Domingo, 25 de mayo de 2014 | Hoy
Un novelista primerizo recorre las angustiadas calles de una ciudad al borde del desquicio, en un tiempo y un país al borde de su destrucción. La vida escrita de Rodolfo Rabanal reúne los apuntes de las libretas y cuadernos que llevó el escritor entre los años ’70 y ’80 para redondear ahora un texto excepcional, entre el diario y la novela.
Por Claudio Zeiger
Si no hubiese sido trágico, habría sido tragicómico. Y, en cierta medida, lo fue. El mundo se derrumbaba, el país se venía abajo, y un escritor, nada ajeno a los destinos del mundo y del país, más allá de que no fuera un clásico militante de su tiempo, se preguntaba seriamente qué iba a pasar con la publicación de su primera novela, atrapada en ese limbo que puede oscilar entre uno y dos años, entre entrega y aparición. Tiempo angustioso y lleno de ansiedades per se, máxime en la Argentina de 1974, 1975, 1976. Desde la muerte de Perón, digamos, al golpe militar. Muchos escritores pudieron haber sentido esa angustia en carne propia y frente a diferentes encrucijadas de la historia: ¿y si la aparición de mi libro coincidiera con el fin del mundo? Rodolfo Rabanal la experimentó en aquellos años con respecto a su primera novela, El apartado.
La anotación es de un miércoles de fines de marzo de 1975: “Me despierto a las tres de la mañana muerto de hambre, y quisiera salir a la noche y comer un guiso caliente. Pero no lo hago, tengo una pereza extrema y cierro los ojos. Oigo el viento afuera, algunas latas vacías se golpean en la terraza. Cualquiera podría llegar hasta aquí y asesinarme. Vivimos en medio del desarreglo y el crimen político pero ni siquiera me atrevo a mencionar estas cosas al detalle en la libreta. Me despierto con una erección nostálgica, violenta... Insensatez: las cosas debieran existir para ser disfrutadas y la vida para ser amada. Las cosas sin embargo pueden ser indiferentes y la vida un engorro en diversos tonos. Es probable que este país termine por destruirse. Ojalá nos deje tiempo a que salga El apartado”.
La profecía se cumplió, y el deseo también. El apartado efectivamente apareció en 1975 y al año siguiente, se sabe, el país empezó a destruirse del todo. La vida escrita, de Rodolfo Rabanal, reúne notas de cuadernos y libretas, en un orden no cronológico pero cuyo corazón son los años setenta (antes y después del golpe). Unos años más adelante viene la apertura democrática y los tonos, ya lánguidos, de un alfonsinismo estirándose hacia su propia agonía. Pero el corazón de este libro es un corazón salvaje, en tensión, bombeando sin parar, sexuado, de respiración fuerte y entrecortada. Si de algo hablan, si algo dicen y documentan estas notas y apuntes que en su desorden cronológico terminan por armar la novela de una vida en un tiempo, es acerca de la contradicción entre lo individual y lo colectivo, lo público y lo privado y finalmente –en una resolución casi ontológica de esos dilemas– la contradicción entre ellos y nosotros. Y no necesariamente donde ellos son “el enemigo” sino más bien son lo ominoso, la oscuridad total, el agujero negro teñido además de una pátina de gris aburrimiento. En la transición de todos estos estados donde nunca hay que olvidar que quien registra, apunta y escribe es un escritor joven y debutante, alguien legítimamente interesado en entrar en la literatura y decir lo suyo, La vida escrita se constituye en un libro original, excepcional e insoslayable. Es original porque el paso del tiempo y la mano del escritor maduro convirtieron unos paratextos en texto, ganando en consistencia y autonomía. Es excepcional porque habla de un estado de excepción, la puesta en suspenso de una época que marcha hacia el aniquilamiento. Y es insoslayable porque a pesar de que nada sea obligatorio en estos menesteres, no puede desdeñárselo como un inmejorable documento en tiempo real y en manos de uno de los grandes narradores argentinos. ¿Por qué obviar su punto de vista en el incesante debate de los setenta?
Rabanal muestra con extrema sinceridad cómo lo fue envolviendo el clima de aquellos años a pesar de no tener una militancia política directa. Pero era amigo del poeta Miguel Angel Bustos (inclusive lo señala como factor central de inspiración para avanzar con esa primera novela que publicaría finalmente Enrique Pezzoni en Sudamericana), trabajaba para La Opinión (“escribo para La Opinión unas notas terribles programadas por Jacobo T. que no siempre firmo. Afortunadamente creo que desde un punto de vista político soy ‘invisible’”); tiene un hermano detenido por razones políticas. Luego habrá más amigos y compañeros de trabajo detenidos y desaparecidos. Habrá conciencia de lo que era el país y la dictadura, y una válvula de escape que lo llevará al extranjero, de donde se alimentaría un nuevo clima para futuros libros como En otra parte.
Es obvio que en La vida escrita (título que parece casi un guiño a una novela anterior de Rabanal, La vida privada, donde se narra la posible disolución de la Argentina derretida en un verano, en plena crisis o poscrisis, pero donde igual sigue siendo válido pretender escribir, vivir, buscar amor y sexo) hay mucho más que la crónica de un libro primerizo y las oscilaciones de sangre y miedo de su país de origen. Hay además interesantes opiniones y polémicas literarias, un desfile de personajes entrañables que nos devuelven la imagen remota de un Jorge Baron, el recuerdo de Miguel Angel Bustos, las tenidas con Miguel Briante y Jorge Di Paola entre otros y –muy especialmente– una cartografía del centro porteño, con locaciones precisas desde restaurantes y bares hasta cines de dudosa moral. La tensión y el encanto peligroso de la avenida Corrientes es uno de los puntos altos del libro, una mirada sobre un territorio invariable, pero que siempre logra plasmar una erótica y una estética peculiares según pasan los años.
A pesar de tramas y subtemas, uno cree al leer estas páginas que la encrucijada del hombre apartado y la Argentina cruel persiste como el sostén de lo demás, como su parábola más inquietante. Es el corazón salvaje del país salvaje, y la memoria que todavía respira y aúlla, con los aullidos de un beatnik en la jungla de cemento más que en el camino.
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