Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
Juan Bautista Duizeide ha escrito un libro picante y entrañable sobre Haroldo Conti, sus cuentos y novelas, sus itinerarios en la política y la corriente turbulenta de la historia argentina. En Alrededor de Haroldo Conti discute la figura del “escritor desaparecido” sobre la que se erigió lo bueno y lo malo que el canon tiene para decir del autor de Sudeste.
Por Angel Berlanga
“Su nombre es uno de esos que invitan a obviar el apellido, como ocurre con Oliverio, Alfonsina, Macedonio, Juanele”, escribe Juan Bautista Duizeide para empezar a rematar la primera parte de su abordaje sentido, lúcido, reivindicativo de Haroldo Conti y sus alrededores, sus territorios y sus tiempos, su cosmogonía (su compromiso político, sus derivas literarias, sus sensibilidades). Sin embargo, sigue Duizeide, proa al delta de ensayos que componen el grueso del volumen, “Conti es hasta cierto punto un desaparecido de la literatura argentina”. Y se pregunta: “¿Quiénes lo leen, más allá de los militantes veteranos o de los jóvenes que se acercan a sus textos a causa de su condición de escritor desaparecido? ¿Qué escritores mencionan a Conti entre sus preferencias literarias? ¿Quiénes lo citan o glosan en su propia escritura? Pocas cosas como las exclusiones retratan a la cultura de una época: Borges hasta cierto punto durante el primer peronismo; Marechal durante la autodenominada Revolución Libertadora; la nueva narrativa latinoamericana y argentina durante el Proceso de Reorganización Nacional. ¿Qué está diciendo acerca de nuestra época el que Conti sea ‘un forastero’, ‘un extraño entre dos tiempos y dos luces’?”.
Duizeide arranca con un texto de sesgo biográfico sobre Conti, unas 33 páginas en las que sitúa y contextualiza formación, publicaciones y repercusiones, afectos, trabajos, elecciones políticas y estéticas, su decisión de resistir en el país tras el golpe cívico-militar de 1976, el posterior secuestro, el reclamo del padre Castellani por su situación en aquella reunión con el dictador Videla (ante el silencio sobre el tema de Borges y Sabato). Y luego se larga, en esos ensayos referidos, a una extraordinaria lectura de la obra de Conti y a una serie de discusiones férreas sobre algunos lugares comunes de la literatura, sus imposiciones. Dos de los tres acápites del libro orientarán acerca del talante de estos ejercicios: “Tintura no. Tinta” (Cuerpo a cuerpo, David Viñas); “En la Argentina no hay relectura, hay encuadernación” (Horacio González). Escribe Duizeide: “Lo único válido de Conti es ‘La balada del álamo Carolina’, se dice entre algunos escritores, periodistas y profesores de letras. Se repite como un dogma que puede prescindir de la lectura. Lo demás sería algo caduco, sentenciado por el tiempo, no más que el resto estético de viejas luchas perdidas, sin ningún interés para nadie a no ser que ambicione escribir una arqueología de la quimera. ¿Quiénes cuentan en la literatura argentina hoy? ¿Quiénes cuentan para los que cuentan con el poder de enunciar lo que es válido y lo que no? ¿Quiénes cuentan con ese poder? ¿Quiénes, a un lado y otro de los mostradores de la literatura argentina, cuentan dinero? ¿Quiénes, en la literatura argentina, pueden contar un cuento que haga saltar las bancas y logre perforar estas preguntas?”.
Duizeide plantea que por sobre su condición de escritor argentino o latinoamericano, a Conti se lo encasilla en una categoría nueva: la de los escritores desaparecidos. El regodeo exclusivo en ese enfoque, dice, deriva por un lado en subrayar “una criminal imposición del enemigo”, y por otro en achatar la complejidad humana y literaria. Los ojos mucho más puestos en su muerte que en su vida.
Y luego hay, sigue Duizeide, una tendencia entre la crítica académica y la de los grandes medios a homogeneizarse “como instancia creadora de consensos casi irrefutables”, que ha logrado establecer “no sólo un canon de la literatura argentina sino el establecimiento de la mirada canonizante”, a la que califica como pomposa, imperial, autoritaria, eclesial: “Genera salvados y réprobos”. “Previsiblemente, el canon de la literatura argentina, urdido por esa especie de neoacademia –una hidra que tiene entre sus afanes más metódicos la postulación de su inexistencia– no incluye a Haroldo Conti. Mejor que plantear un contracanon –como ya demasiadas veces se ha hecho– es superar la propia lectura canonizante. Renunciar a ella no implica necesariamente negar el problema del valor: muy por el contrario, de lo que se trata es de hacer explícitos sus fundamentos, así como la base estética, política, histórica de tales fundamentos.” Y a eso se aboca Duizeide en la mayor parte de estos ensayos, que no llevan títulos, aunque se centren en uno, dos, tres temas a la vez, navegaciones que ofrecen un asombroso caudal de lecturas y proponen a un Conti vital, inquieto, con una obra inscripta en sólidas tradiciones, jugada su ropa en la causa revolucionaria latinoamericana.
Ese caudal de lecturas le permite aseverar que Sudeste “es nuestro Moby Dick, nuestro Viejos tiempos en el Mississippi, nuestro El viejo y el mar”, y discutir la definición de César Aira en su Diccionario de literatura latinoamericana, donde “asevera que ‘el misterio’ de Sudeste radica en su ‘simplicidad’”. “Ese dislate, que ha sentado jurisprudencia entre los recitadores de fotocopias –sostiene Duizeide–, parece el resultado de una lectura tan aguda como la mirada de quienes sostienen que el Río de la Plata ‘está siempre igual’.” Complementariamente, Duizeide coincide con lo que apunta Aira en torno de Mascaró o el cazador americano, a la que define como “un ejercicio desafortunado de realismo mágico”. “Puede pensarse a esta novela como un experimento coyuntural, quizá como una obra en transición”, plantea Duizeide, tras dar cuenta del encuadre de Conti en la corriente literaria latinoamericana en boga en la primera mitad de los ’70, “como si sus libros anteriores no fueran latinoamericanos”. Lo apuntado en este párrafo da indicios de su mirada: sentida, pero alejadísima de la obsecuencia monocromática. Tintura no. Tinta.
En uno de los ensayos analiza el rol militante de Conti, su formación cristiana y su guevarismo, su participación en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, y cómo se cruza esa actividad con su literatura: ahí está el compromiso de Conti y también cierto relegamiento a un “rol de jetón”, de escritor consagrado que apoya, “sin incidencia al momento de pensar las políticas generales del partido”.
Dice Miguel Briante que Conti reunió dos tradiciones literarias argentinas, “la que viene de los Cuentos del Pago Chico de Payró y la que arranca en Arlt para mostrar la ciudad como un zoológico sin rejas”, pero, a diferencia de Arlt, “ya en la ciudad, Conti clavó una sola mirada, la de un solitario, la de un extranjero ambulante, la de un hombre siempre de ida y vuelta”. A esa genealogía, apunta Duizeide, “cabe sumarle una tradición más: la de los navegantes de río”. “Tanto el cuento ‘Marcado’ como el relato largo ‘Todos los veranos’ –agrega– merecen un sitial entre los cuentos de navegantes cerca de obras maestras como ‘Juventud’ de Conrad, o ‘El bote abierto’ de Stephen Crane”.
Duizeide viene desplegando en libros de variado registro un mapa literario riquísimo de las aguas navegables argentinas, los hombres y sus pulsiones ahí. Decía Conti que en varios de sus textos escapaba de la Capital: es el caso de la novela Alrededor de la jaula. “Porque es un Buenos Aires marginal, que transcurre en la costa, esa tierra de nadie que nadie ve”, apuntaba Conti. Esa palabra, entonces, alrededor, por la que Duizeide optó para su título, propone, así, una sucesión de resonancias.
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