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Domingo, 16 de marzo de 2014

VIVIR EN POESÍA

Poemas y canciones de María Elena Walsh reúne su obra lírica para adultos, desde su primer y disruptivo libro, Otoño imperdonable, aquel que le valió el halago luego un tanto opresivo de Juan Ramón Jiménez, hasta sus últimos cancioneros. Si Walsh supo alimentar de imágenes y versos a varias generaciones de chicos, no es menor este rescate, que se vuelve a publicar después de diez años y a tres de la muerte de la autora, donde los límites de género tenderían a disolverse, pero manteniendo siempre un alto nivel técnico y un creciente vuelco hacia el mundo de lo popular y el compromiso militante. Pero sin olvidar jamás el lugar central de la palabra.

 Por Mara Laporte

“Yo quiero ser juglar, pero de nuestras cosas. Absorbo las cosas que me pasan, estoy inmersa en la gente, y luego canto lo que se me da por cantar.” Cuando María Elena Walsh soltó esta declaración de intenciones, a finales de los años ’60, seguramente ignoraba que con el tiempo se convertiría no sólo en la juglaresa por antonomasia de un país entero, sino que acabaría sucediéndole lo más terrible y maravilloso que puede ocurrirle a un poeta: volverse oralidad. La esencia de esa juglaresa que absorbe y canta hay que rastrearla en el Ramos Mejía de los años ’30, por entonces un pueblo casi rural apenas conectado a la ciudad por la New Western Railway, el ferrocarril del oeste. Allí, en una de las típicas casonas destinadas a los empleados del ferrocarril, crecería María Elena. Hija menor de un ferroviario descendiente de ingleses e irlandeses y una argentina hija de andaluces, creció en un ambiente de relativa libertad respecto de la educación tradicional de clase media de la época. De su madre, según ella misma contaría, heredó el amor por la naturaleza; de su padre, músico autodidacta y gran lector, la pasión por los juegos de palabras, la ironía del humor sajón y el nonsense de los limericks, esos breves poemas de cinco versos que constituyen todo un género del sinsentido. Y, sobre todo, formaría su oído infantil al ritmo de las nursery rhymes, pequeñas canciones de tradición inglesa que su padre solía cantarle y que constituirían un elemento clave en la construcción de su obra poética: “En casa había un piano. Mi padre jugaba mucho con esas cancioncitas, con esos nursery rhymes. Nos hacía jugar y cantar rimas. Yo quise recrear en nuestro idioma estos versos. Quizá tuve necesidad de cantar ese mundo”. Pero su padre no sólo le inculcaría la música, sino también el amor por la lectura: Dickens, Verne y Lewis Carroll convivían en su biblioteca con la poesía española del Siglo de Oro. Su timidez, las horas de la siesta y la sombra de una higuera en el fondo del jardín hicieron el resto. “La pubertad fue para mí el aflorar de una vocación: el gusto apasionado por los libros. La lectura es la madre de todos los vicios. Me incitó a soñar y a separarme de mi familia”, contaría Walsh años más tarde. Es allí y entonces, en el entorno familiar y casi bucólico de su infancia, donde surge la pulsión vital de su poesía: una parábola irremediable entre el sueño y la ruptura.

HECHO A MANO

Hablar hoy de la mujer en que se convirtió aquella niña de los suburbios bonaerenses es hablar de la fuerza de la palabra legada, es nombrar la música primera de varias generaciones, es citar una voz que se fue instalando como propia en el imaginario popular, al ritmo natural y lento con el que se construyen las identidades. De ahí la paradoja existencial de una artista que, pudorosa ante el halago y esquiva al lugar común, acabó convirtiéndose en leyenda. Poeta, compositora, cantante, dramaturga, guionista, narradora o “cupletista”, como le gustaba autodefinirse, Walsh fue única y fue tantas que se tornó inabarcable. En todas las formas posibles, ella vio y contó. ¿Desde dónde queda, entonces, recoger su voz? ¿Cómo arribar al mito en un país que en la elevación de mitos se constituye? En palabras de Celan: ¿cómo atestiguar al testigo?

Tal vez la respuesta la encontremos en la conciencia de lo sesgado, en la certeza de que toda obra inasible en su dimensión sólo puede despiezarse en gajos. Y, sobre todo, al menos desde nuestro lugar, en la convicción de que la manera más justa de celebrar al tótem –si no la única posible– es precisamente su desacralización. Porque donde mito y relato se tocan o retroalimentan, hay un tiempo en que se impone emprender el camino inverso: traspasar el aura y llegar a la médula, a la palabra despojada que le dio origen. Y desde allí, volver a contarla.

Poemas y canciones, recientemente publicada, plantea un viaje de vuelta a la palabra de María Elena Walsh a partir de su producción lírica para adultos, desde sus primeros poemas hasta sus últimas canciones. Se trata de la reedición de un volumen publicado en 2004 en Punto de Lectura que no es una recopilación exhaustiva, sino un material que originalmente circuló de boca en boca y del que aún “queda pendiente una tarea de investigación y curaduría acorde a la jerarquía poética” de la autora, según aclara Julia Saltzman, su editora. De todas maneras, y a la espera de una edición crítica futura, la reedición a diez años de Poemas y canciones aúna mérito y urgencia: rescatar, a tres años de la desaparición física de Walsh, la arista menos transitada de su obra, una poesía adulta y para adultos, de algún modo siempre solapada por su extraordinaria producción en el ámbito de la literatura infantil.

El volumen reúne lo más representativo de su poesía para adultos –Otoño imperdonable, Baladas con Angel y Hecho a mano, así como algunos poemas sueltos– con gran parte de su variado cancionero. Y detrás de este intento de clasificación, la primera rebeldía de la artista: sumergirse en la obra de María Elena Walsh es adentrarse en un universo de límites difusos, en el que la Poesía juega a romper el prejuicio de la linealidad y las etiquetas. Porque en su obra, poesía adulta o infantil, poemas o canciones, versos intimistas o sociales, discurren libremente en una danza que entrecruza géneros y estilos. Es así que sus creaciones, semejantes en sus diferencias, parecen dialogar unas con otras en aparente dispersión, para acabar convergiendo en ese centro único que es el lugar desde el que se planta a interrogar al mundo la poeta.

Poemas y canciones se propone reordenar esta danza de manera cronológica. Casi medio siglo transcurre entre sus primeros poemas de adolescencia y las canciones de sus Sonidos del Nuevo Mundo. Y aunque Walsh parecía descreer de edades (“Yo nunca tuve edad. Por eso entonces/ crecí en la medida de mi muerte”), también es cierto que en todo momento ella quiso “vivir en poesía”. Y para quien vive en poesía, trayectoria poética y vital suelen ir de la mano.

SALIR DE CASA

María Elena Walsh fue, antes que nada, poeta, y cualquiera de las demás vertientes artísticas en las que incursionara a lo largo de su vida tendrá un componente sustancial de poesía. Y puesta la labor artística de Walsh en perspectiva, podría decirse que pocos como ella han acabado estrechando tanto la distancia entre vida y obra. Es por ello que todo intento de aproximación a su obra poética conduce, inexorablemente, a elementos de su biografía. Cuando, en 1947, tras la muerte de su padre, una María Elena Walsh adolescente financia con sus ahorros la publicación de Otoño imperdonable, su primer libro de poemas, en realidad estaba comenzando a alejarse de casa: “Allá estarán las cosas todavía/ a punto de no ser, contradiciéndose./ En el hastío de las escaleras/ y en la resignación de las paredes”. Con su poesía y la precocidad de sus 17 años, Walsh empieza a marcar distancia. Se presenta en sociedad con un poemario técnica y emocionalmente maduro, de lenguaje trabajado y métrica prácticamente perfecta. Claramente autorreferencial, con influencias de la poesía del Siglo de Oro y en la línea neorromántica de la generación del ’40, el libro sorprendió no sólo por su calidad sino por su “certidumbre de poesía”. Escritores de la talla de Borges, Neruda y las hermanas Ocampo lo celebraron y, de pronto, la hija del ferroviario empezó a formar parte del círculo más selecto de la aristocracia literaria argentina.

La repercusión del primer libro de poemas de la joven Walsh sacudiría la estabilidad de su propia familia, que había previsto para ella un destino mucho más predecible y sosegado. Y ésta sería una dinámica que repetirá a lo largo de su vida: romper las expectativas del entorno, escurrirse de la comodidad de lo adquirido para lanzarse sin redes al vértigo de la experiencia por venir.

En 1948, Juan Ramón Jiménez visita la Argentina, y Otoño imperdonable lo impresiona tan profundamente que decide ofrecer a la “joven promesa” una suerte de beca personal, una temporada de estudio y formación en su propia casa, en Maryland. La adolescente, deslumbrada por la figura del poeta, encuentra en esta invitación su primera posibilidad de rescate, una vía real de alejamiento. La experiencia resultó conflictiva. Por un lado, la decisión del poeta de formar intelectualmente a la joven la llevó a cursar algunas clases en la Universidad de Maryland, a visitar a Salvador Dalí, Ezra Pound y Pedro Salinas, a las exposiciones del Museo de Arte Moderno y a los conciertos en Carnegie Hall. Por otro lado, la compleja personalidad de Juan Ramón terminaría paralizando a su protegida. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela. Me sentía averiguada y condenada. Con generosa intención, con protectora conciencia, Juan Ramón me destruía.” Ya llegaría el tiempo del perdón y el agradecimiento; por entonces, todo era frío en Maryland: “Había nieve y Juan Ramón callaba/ Había Juan Ramón, callaba nieve/ Yo no podía más/ de adolescente”.

De esta manera, Otoño imperdonable marca el comienzo y el fin de una poética. Ya nada sería igual después de Maryland. Tras un período de inactividad, producto de una experiencia que la había dejado “perpleja, pensando que el mundo era ancho, ajeno, bellísimo y amenazador”, su poesía experimenta un quiebre definitivo. Y Walsh, como demostraría una y otra vez, no sólo se volverá experta en romper sus propias estructuras, sino que sabrá qué hacer con los pedazos. “Yo me nazco, yo misma me levanto, /organizo mi forma y determino/ mi cantidad, mi número divino, /mi régimen de paz, mi azar de llanto”.

Se inicia una etapa de transición, un nuevo eslabón –tal vez el más radical– en una larga cadena de subversiones que tienen más que ver con un distanciamiento consciente de los cánones establecidos que con una rebeldía caprichosa. La parálisis creativa que supuso para la adolescente el encuentro con Juan Ramón provocaría su posterior insubordinación ante la rigidez impuesta por las tradiciones. En su aparente inacción, la poeta estaba forjando a fuego lento su identidad creativa.

PERO UN DIA SE MARCHO

Por esos años, Walsh también se desvinculó de algún modo de aquella elite literaria que había sabido frecuentar y que, así como había despertado su curiosidad, comenzaba a asfixiarla. Y en 1952 publicó sus Baladas con Angel, en un volumen compartido con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, por entonces su compañero sentimental. “Ahora como un ángel apareces/ y me rodeas sin decirme nada/ Angel que yo cuidara tantas veces/ sin saberlo, callada.” El libro, diálogo lírico un tanto afectado en el que dos jóvenes enamorados intercambian sus emociones en versos, es de nuevo escapatoria y refugio. Y la antesala de una desolación que no tardaría en estallar.

En el país, el clima sociopolítico se había enrarecido y Walsh, contraria por entonces al gobierno peronista, que le exigía la afiliación al partido para poder publicar sus obras, vislumbró el exilio como única salida posible. Y no era sólo una cuestión política, sino también afectiva: su relación con Bonomini se estaba deteriorando. Se trataba, en palabras de una María Elena que siempre llevó el derecho a la libertad individual por bandera, de “un contexto de censura política en el que además teníamos un noviecito que nos sermoneaba”. Esta vez, el destino tenía un nombre claro: París, y la posibilidad de liberación ideológica, cultural y emocional que representaba. De sus cuatro años en París quedan la convivencia con Leda Valladares, un espectáculo folklórico presentado a dúo en los más variopintos escenarios, y el aplauso de Chaplin, Picasso y Prévert en las primeras filas del Crazy Horse, célebre templo de striptease en el que alguna vez recalaron. En esa época de varieté, efervescencia social y libertad creativa, en que Walsh compartió escenario con Charles Aznavour y Jacques Brel, tomó contacto con la chanson francesa, cuya influencia resultaría clave en la conformación de su posterior producción poética.

Walsh y Valladares vuelven a una Argentina en plena dictadura y, tras una gira por el noroeste en que María Elena se empapa del folklore tradicional, el dúo se disuelve. De nuevo, la ruptura. Y esta vez, cuando los fragmentos terminan de juntarse, comienza a construirse el mito. María Elena Walsh se sumerge en el universo literario de la infancia y lo reconstruye para siempre: “Escribir para chicos fue una tarea de reconciliación con el paraíso perdido, una búsqueda de raíces, otro viaje en el tiempo”.

Así, entre folklore y limerick, chanson y cabaret, con un oído en su tierra y el otro en Europa, Walsh construye un nuevo lenguaje. Sin subestimarlos, a los niños les habla con desparpajo e inteligencia; a los adultos, por momentos, se dirige con modos infantiles. Porque María Elena Walsh se sentía despojada, había mudado varias pieles y le quedaba mucho por decir. Y lo que tuvo por decir eligió hacerlo a contracorriente, huyendo del peso del convencionalismo y apostando por la imaginación, la experimentación y el juego.

Mientras construye todo un mundo literario para niños, y el éxito la alcanza en sus primeras producciones infantiles, Walsh escribe su siguiente libro de poemas. Esta vez, su poesía da un giro absoluto: aunque conserva algunos elementos formales de sus inicios, como la rima y el verso medido, el tono confesional e intimista vira hacia lo popular y colectivo, y se carga de conceptos ideológico-contextuales. Corría 1965 y publicaba Hecho a mano: “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera./ Y su inutilidad se la dedico/ a los que me pidieron que escribiera”. La poeta inicia un diálogo con su contexto, denuncia la opresión en todas sus formas y se vuelve intérprete del sentir colectivo. Su palabra se convierte en “Canto liso”: “Yo le paso a la gente, le sucedo/ al tiempo y el espacio me improvisa./ Entre tinta y papel me tiene el miedo, / el fuego me amenaza con ceniza”.

La poeta observa y canta: “Quiero reflejar la realidad (no describirla, que huele a inventario)”. Porque sabe que el mundo es la realidad y su experiencia –y la experiencia del poeta es la palabra– lo que hace no es nombrarlo sino aludirlo, con el filtro del verbo y su mirada. Lo alude en sus poemas y lo repite en sus canciones. Experimentando con un género hasta entonces minusvalorado como la canción popular, unió palabra y reflexión para cuestionar el orden de las cosas. Puso la melodía al servicio del “mensaje”, sirviéndose de la vidala y el chamamé, pero también de endechas, valses europeos y danzas barrocas. Así, algunas canciones de Juguemos en el mundo y de Cancionero contra el mal de ojo, nutriéndose de las más diversas fuentes musicales, se transformaron en hitos de la militancia o la protesta, como la “Canción de caminantes” o “Los ejecutivos”. Pero también se atrevió con temáticas hasta ese momento ignoradas por el cancionero popular, como el peronismo (“El 45”), el exilio (“Zamba para Pepe”), o el doble discurso moral de determinada burguesía (“Gilito del barrio Norte”). Y aquí surge un elemento interesante que tiene que ver con la atemporalidad –y universalidad– de ciertas obras. Canciones que con el tiempo se volvieron himnos populares, como “Serenata para la tierra de uno” o “Como la cigarra”, fueron creadas originalmente con una concepción temática diferente a la que el eco popular acabó otorgándoles. “Como la cigarra”, por ejemplo, considerada un himno de resistencia a la última dictadura, había sido escrita a principios de la década del ’70, y estaba destinada en realidad a esos actores olvidados que, en su agonía, se levantan una y otra vez a pelear por recuperar su lugar en un show que siempre debe continuar.

ESAS MUJERES

Poemas y canciones. María Elena Walsh Alfaguara 400 páginas

María Elena Walsh les habló, desde sus versos, a las mujeres. A las que lloran su canto, esas fadistas, coyas y brujas pálidas de Oriente de “Las que cantan”, a “La Juana” (“Sé que ustedes pensarán/ qué pretenciosa es la Juana/ cuando tiene techo y pan/ también quiere la ventana”), a la madre soltera de “Villancico de la villa” (“Ese hijo que escondes, madre soltera, /a parirlo te obligan aunque no quieras”). Y, feminista por profunda convicción como era, de la boca hacia afuera y hacia adentro, también les habló a los hombres desde “La feminista” (“Si tenés el monopolio/ del acierto universal/ yo te dejo vía libre pero vos/ dejame en paz”). Pero, sin duda, la más célebre interlocutora de su voz poética fue “Eva” (“Calle/ Florida, túnel de flores podridas./ Y el pobrerío se quedó sin madre/ llorando entre faroles con crespones./ Llorando en cueros, para siempre, solos”). Testigo de las consecuencias de la Revolución Libertadora, la artista se había reconciliado con el peronismo, y no dudó en homenajear en un poema contundente a aquella mujer que en otros tiempos criticara. “Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” En un país en el que “todo el mundo hablaba en voz baja”, ella se asomó alto y claro a sus propias contradicciones. En eso también consiste la idea más profunda de libertad que siempre defendió: en permitirse a uno mismo la libertad de revisar las propias opiniones.

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FOTO DE SARA FACIO. FUE TOMADA EN 1993 Y SELECCIONADA PARA LA EDICIÓN DE POEMAS Y CANCIONES DE MARIA ELENA WALSH ALFAGUARA 2014
 
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