La edición definitiva del libro de Eduardo Luis Duhalde, El Estado Terrorista argentino, escrito en el exilio y publicado por primera vez en 1984, exhibe en toda su plenitud una tarea que parecía titánica y que fuera llevada a cabo con rigor por el ex secretario de Derechos Humanos: combinar la abstracción teórica con la denuncia, logrando convertir su ensayo en una suma de análisis y testimonio, una forma extremadamente lúcida de pensar el horror.
› Por Fernando Bogado
La tarea intelectual de Eduardo Luis Duhalde (1939-2012) puede sintetizarse en una sola frase: pensar el horror. Duhalde, quien durante sus últimos días fue responsable de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación luego de haber ejercido las funciones de abogado en la defensa de las víctimas del terrorismo de Estado (aquí y en el exterior), ocupó toda su capacidad intelectual y conocimiento en tratar de demostrar que detrás de lo que muchos consideraban mera barbarie había un aparato racional (y no por eso “razonable”, como él mismo aclara) cuya operatoria podía desarmarse. El fin de tal ejercicio es clave: entender la ligazón lógica e histórica del siniestro e inaudito Estado Terrorista que se mantuvo en el poder en el período que va de 1976 a 1983 es, estrictamente, poder conjurar de manera eficaz la peligrosa impronta ideológica que tal tipo de organizaciones puede dejar en la sociedad civil, en las futuras formas de Estado democrático, en la práctica cotidiana de cada individuo. La reciente edición definitiva del texto clave de Duhalde, El Estado Terrorista argentino, escrito durante el exilio del autor en España durante 1983 y publicado finalmente en 1984 –momento clave para entender el desarrollo de la política de derechos humanos en nuestro país– permite poner en perspectiva este esfuerzo intelectual y, además, cumple con el objetivo último de todo un proyecto del pensamiento: pensar ese horror, en definitiva, es brindar medios para evitar que se repita.
¿Qué es el Estado Terrorista? Para decirlo en pocas palabras, en las de Duhalde, estrictamente, es la versión más “eficiente” del Estado Militar, digamos, su “degeneración” eficiente. No es raro encontrar en la historia latinoamericana el surgimiento de formas de Estado de Excepción, cuyo centro era ocupado, en algunos casos, por un tirano “pintoresco” (¿bufonesco?) que mantiene intacto el aparato y lo utiliza sólo para su gloria narcisista. La necesidad por parte del gobierno de Estados Unidos de mantener una política de Seguridad Nacional que sobrepase sus fronteras –en el marco de la Guerra Fría y de los fracasos en las operaciones militares en Cuba y Vietnam– obliga a la aparición en los países latinoamericanos de Estados de Excepción menos “personalistas” y de rasgos tecnocráticos. Es la propia fuerza militar la que, con ascetismo y visos de autocontrol, toma el poder. Y si bien las primeras formas plantean ciertos límites a esa toma de poder, en la Argentina de 1976 apareció un tipo de Estado Militar que terminó extendiendo su control no sólo sobre los organismos de la democracia parlamentaria burguesa, no sólo sobre el aparato represivo, sino también sobre los aparatos ideológicos, estrategia que les permite ratificar su propio accionar y, en alguna medida, extenderlo en el tiempo.
Esa es una característica central del Estado Terrorista: el control del aparato represivo sobre las formas del aparato ideológico. Así, se logra someter a la sociedad civil a una violencia real y simbólica que puede asegurar, con el paso de los años, el mantenimiento de las condiciones necesarias para la implementación de las recetas económicas dictadas por la potencia. Para ello, para “alisar el terreno” y asegurar que la oligarquía siga ejerciendo el poder que el Estado burgués no puede ya garantizar, el Estado Terrorista adopta otra particularidad, su segunda gran característica: además de tener un carácter público, en donde se proyecta cierto respeto a los derechos humanos internacionales, adopta una naturaleza clandestina que reprime (mata, tortura) indiscriminadamente y oculta sus huellas para mantener indemne a la faz “respetable”. Como Jano, señala bien Duhalde, el Estado Terrorista tiene dos caras.
El Estado Terrorista argentino es un hito dentro de la producción intelectual nacional no sólo porque es un impresionante análisis de la forma que adopta el poder durante la última dictadura, sino que también es una contundente denuncia de las vejaciones llevadas adelante por los diferentes miembros de las Fuerzas Armadas y por miembros de la sociedad civil durante el Proceso, responsables directos cuyos nombres aparecen en el libro ya sea para inculparlos o, en el caso de los agregados de esta edición en particular, para comentar el estado de su causa.
Sorprende leer en esta edición el largo prólogo de 1998, el cual, quince años después de la primera edición, lleva adelante algunas observaciones acerca de la perpetuación, en tiempos de democracia, del aparato ideológico-represivo del Estado Militar. En los tiempos finales del menemismo, Duhalde lee la supervivencia del afán represivo y el individualismo a ultranza sintetizada en la frase que caracterizó a cierto subdiscurso negacionista que comenzó a formarse a partir del regreso del orden democrático: el “por algo será” aplicado sobre los sufrimientos de esas mismas víctimas que sustenta, ideológicamente, la perversa “teoría de los dos demonios”. Extendamos aquí la lectura: ¿no es también la perpetuación de la idea de “pena de muerte”, de “al paredón con los culpables” que acompaña a la condena social de ciertos casos de delincuencia en la actualidad, la aplicación de esa fuerza represiva aparecida entre el ’76 y el ’83 que busca eliminar, erradicar y ocultar al que se “desvíe” de lo considerado “normal”, “derecho” y “humano”?
Buscar la verdad con respecto a los hechos de la dictadura, si bien implica la completa declaración de los sucesos de esos tiempos para el concreto enjuiciamiento de los responsables, es también analizar el complejo sistema teórico de su accionar. Así, El Estado Terrorista argentino funciona como un testimonio contra la repetición de esos males y a favor de una consciente profundización democrática que se sostiene, como todos sabemos, sobre tres pilares fundamentales: la memoria, la verdad, la justicia.
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