Domingo, 6 de abril de 2014 | Hoy
Como Graham Greene y Evelyn Waugh, G. K. Chesterton perteneció a la estirpe de escritores ingleses que tuvieron una conversión al cristianismo en su vida adulta. Poco después de su primera comunión, escribió una biografía de San Francisco de Asís, aparecida originalmente en 1923, y que ahora publica Sudamericana en nuestro país. Aquí se reproduce el epílogo que escribió Luis Chitarroni para esta edición.
Por Luis Chitarroni
Chesterton se asoma a la historia de San Francisco con una perplejidad asertiva digna del mundo que va a revelarnos. La cercanía del corpulento polígrafo y el santo enjuto exige cierta fragilidad de parábola, y Chesterton marcha con paso seguro en ese territorio porque lo ha instruido un personaje propio: el padre Brown. En realidad, el encuentro entre los dos tiene algo inevitable: la inexorabilidad lírica de las mejores historias.
Chesterton ha venido librando batallas con su amigo Belloc; han llegado a componer, de acuerdo con Bernard Shaw, una criatura de complejidad medieval altisonante: el chesterbelloc, ideal para la etapa que se proponen reinstaurar. En realidad, contra viento y marea, o contra molinos de viento convertidos a medias en dragones, inician una cruzada invertida, en dirección a quien creen el agente de la desdicha insular de Inglaterra, el agente de la destrucción. El rey Enrique VIII permanece fijo en el espacio que le ha dedicado Holbein. Un gran maestro puede demorar para siempre la imagen, y hacer así del magnicidio una figura retórica respetable para la historia. Dentro de esos receptáculos de tiempo que no sabemos si contienen sólo historia: los museos.
Para despojarlo de cualquier color local, Chesterton toma la admirable precaución de acercarse a Francisco en las boscosas colinas de Umbria; se sabe cómo es Chesterton y aprendemos cómo es Francisco. Misterioso y distraído, por momentos absorto. Uno se cansa al pensar de qué manera piensan quienes no piensan como nosotros, y Chesterton tiene la sabiduría de averiguarlo y revelarlo a lo largo de todo el libro, no en una dosis de secreto arrogante, que un escritor menos lúcido hubiera expuesto: “San Francisco y la revelación de su secreto”.
Como el gran escritor que es, ha sembrado de sospechas ya todas las certidumbres convencionales para abrir los corazones al santo de Asís. Ha dicho que el cristianismo es la mejor morada para el paganismo, y lo ha hecho a partir de un diálogo con un ateo que –tanto si apela a la veracidad como si no– entabla con el lector una conversación confidencial menos digna del convencimiento que de la credulidad. Afirma que es probable que Francisco se llamara apenas Juan, que el Francisco provenga del afecto, y que los amigos fueron los que le pusieron Francisco por su afición a los juglares y a la poesía trovadoresca. Es decir, sin veleidades ni jactancia, Chesterton ha cortejado la herejía; proféticamente, ha transformado la leyenda en balada. La interpretan: Francisco y los Jongleurs de Dieu.
Chesterton desconfía más que cualquiera de la creencia superficial, admite como un solo hombre la superstición, pero nunca nos pone a prueba: Francisco es una evidencia. Una historia plena: una fábula y un evangelio; un apólogo y una balada; un relato completo. Una biografía, una novela.
En las dos primeras décadas del siglo XX, San Francisco parece tan digno de relectura como Kaspar Hauser. Darío (“Los motivos del lobo”): “El varón que tiene corazón de lis, / alma de querube, lengua celestial, / el mínimo y dulce Francisco de Asís, / está con un rudo y torvo animal, / bestia temerosa, de sangre y de robo, / las fauces de furia, los ojos de mal: / el lobo de Gubbia, el terrible lobo. / Rabioso ha asolado los alrededores, / cruel ha desecho todos los rebaños; / devoró corderos, devoró pastores, / y son incontables sus muertes y daños”.
Todos parecen haberle perdido el respeto a Darío, como a Bécquer, acaso por la rima. Todos parecen haberle perdido el respeto a la rima. Excepto en la canción popular, que empieza a ser una falta de respeto.
Parece que a Marx le llamó la atención la sentencia de Proudhon –la propiedad es un robo– por su desconocimiento de la hagiografía cristiana, de la leyenda áurea. Los cristianos tienen detractores de la propiedad y las posesiones no menos tajantes, más tempranos: San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio. No lo dice Chesterton, lo dice un marxista irrevocable de cuyo nombre no quiero acordarme.
Cuando Chesterton elige un conjunto de harapos enaltecidos de zorros y de lobos en persona, hermanos, tan tarde cae la noche, ofrece a los lectores una conspiración, un conjuro inolvidable. Un concilio, un sínodo. Se organiza la gran partida decisiva. No es necesaria la cruzada, no es necesario Hilaire Belloc. El advenimiento de la luz va a coincidir una vez más con la clave del alba: Santa Clara. Con la noche sólo tienen que ver la estación –la meteorología– y el género literario. El resto viene solo, llega a tientas, con la cautela y el arrojo que nos priva a los humanos de que el encuentro sea una dicha constante.
El padre Ronald Knox, que conoció a Chesterton y que escribió algunos libros tan entretenidos como los de Chesterton, dice que era un hombre enorme, desbordante, que invadía sus propios alrededores; de ahí, insiste, que ninguna de las formas elegidas pudiera contenerlo. De ahí que en todas haya una dosis excesiva de él mismo. Comparto esa opinión sólo parcialmente. Mejor dicho, creo que hay libros que se dedican a negarlo: El San Francisco, por ejemplo, la Autobiografía.
El Chesterton inculcado o inoculado a San Francisco es una sustancia tan voluntaria o involuntariamente franciscana que resulta una especie de savia beatífica, paradójica en relación con la cantidad de cerveza que consumía el santo de Battersea; uno da por cierto el predominio proporcional de Asís.
A la sazón, se trata de abundancias complementarias, porque Chesterton sólo puede ofrecer y tomar generosamente. Y lo mismo ocurre con San Francisco. De modo que la transacción pierde cualquier intención comercial y adquiere una graciosa apariencia de intercambio, pero no ya de abstracciones sino de materias terrenales observables y paulatinas: zarzas, tréboles, ligamentos, ligaduras, aceitunas, vino, arcilla, barro, fauces, saliva, singladura hialina del caracol, presencia de hongos o setas de aspecto al pie de la más obsesivas dudas.
“El problema con el platonismo –observó Hilary Putnam con filosófico desdén– es que parece lisa y llanamente incompatible con el hecho de que pensamos con nuestros cerebros, no con almas inmateriales.” San Francisco y Chesterton nunca nos deja olvidar que tienen cerebro.
A mediados de los setenta comenzó en Inglaterra un regreso a Chesterton, determinado en gran medida por dos buenos lectores transatlánticos: Hugh Kenner y Marshall McLuhan. El primero guarda prudente distancia con las tendencias populares, aunque es un crítico de exquisita amabilidad con el lector; el último, uno de esos profetas dudosos de los sesenta que reconoce incluso el alumno más atrasado de Comunicación. Sus aportes fueron borrados casi enseguida por la incidencia inmediata de sus libros –La galaxia Gutenberg, Del clisé al arquetipo– y la virulencia apodíctica de sus consignas. ¿O nos conviene decir mejor “la facilidad pegadiza de sus eslóganes”? Con el autor de San Francisco cumplió, sin embargo, una misión beatífica.
Aunque Frank Swinnerton asegura que Chesterton fue un eduardiano eminente, sus admiradores de la segunda mitad del siglo XX recuperaron la segura e intrépida inmediatez del autor de San Francisco. El elenco es casi inabarcable. Va de un librepensador como Kingsley Amis a un monaguillo acrecentado como Neville Braybrooke; de cínicos y escépticos, como Hesketh Pearsons y John Wain, a conversos incontrovertibles como Graham Greene.
Para entender a Chesterton en la Argentina es imprescindible apelar a Borges. Los dos aceptaron, aparte de perseguir, la idea del lector común (“common reader”), conquistados por la invocación a la democracia, de la que no se librarían por culpa de un exorcismo incapaz de separarlos de Don Quijote y de Pickwick, y escribieron para periódicos de gran difusión, con mayor o menor proselitismo. Los dos intentaron, después de Carlyle, recuperar para la democracia la cordura. Chesterton en montones de revistas y periódicos (que incluso dirigió o de los que fue editor); Borges en Crítica, ese sueño ajeno que se animaría a detractar con menos memoria que otros rencores.
La influencia de Chesterton en Borges es valiosísima. Lo adopta, se apodera de él. Paradojas y precisión adjetival son las piezas entomológicas –retóricas– favoritas de ambos. La dialéctica impuesta por la supervivencia jerárquica permite que arriesguemos predicciones, no profecías. No es cierto que Historia universal de la infamia no existiría sin Schwob: sobreviviría por Chesterton.
“There are more things”, cuento tardío del argentino, está dedicado a H. P. Lovecraft. Sin embargo, los recursos apropiados son de Chesterton: Borges quiere ocultar lo que va a producir horror por desinencia: la autoría del monstruo en esa casa “cuya sola arquitectura es malvada”. Calcula que la cita shakespeareana (“there are more things, Horatio...”) no logra borrarlo del todo.
El fragmento adecuado, el recuerdo exacto, está en cambio en “Funes el memorioso”, una de las obras maestras incluidas en Artificios (1940). Cuatro años después de la muerte del Gran Maestro, Borges es capaz ya de diluir el fanatismo antinietzscheano para inventar un relato rioplatense.
La referencia inequívoca “De cómo encontré al superhombre”, cuento que Borges traduce para la antología Breves cuentos extraordinarios: el superhombre nietzscheano era ya objeto de burla entre los intelectuales capaces de espantarlo con un matamoscas, sobre todo en Inglaterra; vagaba entre Basilea y Turín, exaltado y nimio, con el presentimiento –la postergada virtud– de saberse un personaje universal. Chesterton encuentra en Croydon a un convaleciente que nada le dice y que parece menos trémulo solo que una brizna (Alarms and Discursions); intuye o sospecha que es el mismísimo Friedrich Nietzsche quien ha cambiado de régimen y de jerarquía poética, dispersas ya las valquirias marciales, postergado fatalmente a ser un “inkling”, acaso sólo una vaga idea.
El San Francisco pertenece, motu proprio, a un género que Chesterton cultivó, como tantos, con éxito y con frecuencia: la monografía literaria o hagiográfica. Escribió muchas a lo largo de su vida: Dickens, Browning, Blake, Stevenson, Cobbett, Santo Tomás, Chaucer. Uno se pregunta a menudo sobre la procedencia indiscernible de Chesterton. Sobre la procedencia del genio de Chesterton. Entonces, y sin convertir esto en hipótesis seria (porque es un gusto, un juego, un entretenimiento), se aventura qué extrajo de esas lecturas tan diversas (que no lo eran tanto para un inglés entre dos siglos). Mucho de Dickens, claro: la campechanía y la definición de los personajes; de Blake, la competencia imaginativa de la visión, de la imagen; la compostura novelesca de Stevenson, del primer Stevenson, no es ajena a El Napoleón de Notting Hill ni a El hombre que fue jueves; de Cobbett, cierta hidalguía rupestre, cierta voluntaria tosquedad rural, como involuntaria; de Chaucer, más de lo que cualquier otro haya sacado provecho: el aplomo sentencioso y los decretos, la insania de los comienzos de oración, la caída libre y directa en la horma de sus zapatos; una curiosidad sin límites, el exterminio de la apatía y la violencia inmóvil. En cambio no sé qué pudo extraer de Robert Browning, aunque es uno de los referentes que más me gustan (y uno de los libros de Chesterton que más admiro). Puede ser –pero la conjetura adquiere ya una tensión desesperante, desesperada– una distorsión imprevista sobre la superficie convexa donde se mira, una respuesta en el espejo negro de su –de Chesterton– mitad oscura. En algún remolino verbal, en alguna turbulencia, se advierte o se adivina que esa simetría extraviada en un éxtasis de voluptuosidad anterior no se somete dócilmente a la cordura ni a la sensatez.
De los santos de los que se apoderó lo extrajo todo.
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