios de 1900, su propia homosexualidad resultaba más fácil de vivir): “Ya maduro, se convirtió en un hombre fascinante, refinado y culto, en apariencia arrogante, misógino y autoritario, que gustaba del secreto y amaba las cosas a escondidas. Por momentos era mordaz y cáustico, pero con esa sensibilidad y delicadeza que frecuentemente se les atribuye a los homosexuales”. No sin humor, informada, leve, la escritura de Foschini mantiene el hilo de su relato también con delicadeza y encuentra en la manía u obsesión del que colecciona rasgos redentores frente a la barbarie destructora: “Apropiarse de esos objetos significa quizá conservar en cierto modo una chispa de aquel amor, de aquel placer, y sentirse finalmente satisfecho. Pero hay más aún: el sentimiento que lo movía no era el del coleccionista sino más bien el del salvador de algo sagrado”.
Por último cabe mencionar que, tal vez en un acto de justicia poética a la manera proustiana (que uno imagina impartida con ironía y cautela), la cuidada traducción estuvo a cargo de Hugo Beccacece, lector aventajado de En busca del tiempo perdido, quien también escribe un crepuscular posfacio que no casualmente comienza por afirmar: “Nadie le ha sido más infiel a Proust que los proustianos. Sin embargo, esa infidelidad, o más bien traición, es fruto del amor. La prueba decisiva de ese ‘malentendido’ entre un autor y sus admiradores es la historia que Lorenza Foschini cuenta en este libro”.
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