Domingo, 1 de junio de 2014 | Hoy
Desde los años ’40 en adelante, la Argentina fue territorio propicio para el desarrollo del género detectivesco, sobre todo en su variante novela negra. Con el paso de los años, y una vez superada la discusión acerca de si constituían un género “menor”, los libros, y también muchos films, moldearon todo un imaginario nacional y una forma de narrar el terror y el autoritarismo de las dictaduras. En este texto (conferencia inaugural de las Primeras Jornadas de Literatura y Cine Policiales que se desarrollaron días atrás en el Museo del Libro y de la Lengua), Jorge Lafforgue repasa las variantes y avatares del género, de los tiempos clásicos hasta los neopoliciales del nuevo siglo.
Por Jorge Lafforgue
Voy a hilvanar una serie de obviedades, a las que, por ser tales, no siempre suele prestárseles atención. Con respecto al tema de estas Jornadas bien podemos decir de entrada que ellas son un claro y contundente mentís a las agoreras predicciones sobre la muerte del policial que, pocos años atrás, circulaban con crédito favorable. Y en las que algunos de nosotros incurrimos tonta o desesperanzadamente. En lo que hacía a nuestro país, pero con una mirada no sólo circunscripta a él, advertíamos entonces: a) que habían desaparecido aquellos maestros imbatibles del género, se llamaran Borges o Pérez Zelaschi, Castellani o Walsh; b) que no había colecciones de relatos encuadradas en el género, como las legendarias Rastros o El Séptimo Círculo, la Serie Naranja, donde leímos a William Irish traducido por Walsh, o la Negra, timoneada por Ricardo Piglia; c) que no figuraban ya en el mapa de nuestras letras los concursos de cuentos policiales, como los promovidos por la revista Vea y Lea, con excelente rating; d) que la serie de antologías del género, iniciada memorablemente por Walsh en 1953 con Diez cuentos policiales argentinos había tenido una buena secuela, con Yates, Bajarlía, Fèvre, Ferro y otros, pero parecía haberse truncado; y e) sin duda lo más grave: que de los textos clásicos, las famosas novela-problemas, de filiación inglesa, no se veían ni las sombras, y de aquellos que le siguieron, los negros o duros, apenas vislumbrábamos escasos resplandores. Soriano, Piglia, Martini, Sinay, Tizziani, Martelli y Urbanyi, entre otros, al parecer habían dado un paso al costado o, para decirlo mejor y con puntualidad histórica, habían tenido que exiliarse o hacer un prudente mutis, dadas las circunstancias nacionales nada favorables a desa-rrollos e innovaciones, por cierto no sólo en el terreno de las letras.
Es bien sabido que las dos modalidades predominantes del policial tuvieron su momento de mayor esplendor en la década de 1940, la inglesa o clásica; y en el primer lustro de los ’70, la yanqui o negra. Después, con un cielo permanentemente encapotado, se produjo un profundo bajón y cualquier conjetura se hizo posible (o imposible). Sin embargo el empuje desatado por Chandler, Cain y compañía había prendido fuerte en las nuevas camadas de escritores, y por tal efecto aparecieron algunas buenas novelas en el exterior de argentinos exiliados. Recuerdo, por ejemplo, Siroco, de Vicente Battista, publicada en España en 1984, y Luna caliente de Mempo Giardinelli en 1983 (Mempo batalló también en México en publicaciones varias a favor del género negro, y en el ’84 reunió esos artículos en un libro de igual título: El género negro). Pero en nuestro país no todo era silencio y muerte. Al menos un gran escritor surge por entonces con dos notables novelas: José Pablo Feinmann con Ultimos días de la víctima (1979) y Ni el tiro del final (1982). Destaco sobre todo la primera, que dio lugar a una de las mejores películas de Adolfo Aristarain y que, muy significativamente, lleva un epígrafe de Hammett y otro de Borges.
Es que al promediar la dictadura, algo comenzó a moverse en nuestra literatura, y el movimiento no sólo se circunscribió a Piglia y Asís. Con sus policiales, Feinmann estaba en la línea de fuego. Pero, al caer el gobierno militar y abrirse algunas compuertas saludables, como el regreso de los exiliados, no todo o muy poco volvió a sus cauces anteriores. Aunque no faltaron intentos: en el rubro del policial predominaron algunas apuestas para remover las cenizas del negro y encender las brasas, pero nada muy trascendente ocurrió. Y así transcurrieron los ’80, con idas y vueltas, sin una marcha firme hacia adelante, hacia una instancia diversa; diría Ezequiel De Rosso, hacia un tercer umbral. Si por esos años fuese necesario recordar una oración fúnebre, no dudaría en mencionar la lapidaria nota de Elvio Gandolfo en la revista Fierro, julio de 1986: “Perdónalos, Marlowe, porque no saben lo que hacen”, presentada como una simple “serie de apuntes de lector”.
Y así entramos en los años ’90, fin de siglo y festejos posmodernos; con igual paso incierto, aunque sin bajar la guardia. Y lo digo sin vueltas porque ahora incurriré, y pido disculpas, en la pura pedantería y autorreferencialidad. A fines de 1991, Juan Martini, escritor y editor de muchos quilates, entonces directivo del Grupo Santillana, me invita a que pensemos una colección de policiales, emprendimiento que contaría con el aval del Grupo Clarín. Y así fue que al año siguiente comienzan a publicarse los primeros títulos de La Muerte y la Brújula, colección a mi cargo respaldada por la UTE. Pero, pese a sus tiradas no menores de 3000 ejemplares y buena venta (incluso hubo que reeditar uno de ellos), a los siete títulos y menos de dos años de duración la colección se cerró, por razones nunca claramente explicitadas. No obstante y sin desanimarse, Martini me encarga una antología para Alfaguara de Cuentos policiales argentinos, que se publica en junio de 1997 y en la cual reuní 25 textos de otros tantos autores, de Groussac a Sasturain; pero, además, un año antes Colihue publica una nueva edición, modificada y muy aumentada del trabajo realizado con Jorge B. Rivera: Asesinos de papel. Ensayos sobre narrativa policial. Con esos dos libros, a mediados del año 1997 concluía por mi parte el relevamiento del género policial, tarea emprendida un tanto por mero azar y bastante más por empeño y pasión. Pero, además, esta tarea mía no se había realizado en forma aislada, en solitario, sino por el contrario en un contexto donde mis amigos Jorge Rivera, Aníbal Ford, Eduardo Romano, Beatriz Sarlo y otros estudiosos bregaron por la reivindicación de los mal llamados géneros menores, logrando con prepotencia de trabajo imponerlos a la consideración de la Academia y de la crítica, a la vez que ratificando su vigencia ante un amplio público lector. Sin embargo, mi ánimo no estaba tranquilo, las dudas me corroían. ¿En qué sentido? A poco de poner punto final a mi investigación sobre pasado y presente del policial en la Argentina, una historia de más de un siglo, me preguntaba por la continuidad de esa misma historia. En ella había marcado –y no constituía ninguna originalidad– cuatro períodos: I) formativo, II) clásica, III) de transición, y IV) negro. ¿Cabría aventurar un quinto periodo? O, simplemente, agregar un segundo período de transición o, como le gustaría preguntarse a Ezequiel De Rosso, ¿estábamos frente a la apertura de un tercer umbral? ¿Se vislumbraba entonces un nuevo período del género? ¿O acaso veíamos la caducidad misma de la noción de género? ¿O tal vez de ese género en particular? Además, ¿no pensábamos que nuestra mirada debía extenderse al entero continente de nuestra lengua?
Estas y muchas otras preguntas similares se agolpaban en mi perturbado corazón. ¿Sólo en él? Pues ciertamente no. ¿Acaso no acabo de formular esas preguntas en plural? Y la razón es muy simple: pronto tomé conciencia o verifiqué no sin cierto asombro que tales interrogantes no eran un asunto personal, no eran problemas de mi exclusiva competencia, perplejidades de mis noches de insomnio, sino que perturbaban e inquietaban a muchos de quienes trabajaban en este cuestionado terreno de las letras: tanto como meros dilemas académicos o desafíos a la práctica ficcional.
Pero antes de entrar a considerar la escena nacional en el ocaso del siglo XX, echemos una rápida mirada allende nuestras fronteras. Primero en el orbe de nuestra lengua, donde cabe destacar dos hechos: ante todo la expansión del policial en tierra española, que corresponde al posfranquismo y bien de cerca a la etapa en que gobierna el PSOE (1982-1996) y en la cual la figura estelar fue Manuel Vázquez Montalbán, con La soledad del manager, Asesinato en el Comité Central y otros relatos de la serie protagonizada por Pepe Carvalho; también sobresalieron en esa expansión Andreu Martin, Juan Madrid y sobre todo Eduardo Mendoza.
El segundo hecho, que nos atañe más de cerca, es la irrupción del policial latinoamericano, cuyo gran impulsor ha sido y es el asturiano radicado en México Paco Ignacio Taibo II, que sumó a algunos cubanos, como el hoy encumbrado Leonardo Padura; también al chileno Luis Sepúlveda y, según las nóminas expansivas, a muchos otros exponentes del género, inclusive a escritores como Ricardo Piglia, que sin duda manifestaría cierta incomodidad ante esta adscripción. Pese a la heterogeneidad de los autores que lo integran, a veces sin autorización expresa, y al desmedido autobombo que practica, hay que reconocerle al neopolicial su capacidad de intercomunicación, la de apuntalar un movimiento que se proclama abarcativo del entero continente: el neopolicial se dice latinoamericano o, sin cortes, hispanoamericano.
Mientras esto ocurría en otros ámbitos de nuestra lengua, en la Argentina el reacomodamiento posdictatorial no había logrado superar las apuestas de la variante negra. O sea, apenas habían surgido indicios de revertir aquellos logros de los setenta. Con los equívocos que supone fijar fechas en un proceso histórico, me atrevo a estampar 1997: en junio de ese año aparecía mi antología de cuentos policiales antes mencionada, donde confesaba que no veía elementos seguros para superar la barrera del “período negro”. Casi como una corroboración o tal vez encubierta desmentida, en noviembre de ese mismo año se publicaba el Premio Planeta 1997: Plata quemada, de Ricardo Piglia, su novela que mejor responde al amplio género “novela”, pero en particular daba un puntapié terminal en el país a la muy controvertida variante del policial negro, con personajes memorables como el Malito, el Nene Brignone y el Gaucho Dorda. Piglia, que había iniciado en 1969 la Serie Negra con una excelente antología de cuentos que abría “Un hombre llamado Spade”, de Dashiell Hammett, parecía estar ahora despidiéndose del género. Por su parte, Juan Martini, otro gran referente, que en los años ’80 había regresado de Barcelona, donde supo motorizar una muy buena colección de policiales para Bruguera, clausuró en Buenos Aires esa vertiente con un volumen que reunía sus Tres novelas policiales. Y para remate y desgracia fallecía ese mismo 1997 Osvaldo Soriano, autor de la multiparódica novela fuera de serie Triste, solitario y final (1973).
Comienzos del presente siglo: el neopolicial lograba entonces buenos réditos, no sólo en países latinoamericanos sino que muchos de sus exponentes eran traducidos y aplaudidos en Europa, donde bien podía advertirse al mismo tiempo una aceptación continuada y creciente de la narrativa policial escrita en sus diversos países y no sólo en ellos; así, por ejemplo, circulaban el griego Petros Márkaris, el sueco Henning Mankell, el irlandés Benjamín Black, el chino Qiu Xiaolong, y la lista podría prolongarse en forma considerable.
Es entonces cuando, paradójicamente o no tanto, aparecen las voces agoreras aludidas al comienzo. Ellas no hablaban de una debacle universal, pero sí, con mayor o menor énfasis, del deterioro y estancamiento de la narrativa policial en nuestro país. Hasta se llegó a decir en un comentario periodístico que “el policial nacional, de larga trayectoria en nuestra literatura, ha cumplido su ciclo”.
Además de esos juicios condenatorios, cuando no apocalípticos, hubo otros menos taxativos, pero igualmente poco amables. Pongo un solo ejemplo: en “Para una reformulación del género policial” se advierte de entrada que “la literatura policial tiene dos vertientes”, recordándose las dos ya apuntaladas. Se reconoce luego que “el modelo chandleriano de novela negra pudo, quizá, resultar válido en la Argentina de los ’70”; pero, “a partir de los ’80 se ha vuelto increíble y obsoleto”, mientras que “a partir de los ’90, la policial clásica ha experimentado en nuestras letras un notable resurgimiento”. A renglón seguido, con buenos argumentos se reivindica “el espíritu de la gauchesca” como “muy cercano a nuestra realidad, en tanto enfrentado a la ley, al orden legal”; y de allí saltando al presente, puede comprobarse entonces que “la institución policial es corrupta en su organización básica”, por lo cual bien cabe concluir “que mejor que reformular el género policial sería reformar la policía”... Es posible estar de acuerdo con Carlos Gamerro, autor del artículo glosado, sobre la mirada hacia la policía; pero me resulta escasa o nulamente convincente deducir de allí la imposibilidad de escribir buenos relatos policiales en la Argentina, como bien lo ha probado la historia y lo sigue haciendo.
Que dos de nuestros mejores narradores a la vez que agudos lectores –Gandolfo y Gamerro– se hayan mostrado extremadamente críticos frente a ese tan vapuleado como alabado género, que recorre la historia íntegra de nuestra literatura manifiesta o sesgadamente, no debe sumirnos en la indiferencia, pero tampoco en la adhesión a sus dichos. Puede que sea cierto el poco espesor literario de la mayoría de nuestros opus chandlerianos, como dispara Gandolfo, o que, como postula Gamerro, los herederos de Conan Doyle y Chesterton hayan retomado la delantera, aunque sin advertir la irremediable trampa que les tiende nuestra realidad o, más concretamente, la realidad policial argentina.
Hoy creo que tales críticos y el coro que los acompaña se equivocan al hablar sólo de textos clásicos y de textos negros como únicas categorías, sin ningún agregado, variante o matiz. (De ser así nos costaría mucho determinar en qué casillero incluir a un William Irish o a un Simenon, por ejemplo). Por otro lado, si bien es cierto que nuestro país fue pionero y largamente encabezó la producción de ficciones policiales en español, no debe amilanarnos ni deprimirnos que en distintos momentos de la historia otras naciones muestren una mejor performance. En cuanto a la corrupción de la policía, que mucho desasosiega a Gamerro, para quien es una marca estrictamente nacional, mucho me temo que también caracterice a otras varias instituciones policiales del mundo.
Tiré antes el ancla en 1997 mirando hacia atrás, haciéndolo ahora hacia adelante me detendré apenas un año después. En 1998 se publican dos libros que establecen nuevos códigos de lectura para el género: Las islas, de Gamerro, y La traducción, de Pablo De Santis. Sobre la primera volveré luego. La traducción, finalista del Premio Planeta, tuvo de entrada una muy buena recepción crítica y de público, tanto que dos años después Planeta saca una cuidada edición con una guía de lectura “especial para el trabajo en el aula”, o sea que ese texto se ha de difundir a nivel escolar. Simultáneamente aparecía en España Filosofía y Letras, también de De Santis. En ambas novelas los recursos del policial están presentes en escenarios opresivos y fantasmagóricos, con un claro desplazamiento de la figura del detective tradicional. En el enigma de La traducción “no intervienen pasiones por seres reales, las venganzas o ajustes de cuentas frecuentes en los policiales clásicos. El plano policial de la historia narrada se alimenta de otro plano al que denominamos cognoscitivo. La naturaleza del conflicto no se escapa de la categoría de lo extraño, que no encuentra explicación entre policías o detectives sino entre intelectuales especializados en el tema que los ha reunido: la palabra y la traducción” (Adriana E. Narváez). Por cierto no son esos dos los únicos textos vinculados con el policial de De Santis, quien ha incursionado también en la literatura para adolescentes, la historieta, los guiones de TV y el ensayo.
Vayamos entonces a otros personajes significativos de esta historia. Guillermo Martínez, joven matemático bahiense que en 1989 debuta con un excelente libro de cuentos, Infierno grande, y publica luego regularmente, alcanzando su mayor éxito en 2003 con una novela policial clásica, Crímenes imperceptibles, que en 2008 lleva al cine Alex de la Iglesia como Los crímenes de Oxford. Otra figura que ha alcanzado una gran proyección mediática, es Claudia Piñeiro, en particular desde que ganó el premio Clarín/Alfaguara en 2005, con Las viudas de los jueves, llevada al cine por Marcelo Piñeyro. Otras novelas de esta escritora, que bien pueden encuadrarse en el policial, son su temprana Tuya y su última producción, Betibú, filmada por Miguel Cohan. Con una fluida escritura, personajes bien definidos e incorporación de novedosos escenarios, esta autora ha sabido conquistar un vasto público (recordemos que muy pocas mujeres, Syria Poletti, María Angélica Bosco y no muchas más, habían incursionado en el policial entre nosotros; y ninguna de ellas alcanzó la popularidad de Claudia Piñeiro).
Vuelvo a Carlos Gamerro, que como los tres escritores precedentes nació poco después de iniciada la década del ‘60 (1962), también como ellos su actividad no se ciñe a la ficción, sino que docencia y ensayo crítico tienen lugar destacado en su haber. “Planteada como un thriller, Las islas se desarrolla como novela política, sin perder de vista el clima de suspenso que todo policial reclama hasta sus últimas páginas”, escribe Sergio Olguín en el diario La Nación. Este y otros comentarios críticos sobre Las islas se consignan y analizan debidamente en “La forma de la verdad”, tercer capítulo de Nuevos secretos (2012) de Ezequiel De Rosso, un muy sólido y agudo libro de teoría y crítica sobre el tema que refiere su subtítulo (Transformaciones del relato policial en América Latina 1990-2000), proponiendo una lectura de ciertos textos clave de la reciente literatura continental como “relatos que evocan el género, pero que recurrentemente frustran sus expectativas”.
En las líneas precedentes he convocado a cuatro escritores que comenzaron a tejer sus obras en la bisagra entre ambos siglos y luego se han consolidado como figuras ineludibles en el panorama de la actual literatura. En este panorama hay algunos escritores de la vieja guardia que siguen activos (Piglia, Battista, Abós, Fernando López) o muy activos (Sasturain). Pero también hay y escriben muchos de la misma promoción o apenas posteriores, como el ubicuo e incansable Osvaldo Aguirre o Sergio Olguín, que acaba de publicar Las extranjeras, donde reaparece la periodista Verónica Rosenthal, que ya se insinúa como protagonista de toda una saga; y además Leonardo Oyola (Siete y el tigre harapiento, Santería), Ricardo Romero (El síndrome de Rasputín), Ernesto Mallo (Me verás caer), Diego Grillo Trubba (Crímenes coloniales I y II), Mariano Quirós (premio “Laura Palmer no ha muerto”, con Río Negro) y la lista no concluye aquí. Pero quiero, antes de terminar, dejar constancia de una serie de notables cronistas, que, en la estela walshiana, han escrito textos en los bordes del policial, investigaciones periodísticas que entran y salen de él. Para hacerlo sólo daré cuenta de la punta del iceberg: Osvaldo Aguirre (Historias de la mafia en la Argentina, entre muchos otros títulos), Javier Sinay (Los crímenes de Moisés Ville), Selva Almada (Chicas muertas) y la encumbrada, con pleno derecho, Leila Guerriero (Los suicidas del fin del mundo).
Y ahora sí se me acabó el tiempo. Para cerrar vuelvo a la apertura, a esa puntualización según la cual se certificaba la muerte del policial en el país. Pocos años han transcurrido desde aquellas voces agoreras. Hoy, sin sobrestimar los logros, nada nos impide desmontar su inconsistencia: tenemos congresos y jornadas como la presente, y no sólo en Buenos Aires; tenemos colecciones que van desde las series de Tusquets, con buena aceptación entre nosotros, hasta Extremo negro, con sus concursos y sus autores nacionales; tenemos difusión mediática en la que sobresalen los programas televisivos de Juan Sasturain; tenemos valiosos rastreadores de los tramos iniciales del policial en el país, como Román Setton, organizador de estas jornadas, y también grandes lectores que han reflexionado con suma agudeza sobre los avatares del género como Ezequiel De Rosso; finalmente tenemos escritores que se reconocen en filiaciones pero a la vez abren nuevas sendas: Borges/ Piglia/ De Santis, por ejemplo. Y si no todo brilla como el sol, hay que recordar que tampoco ocurrió eso en aquellos momentos de gran esplendor.
Durante varios años solía reunirme hasta altas horas de la noche con Jorge B. Rivera en su casa de Villa del Parque, para intercambiar lecturas, pensar proyectos y tomar buen vino. De esas charlas surgió Asesinos de papel. Seguramente él, como yo ahora, se sentiría gratificado al ver que integrantes de una o dos generaciones posteriores avanzan sin tregua y con paso firme en la misma senda.
Las Primeras Jornadas de Literatura y Cine Policiales en Argentina organizadas por el Proyecto de Investigación UBACyT “Teorías del policial” y PIPA (Proyecto de investigación de policiales en Argentina), tuvieron lugar los días 29 y 30 de mayo en el Museo del Libro y de la Lengua. Participaron, entre otros escritores y críticos, Juan Sasturain, Luis Chitarroni, Román Setton, Guillermo Martínez, Sylvia Saitta, Osvaldo Aguirre, Hugo Salas, Carlos Gamerro y Pablo De Santis.
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