Domingo, 13 de abril de 2014 | Hoy
Concebido en principio como un trabajo por encargo en lengua inglesa, su traducción al castellano bajo el título de Los nuestros lo hizo célebre: el libro de Luis Harss acompañó al boom incipiente, trazó un cuadro de situación de la literatura latinoamericana y tuvo la virtud de haber elegido bien a sus personajes, más allá de algunas omisiones. Hoy se reedita este libro conversacional y suelto, y vuelve a transmitir su entusiasmo fundacional por los escritores nuestros.
Por Susana Cella
Alguna vez un solo libro, aun cuando muchos otros haya escrito, puede, por secretas leyes del azar, convertir a un hombre en algo cercano a un emblema. No otra cosa podría decirse del chileno Luis Harss y Los nuestros. Inicialmente sólo fue un encargo. El editor neoyorquino Roger Klein, de Harper & Row, les pidió una serie de entrevistas a escritores latinoamericanos. Harss (nacido en Valparaíso en 1936) había trabajado en la revista Primera Plana de Buenos Aires, lugar de estudios y formación que luego fuera suplantado por Nueva York y otras ciudades norteamericanas donde se desempeñó como profesor y traductor. Había publicado dos novelas en inglés, The Blind (“Los ciegos”, 1962) y The Little Men (“Los hombrecitos”, 1963). Y continuó con un fracaso: La otra Sara o la huida de Egipto, a lo que siguió un alejamiento del mundo literario y una silenciosa continuación de su obra narrativa en un pueblito de Pensilvania.
Pero antes de tal destino, un episodio parisino, con algo de epifanía, fue el desencadenante de su “mejor novela”. Se topó en una vidriera con la muy reciente Rayuela. El deslumbramiento que le produjo el libro lo llevó hasta su autor, y de ahí en más, entre 1964 y 1966, junto a Barbara Dohmann, hubo un recorrido, tanto geográfico como por textos éditos, inéditos, agotados y prestados, que derivó en el cumplimiento del pedido. Lo escribió en inglés y se llamó Into the Mainstream. Conversations with Latin American
Writers. Esa publicación no logró el enorme éxito que tuvo la versión castellana, traducida por el propio autor, Los nuestros, al punto de haberse convertido en una especie de clásico y certificación del boom latinoamericano.
El libro fue componiéndose sobre la base de entrevistas y según una selección que tuvo en cuenta la importancia ya afincada de algunos autores (Carpentier, Asturias) o las sugerencias de escritores que en ese momento despuntaban en el ámbito literario, además de Cortázar, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, y aquel cuya novela más famosa, Cien años de soledad, Harss pudo leer en parte cuando todavía estaba inédita. Sin embargo, apenas iniciada la lectura de la introducción, y más todavía cuando van sucediéndose los diez capítulos que corresponden cada uno a un autor, además de los cuatro nombrados: Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias, Jorge Luis Borges, João Guimaraes Rosa, Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo, se advierte de inmediato que no se trata simplemente de una compilación de reportajes.
En el “Prólogo arbitrario, con advertencias”, Harss revisita la novela latinoamericana remontándose a sus primeras manifestaciones y ofrece minuciosos comentarios de los antecesores, entre ellos Machado de Assis, Rómulo Gallegos, Leopoldo Marechal, Horacio Quiroga, Jorge Icaza. En esa retrospectiva se refiere a la novela regionalista, a la urbana, al criollismo, al esteticismo o al naturalismo. Tal repaso tiende a abonar la hipótesis de que el género narrativo se fue consolidando en las letras latinoamericanas hasta arribar a un momento en que –los autores elegidos serían la prueba– se alcanza, sobre todo por el manejo de procedimientos y lenguaje, un punto de viraje superador visto como autoafirmación de las letras del subcontinente.
Cuando el propio Harss comenta en la “Nota final” a la reciente reedición de Los nuestros: “Me parecen capítulos de una de esas novelas con personajes”, acierta en cuanto a las vertientes discursivas que utilizó; así cada autor aparece como una figura delineada según rasgos particulares (Cortázar, “atento y sincero, aunque un poco impersonal”; Rulfo, “enjuto como su tierra, ojeroso, descarnado”) y más o menos abundantes citas de los reporteados. El entrevistador deviene un narrador que construye la imagen de cada escritor al aportar datos sobre su vida y contexto histórico, y más la fija en títulos que invariablemente equiparan un nombre a una nota definitoria: “Cortázar o la cachetada metafísica”, “Juan Rulfo o la pena sin nombre”.
Los escritores van surgiendo como protagonistas de una especie de novela que los coloca en sus ámbitos (pasados y presentes), remite a sus proyectos literarios, a su participación en la vida social y política, y a los cambios y derivas en sus derroteros. En conexión muy directa se vinculan datos biográficos con personajes y argumentos de las narraciones, junto con comentarios sobre estilos, con calificativos que responden a preferencias subjetivas altamente discutibles, por ejemplo en apreciaciones despectivas respecto de las “largas y contorsionadas oraciones faulknerianas” de Onetti.
Los nuestros está construido sobre la base de una mixtura que acude a la biografía, el comentario y las valoraciones críticas, a una concepción evolucionista de la literatura, a directas manifestaciones de los escritores y opiniones del entrevistador, fijadas en la trama de cada capítulo. Menos reparo hubo respecto de estas cuestiones, que acerca de los diez elegidos. Aparte de que la pregunta por los excluidos pareciera ser una suerte de leitmotiv en las antologías, historias literarias, etc., el deseo de Harss de que “diez hagan quórum” supone una idea de representatividad, organizada según generaciones –nacidos entre 1900 y 1930–, pero a la vez, y afortunadamente, desmentida: “De más está decir que las generaciones mentales no siempre corresponden a las del calendario y a veces las contradicen”. Con todo, esos diez pudieron configurar un canon, aun cuando Harss reclamara su derecho a elegir según su gusto, y más cuando lamentara o justificara posteriormente ciertas ausencias. Pero, “más allá del boom”, como diría el crítico uruguayo Angel Rama, Harss queda para siempre fijado como autor de un mosaico certero, porque su selección no se desvaneció en el tiempo ni quedó en mera coyuntura u ocasionales promociones. Todos los personajes de su “novela” del boom han resistido la prueba del tiempo, que es lo que en verdad permite hablar de canon.
Pasado, como dice, “casi medio siglo”, poco fue lo que cambió para la reedición concretada entre 2012 y 2014. Preservó lo publicado de un libro cuya virtud fue arribar al lugar exacto en el momento exacto. En 1966, ya habían aparecido La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros, El siglo de las luces, Rayuela, y se había acuñado el término “boom”, que con su inherente onda expansiva iluminaba antecesores y a la vez presagiaba mayores conquistas. Los nuestros fue testimonio de ese momento signado por lo excepcional, como un siglo de oro no repetido; según Harss, actualmente “no hay lo que podría llamarse una novela latinoamericana. Hay una literatura en lengua española, con buenos y malos escritores”.
¿Cómo leer hoy Los nuestros? Evidentemente, en perspectiva no sólo respecto de lo que siguió, sino también, y más importante, de lo que ofrece ese texto para la revisión de los parámetros respecto de los que se construyó (biografismo, apreciaciones personales, crítica impresionista, sentencias taxativas, progresismo literario y así siguiendo). Y algo más, y no menor, un modo de abordar autores y obras cifrado en la mezcla de géneros que puso en juego en su historia personalísima del boom.
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