Dom 16.03.2014
libros

VIAJE A NINGUNA PARTE

La nueva novela del multifacético Dave Eggers –editor de McSweeney’s, alma mater del centro de ayuda para adolescentes 826Valencia, cronista y novelista– es la historia de un hombre que viaja a Arabia Saudita para venderle un generador de hologramas al rey en Yida. Es un último manotazo de ahogado para salvarse del desastre económico en Estados Unidos. Y ese viaje es, además, el reconocimiento del fracaso del sueño americano y, de alguna manera, un relato del fin del capitalismo tal como lo conocemos.

› Por Fernando Krapp

Para sorpresa de muchos lectores, Dave Eggers tiene fama de ser un buen tipo. No solo porque al haber quedado huérfano a los 21 años abandonó su educación formal por un tiempo, se mudó desde Boston a California y se hizo cargo de sus dos hermanos menores, material que noveló en sus memorias Una historia conmovedora, asombrosa y genial. O por ser uno de los escritores-editores más influyentes del momento, al mando de un sello editorial propio y dos revistas, The Believer y McSweeney’s, que saca a la luz a autores noveles (una antología de esta última se dio a conocer en castellano por DeBolsillo), sino también porque en el año 2005 la afamada revista Time lo ubicó en una de esas ternas bien norteamericanas llamada los “hombres más influyentes de América”. ¿El motivo? Ser el cofundador de 826Valencia, un centro de ayuda a chicos, y de SchollarMatch otro centro de ayuda económica a adolescentes que también propone actividades extraescolares y programas de escritura.

Es claro entonces que, como su admirado J. D. Salinger, Dave Eggers siente una debilidad (o responsabilidad, según dónde se mire) por el mundo adolescente y, también, por la educación. Eggers coescribió junto con Spike Jonze la adaptación de Donde viven los monstruos y decidió darle a Max un trauma infantil de padres separados (esta adaptación cinematográfica del clásico de Maurice Sendak también tuvo una readaptación en forma literaria conocida como Los monstruos). Su novela de no-ficción Qué es el qué narra la historia a medias real, a medias ficción, de Valentino Achak Deng, un chico de Sudán que se escapa de Africa, pero para escaparse tiene que pasar las mil y una peripecias, no sólo en su continente de origen, sino en la Norteamérica que lo recibe con los brazos técnicamente abiertos. Qué es el qué es otro claro ejemplo de que Eggers siempre toma el punto de vista de un adolescente, pero no sólo asediado por su propia “mutación” hormonal, sino que esos cambios siempre se ven bombardeados por un contexto poco amable (como los grandes personajes de Dickens).

No es casual entonces que Alan Clay, el personaje principal de su última novela, Un holograma para el rey, esté tan empecinado con su hija Kit, y sobre todo con el futuro de su educación. La situación de Alan es bastante complicada. Después de un amplio fracaso en querer manufacturar bicicletas, se alió con otros buscavidas aunados bajo una empresa, y decidió que la mejor manera de salvar su vida del desastre económico era venderle un aparato que genera hologramas al rey Abdalá, en Yida, la segunda ciudad más grande e importante de Arabia Saudita. No es el único que tiene una idea para vender; Alan espera en una carpa, junto a otros potenciales vendedores de ideas, a que el rey aparezca y se decida por una idea para armar una llamada Ciudad Económica.

Y mientras espera al rey, espera tener una mejor conexión a Internet, espera poder conciliar el sueño, espera a que una médica le vea un bulto muy desagradable que le salió en la nuca y que él mismo decidió investigar con un simple cuchillito tramontina; la espera se convierte para Alan en un territorio para revisar su pasado reciente. Por qué su matrimonio naufragó, por qué no le fue bien con las bicicletas, por qué no es un hijo digno de su padre, por qué el sueño americano no fue tan bueno con él que necesita venderle espejitos digitales a un rey en Arabia Saudita. En esa confusión, la principal preocupación y el disparador para emprender el viaje a Medio Oriente es la imposibilidad de pagarle la educación universitaria a su hija Kit. Y mientras espera, le escribe a su hija una carta prolongada que nunca envía, que va tachando y revisando, como su propio y neurótico pasado. En esas cartas se desliza, sin ninguna relación con la trama, lo que siente su personaje, la búsqueda desesperada del éxito y los altos impuestos, la juventud eterna y los aranceles de la educación y la salud, el bienestar familiar con sonrisa de aviso, la forma idealmente americana de vivir juntos.

Un holograma para el rey. Dave Eggers Mondadori 287 páginas

Fragmentada de un modo caprichoso en párrafos que no elipsan sino que proponen una continuidad de acción dramática (aunque cada tanto esos fragmentos disparen flashbacks de recuerdos) se entiende que esa elección formal está relacionada con cierta interrupción de acción en la propia vida de Alan Clay. La narración avanza veloz para un lector moderno y urbano, acostumbrado a la famosa velocidad digital, pero quien no avanza es claramente Alan. Anclado en su espera, emocionalmente anulado, el narrador parece no darle tregua. ¿Por qué Eggers, tan buen tipo como se ve, no le da un poco de respiro al pobre Alan? Más allá de las obsesiones que arman una coraza en su propio personaje, Eggers decide revelarlo como una víctima de contexto, y ahí donde la comedia podría aflorar como un grito negro, irónico y desesperado, Eggers narra con minucia las situaciones desventuradas hasta desgranarlas con compasión. Y casi como si fuera un Marco Polo sin rumbo del siglo XXI, sin negocios viables en los bolsillos más que una suma de ilusiones improbables, Alan se pierde en la tierra del gran Abdalá en la búsqueda de un sentido posible a su discurrir como el último americano en la Tierra. Su tecnofóbico padre se lo dice por teléfono cuando Alan intenta tener alguna comunicación con él: “En Asia fabrican cosas de verdad y nosotros hacemos sitios webs y hologramas. Los nuestros hacen sitios webs y hologramas todos los días, sentados en sillas fabricadas en China, trabajando con computadoras fabricadas en China, cruzando en coches puentes fabricados en China. ¿A vos te parece sostenible, Alan?”.

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