Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
Su muerte prematura en 1971 lo convirtió en un mito y un secreto revelado de generación en generación. Su obra fue estudiada en relación con el cuento rioplatense, la literatura social y el compromiso político e ideológico. La publicación de Obras completas de Germán Rozenmacher, a cargo de la Biblioteca Nacional, no sólo rescata sus libros de cuentos tan destacables como “Cabecita negra”, “El gato dorado” o “Tristezas de la pieza de hotel” y sus piezas para teatro, sino que reúne una impresionante cantidad de aguafuertes a la manera de Roberto Arlt, además de un relato inédito y otros textos que permanecían dispersos en publicaciones ya inhallables.
Por Juan Pablo Bertazza
El 25 de octubre de 1938, Alfonsina Storni se lanzó al mar desde el espigón de la playa La Perla y su cuerpo fue encontrado a la mañana siguiente por dos obreros que pasaban. El 16 de enero de 1959 el vuelo inaugural de Austral, que se dirigía a Mar del Plata, cayó en el mar frente al balneario bonaerense con un saldo de 51 muertos. El 5 de marzo de 1988 caía, en la cima de su popularidad, Alberto Olmedo desde el piso 11 de un edificio frente a Playa Grande, el Maral 39. Con semejantes antecedentes desgraciados, y más allá de sus no siempre bien ponderados atractivos, es por lo menos curioso que a Mar del Plata la llamen la Ciudad Feliz. Y hay más: el 6 de agosto de 1971, y a los treinta y cinco años, fallecían Germán Rozenmacher y su hijo de cinco años Juan Pablo, a causa de una emanación de gas provocada por la mala combustión de una cocina, en un departamento marplatense. Su esposa, la periodista Amelia Figueiredo, había pasado la noche en una clínica acompañando a su bebé, Lucas, el otro hijo del escritor.
Un final trágico para una vida breve, un precoz punto final para una literatura de hondas características dramáticas, como si se hubiera impregnado de ese trágico aire marplatense (donde, de hecho, trascurren algunas de sus ficciones) para bucear en el sufrimiento, la marginalidad, la obligada prepotencia de seres que persiguen a los codazos su camino y, sobre todo, las vicisitudes de una soledad estructural que se sobrepone a cualquier intento de coyuntural socialización. Es lo que sucede en algunos de los cuentos más extraordinarios de Rozenmacher que, a fuerza de lectores que mantuvieron encendida la antorcha, se fueron colando en la antología más notable del cuento argentino: relatos bellos y desgarradores como “Tristezas de la pieza de hotel”, donde el Gran Félix, un triste vendedor que habita una sórdida habitación de hotel en Avenida de Mayo, empieza un aséptico y tardío romance con su mucama y, por supuesto, el célebre “Cabecita negra”, catalogado por la crítica como la reacción progresista frente a “Casa tomada” de Cortázar, y cuya versión historietizada, a cargo de Solano López y Eugenio Mandrini, se incluye también en la reciente publicación de sus Obras completas. Todos sus relatos más un inédito absoluto y varios cuentos aparecidos en distintas publicaciones, todo su teatro, todas sus notas periodísticas y hasta un potente apartado de misceláneas conforman esta necesaria y esperada edición de la Biblioteca Nacional que permite descubrir y analizar en todo su esplendor la literatura de Rozenmacher, y no quedarnos solamente con ese extraordinario primer libro que, tal como expresa Matías Raia en su prólogo, lo convirtió en un autor de one hit wonder, un escritor conocido sólo por esa ópera prima que gozó tanto del éxito de ventas como de la crítica.
Noemí Ulla, una especialista en la obra de Rozenmacher, dice en su libro La insurrección literaria que “en la década del sesenta, Rozenmacher se presenta con un discurso literario compartido por un grupo de escritores de su generación: Miguel Briante, Haroldo Conti, Ricardo Piglia, entre otros, que constituyen su marco de referencia. La militancia política en la práctica de la escritura, o en la acción concreta, contribuye a componer una poética del compromiso, heredada del existencialismo de Sartre”. Sin embargo, la misma Ulla revela que Rozenmacher fue uno de los primeros en vislumbrar el error que lleva a dividir la literatura en comprometida y literaria. Según él, “si el escritor se convierte en un cronista no es un escritor; ni hay que negar a la literatura de imaginación ni hay que negar a la literatura de testimonio, se pueden hacer perfectamente las dos cosas”. Su literatura es un buen ejemplo. Al igual que sucedía en la década del veinte con Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y el propio Roberto Arlt (con quien Rozenmacher comparte, además de cierta estética, la muerte tempranísima y su producción teatral), ambiguos adscriptos a las vanguardias de Boedo y Florida, esa inestabilidad en la obra de Rozenmacher es lo que la provee de solidez y atractivo, resquicios en los que la fantasía se filtra entre las húmedas paredes del realismo, tal vez incluso contra la voluntad de su propio autor. Porque es probable que Rozenmacher sea de esos escritores que no saben valorar su obra, que celebran lo menos particular de su escritura y desdeñan lo más distintivo. En las palabras que acompañan la edición de su versión teatral de El Lazarillo dice: “El Lazarillo me permitió romper con el encierro –sin duda psicologista y además impregnado de la cercanía de lo testimonial– de mi primera obra, Réquiem para un viernes a la noche, donde estoy inmerso en un mundo que al ser agobiante impide tomar distancias”. Notable error de autolectura ya que es, precisamente, en Réquiem donde mejor se manifiesta el universo Rozenmacher a partir de la historia de David, judío que pretende casarse con una chica goy, y su severo padre Sholem, quien, al echarlo de su propia casa –y de su vida– le enrostra una frase tan violenta como conmovedora: “Llevate la bufanda”.
Es probable que su condición de judío sea una de las principales razones que dieron a los relatos de Rozenmacher ese plus de extrañeza que hace fuerte a la literatura, esa vía de escape en medio de calles que, por esos años, se dirigían casi en dirección única hacia el realismo crítico. Esa irrupción de lo fantástico se da de dos maneras: en los argumentos y en la adopción de recursos modernos como el discurso indirecto libre y el fluir de la conciencia que tomó, sobre todo, de Faulkner vía Onetti. En el primer grupo, se destaca el extraordinario relato “El gato dorado”, reverso de “El gato negro” de Poe, en que un viejo pianista de un bar decadente y real hasta la médula genera tal intimidad con su mascota que espera su señal para que le enseñe lo que nadie imagina que sabe hacer: “Gatos; centenares de gatos volando sobre los techos de la ciudad sin que nadie más que él los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, que volvían de algo o huían de algo, quizás, y le recordaban vagamente una canción muy lenta, y simple y honda, que nunca había conocido, y supo que había descubierto la música que había estado buscando toda su vida y que solo quería hacerla suya, hacerse ella y después cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar sus teclas nunca más”.
Lo segundo ocurre sobre todo en su segundo libro, Los ojos del tigre, donde aparece también otro de los elementos fundamentales de la literatura de Rozenmacher, que se asemeja a esa ruptura que suelen tener sus personajes con la tradición judía, lo irreconciliable de la vida burguesa y la vida militante: “Te expliqué mil veces que cuando estás en la acción ya no hay caso porque o hacés la revolución o te comen los piojos del trabajo fijo, del cine de los domingos, de las cuotas de la heladera”. Hablando de heladera, la vía por excelencia a partir de la cual Rozenmacher combina imaginación y testimonio es su dedicación constante por un sentido, en general, muy ignorado por la literatura, el olfato: “Hacía un calor lleno de olores”, “llegaba el mojado olor del mar”, “ese olor montevideano a fritura”. Un olfato de sabueso que se vuelve central en su literatura ya que condensa marginalidad, olor, dolor y revelaciones como la de “Una perfecta tarde de playa”, relato que transcurre en Punta del Este, donde entre la superficialidad y el glam, y las referencias a un negocio real, el de Dante, donde hace unos años se traficaba armas y alcohol, una mujer traiciona escandalosamente a su marido con un director de cine alemán.
Se podría ir más lejos y pensar que algo de ese clima extraño impregna también sus numerosos y atractivos trabajos periodísticos, que incluyen sus notables aguafuertes de la revista Compañero, notas sobre la actualidad de las islas Malvinas y la Patagonia, una entrevista a Neil Armstrong antes de ir a la Luna, y a Federico Pinedo, ministro de Economía de Justo durante la Década Infame.
Hay literatura en esas historias contadas al calor de la prensa y hay testimonio en relatos como “Esta hueya la bailan los radicales”, en que un viejo caudillo desarrolla su campaña a bordo de un tren, en compañía de un asistente, un pollo al que pretende adoctrinar y que, como Brutus, y como Silvio al Rengo, lo terminará traicionando.
Volviendo a la metáfora musical del prólogo de Matías Raia –y hay mucha música en la literatura de Rozenmacher– su obra se parece a esas canciones con letras trístísimas pero melodía alegre. Una obra que, a diferencia por ejemplo de muchos intentos de Boedo, logró crear una literatura afortunada sobre gente que no puede ser feliz.
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