Hace cuarenta años, en Madrid, el 9 de junio de 1974, moría Miguel Angel Asturias. Había recibido el Premio Nobel en 1967, cuando ya era un personaje mítico, casi un Papa laico, proveniente de uno de los países más castigados del continente americano. Su obra puede ser releída como un territorio que prefiguró el renovado impulso de América latina. Mientras actualmente hay en marcha un documental sobre su vida y su decisiva residencia en nuestro país, en esta nota habla su hijo, también llamado Miguel Angel, para empezar a reconstruir la leyenda de uno de los grandes escritores que el boom primero opacó y luego reivindicaría.
› Por Liliana Viola
Hace 40 años, en los corredores del Hospital de La Concepción, en Madrid, se producía una escena tan setentista y cinematográfica como inverosímil para un espectador actual: comitivas de influyentes de al menos tres países montan guardia día y noche carroñando sobre los últimos instantes de un escritor latinoamericano. ¿A qué tanto despliegue? La respuesta se integra en la serie de gestos ampulosos de cuando la Guerra Fría y la ausencia de Internet –por nombrar sólo dos redes– dominaban el mundo y las fórmulas “literatura latinoamericana”, “intelectual comprometido” tenían su definición en el sentido común. Ni García Márquez, entre todos los jóvenes que por aquellos años le disputaron las riendas del boom al patriarca que está en ese hospital, que llegaron a acusarlo de mal escritor y viejo chocho mientras le enrostraban las buenas prácticas literarias e ideológicas, ninguno tuvo, cambio de siglo mediante, una muerte tan anunciada.
–Yo no sabía que estaba tan grave –cuenta su hijo Miguel Angel Asturias Amado– hasta que recibo una llamada misteriosa que me dice que fuera para Madrid. Hablaban de parte de un personaje muy conocido en la farándula franquista, Maite, la dueña del restaurante del mismo nombre, muy amiga de mi padre. En el aeropuerto, siguiendo con el misterio, me esperaba un coche que me llevó directo al hospital, donde me encontré con ese espectáculo de gente opinando y con la esposa de mi padre totalmente desbordada. Fijate cómo sería la cosa que todas las noches la TV española cerraba su transmisión con la foto de mi padre y el parte médico.
Junio de 1974. El que agoniza es el guatemalteco Miguel Angel Asturias, el de Leyendas de Guatemala, El señor presidente, Hombres de maíz. También el autor de la trilogía bananera, súmmum de la denuncia novelada, ejercicio de “documentalismo mágico” que redactó en tiempo record y en simultáneo con la realidad. Es Guatemala, bajo la dominación de la United Fruit Company, la empresa norteamericana que se adueña de toda la tierra y de todas las almas mientras instaura un Estado (yanqui) dentro del Estado. Novelas arduas de leer pero coherentes con una narrativa originalísima por ser construida pendiente de una patria rara para todos y a la que el crítico chileno Luis Harss bien describió como “especie de tribunal de apelaciones, refugio de los humildes con sus penas anónimas”.
Léaselo hoy como sujeto histórico o personaje vintage, Asturias llegó a ser Premio Lenin de la Paz otorgado por la Unión Soviética, recibido de manos de La Pasionaria en 1966; Premio Nobel de Literatura en 1967.
Casi el único (la otra excepción será Neruda) que lleva en cada mano las cucardas de la lucha antiimperialista y de la burguesía mainstream. Anduvo por todo el mundo (más sencillo hacer la lista de los países y episodios históricos del siglo XX donde no figuró) acusado de célula comunista o de propagandista del establishment funcional al capitalismo. Obtuvo en consecuencia los halagos más prestigiosos y opíparos: él mismo alimentó su voluminoso perfil de loco por las grandes comilonas y borracheras, a punto tal que competía por el título de más panzón con su editor Gonzalo Losada comparando reflejos en las vidrieras de la Richmond, y ya sesentón, escribió con otro barrigudo, Neruda, el libro de viajes Comiendo en Hungría, luego de cuya producción in situ terminaron internados. Y tuvo sus castigos: vivió la mitad de su vida en el exilio, por voluntad propia y también por la fuerza. A veces con alguna residencia oficial y otras en castillo prestado pero sin estufa. Menos el último, cumplió con lo que el poeta Alfonso Orantes nombraba como destino del guatemalteco: “encierro, destierro o entierro”.
La tensión en el hospital madrileño confirma que ese hombre es más que su biografía literaria: representantes de las extremas derecha e izquierda lo sienten propio, mito muriente de alta expansión simbólica. Si los restos regresan a Guatemala, santifican la dictadura donde ya figura nada menos que Efraín Ríos Montt (el mismo que fue condenado en mayo de 2013 a 80 años de prisión por genocidio y crímenes de lesa humanidad y cuya sentencia fue anulada en el mismo mayo de 2013). Si se queda en España acompaña a una tiranía en declive (Franco iba a morir unos meses más tarde). Argentina había sido una de sus segundas patrias, donde se quedó a vivir su hijo Miguel Angel y donde, muy a su pesar, su hijo mayor, Rodrigo, se terminó por decidir por el camino de la guerrilla cuando siendo un adolescente entró en contacto con las juventudes estudiantiles de La Plata. Buenos Aires –“la mejor ciudad europea para vivir”– le presentó a su última esposa, Blanca Mora y Araujo, en una de las célebres reuniones en la casa de Oliverio Girondo y Norah Lange; a su rescatista del alcoholismo, Simeón Falicoff, terapeuta muy particular que atendía gratis a artistas y escritores y practicaba la acupuntura entre otros métodos, impulsor de la novocaína como elixir de juventud y guía de misteriosos viajes a Rumania que estiraron a más de un autor. Falicoff quedó escrachado o inmortalizado, como se decía antes con la sorna de Sabato, que se resistía a las estéticas, en Sobre héroes y tumbas.
Argentina es el país donde llega con 50 años y con una obra casi escrita, se encuentra un día con Losada, quien al día siguiente le publica El señor presidente y lo vuelve best-seller de por vida. Pero ahora no eran tiempos para regresar –ni muerto– a la Argentina, donde también estaba por morir Perón.
Francia, la otra segunda patria que lo trata como a un autor nacional, le ofrece una tumba en Père Lachaise, ese palacio al aire libre que alberga a muertos de bronce, desde Jim Morrison y Edith Piaf hasta Molière, para distracción eterna de los turistas. Muchos, sobre todo guatemaltecos, le reprochan a Asturias el haber optado por Francia, una vida dedicada a volver literatura la verdad maya para terminar consiguiendo un status europeo.
–Pero eso es un gran error. No había dejado nada escrito, la decisión fue de la familia y en particular mía –cuenta el hijo–. Tuvimos que tratar de pensar qué habría elegido él. España y Guatemala estaban bajo dictaduras y mi padre siempre había estado en contra de las dictaduras. Francia, que él la amaba, ofrecía gratis ese lugar. Sus restos fueron trasladados a París en un avión que cedió el gobierno de México, otra tierra muy importante, donde conoció a Valle Inclán y José Vasconcelos, donde mi hermano vivió exiliado. Cuando subimos al avión recuerdo que escuchamos la voz del presidente Echeverría, había grabado un pésame en nombre de todo el pueblo de México.
¿No tuvieron oportunidad de preguntarle qué quería él?
–En cuanto entro al sanatorio me hacen pasar a una sala donde los médicos me muestran los estudios que determinaban presencia de cáncer prácticamente en todos los órganos. Pidieron mi autorización para operarlo y yo les dije que hicieran todo lo que sabían de medicina para que sufriera lo menos posible. Y así se hizo, no lo operaron. Cuando voy a verlo a su habitación, me pregunta muy asombrado qué estoy haciendo en Madrid. Yo también, asombrado pero más triste de verlo, porque había sido tan gordo, tan corpulento y ahora estaba tan flaquito, le dije que venía por mi trabajo. “Quedate entonces, que yo salgo de acá en unos días y nos vamos juntos”, me respondió contento. Siempre negó la muerte, la negó desde que tenía el diagnóstico hacía un año y nunca dejó de viajar por el mundo dando conferencias. De hecho, lo habían internado varias veces ya, y ahora estaba de paso por Madrid volviendo de Sevilla, donde había asistido a un congreso sobre Fray Bartolomé de las Casas.
Negó la muerte, pero no negó a Guatemala.
–Claro que no, y se puede ver en las grandes cosas que hizo, que eso está en los libros y en los estudios sobre él. Pero yo te puedo decir de los detalles. Mi padre, que podía ser atendido por los mejores médicos, nunca dejó que nadie lo tocara sin antes consultar con “su mediquillo”, como él lo llamaba. Era un amigo médico que vivía también en el exilio y en quien confiaba más que nada porque era compatriota. Y me acuerdo de un gesto en el hospital, en esos momentos de entrada y salida de médicos y enfermeras: mi papá muy dolorido pero siempre muy amable, cuando se iban saludaba poniendo el dedo pulgar entre el índice y el anular. En Guatemala ese gesto es un insulto fuerte. Se reía mucho con los pocos entendidos que estábamos ahí. Era su venganza guatemalteca.
Su otro hijo, Rodrigo Asturias, en ese momento estaba combatiendo en la montaña.
–Mi hermano estuvo casi 30 años en la guerra, se fue en 1971 y sin que mi padre lo supiera se despidió de él un año antes, en París. Durante un tiempo siguió creyendo que Rodrigo seguía como gerente de la editorial Siglo XXI. El era comandante guerrillero de la ORPA (Organización del Pueblo en Armas). Estaba obviamente incomunicado, así que yo no podía consultarle ni avisarle nada.
¿Cómo se enteró su hermano de la muerte de su padre?
–Rodrigo había adoptado el nombre de Gaspar Ilom, que es el indígena rebelde en Hombres de maíz, el liberador de Guatemala, la novela más querida por mi padre y la que más se lanza a reproducir el pensamiento del indígena. Y años después cuando mi sobrino, su hijo Santino, creció y quiso ir con su padre a la montaña, adoptó el nombre del personaje hijo de Gaspar. Nosotros siempre lo supimos, porque una vez mi hermano le mandó una carta de su puño y letra que decía “Papá: Los hombres de maíz se hicieron guerrilleros” y firmaba Gaspar Ilom. Imaginate cuán brutos eran los militares que nunca sospecharon la relación entre un comandante con ese nombre y el hijo de mi padre. Hace unos años, en el velatorio de mi hermano, se me acercó un señor muy sencillo, de la montaña, y me dijo que quería contarme algo: “El día en que su padre falleció yo me enteré por la radio y entonces pedí permiso para ver al comandante, porque yo estaba seguro de que el comandante Ilom tenía que ser el hijo de Asturias. Entré a la carpa y le dije: Comandante Gaspar, quiero comunicarle que se ha muerto Miguel Angel Asturias. El me miró, yo vi que se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo solamente: se puede retirar. Al rato salió, reunió a todos y nos dio órdenes como siempre”.
¿La dictadura en Guatemala aceptó pacíficamente que no lo enterraran allí?
–Les expliqué que no estaban dadas las condiciones para que un gobierno que estaba asesinando al pueblo tuviese el honor de tener a Miguel Angel Asturias. Entonces me pidieron que, para que no se dijera que el gobierno le negaba volver, yo mismo transmitiera mi decisión por cadena nacional. Mi hermano, años después, me contó que escuchó por radio que iba a hablar yo y que pensó: Seguro que Miguelito lo va a traer a Guatemala. Y cuando escuchó mis palabras me dijo: “Me sentí muy unido a ti nuevamente”.
Asturias tenía un lema descifrable en términos literarios, de cultura maya y también políticos: “Dentro de la palabra todo, fuera de la palabra nada”. El camino de la violencia le parecía peligroso e inútil, seguramente también un atentado contra su espíritu de bon vivant, lo que no le quitó lo valiente. Asturias se jugó como diplomático por la causa más osada que tuvo la historia de Guatemala. Fue funcionario del gobierno de Jacobo Arbenz, ese prócer guatemalteco, precursor de todas las revoluciones sociales posibles e imposibles, el héroe que impone la reforma agraria, consigue una primavera democrática en los años ’50. Guatemala se convierte, con él, no sólo en el primer intento de revolución (sin violencia) sino en el primer país latinoamericano intervenido y bombardeado por Estados Unidos. Acusado de comunista y perseguido por la CIA, Arbenz debe abandonar su proyecto literalmente “en pelotas”, obligado a desnudarse en el aeropuerto ante los flashes de los periodistas que registraban su destierro. Asturias, despojado de su ciudadanía, vuelve a Argentina, donde se queda ocho años para salir disparado en 1962, cuando la misma noche del golpe que volteó a Frondizi, los esbirros del vice Guido ordenan arrestar a los intelectuales de izquierda. Queda en libertad, en parte por una carta pública de Sabato, donde advertía: “En el futuro no van a hablar de quién lo llevó preso a Asturias sino de que Asturias estuvo preso en Argentina”.
–Creo que si a algo le tenía miedo era a la policía. Había vivido desde que nació hasta los 20 años bajo la dictadura de Estrada Cabrera, el dictador de El señor Presidente. Recuerdo que cuando lo buscaban acá para ponerlo preso se había escondido en una de las habitaciones y al final lo pescaron. Cuando el comisario se le burló de que hubiera querido escaparse le respondió: “Mire, si los perros tienen miedo cuando ven unas botas, cómo no vamos a temerles los humanos”. Nunca más volvió a la Argentina.
El ingeniero Miguel Angel Asturias Amado, que vive aquí desde 1958, hizo su vida por fuera de las dos opciones generacionales de su padre y su hermano. Hoy, tal vez como efecto de tiempos que cambiaron enfrentamientos por globalización, integra la Comisión Centenario Jacobo Arbenz, una organización fundada por guatemaltecos y guatemaltecas dedicada a denunciar desde aquí las condiciones de injusticia, que siguen tan cruentas como hace un siglo. Tiene en su departamento un kit de supervivencia (el mejor café, el chocolate, el ron y la canción “Luna de Xelaju”, bienes más sencillos de trasladar que los volcanes en erupción y la primavera que dura todo el año) y además un archivo con documentos, objetos y libros de Asturias que funciona, sin necesidad de más palabras, como una biografía 3D. El escritor fue retratado y caricaturizado por los artistas de la época como Castagnino, Xul Solar, Toño Salazar, las tapas de las sucesivas ediciones de El señor presidente superan el centenar y las más de 300 fotos en las que aparece registran la vida política y mundana del siglo XX: en los años 20 está en el París del surrealismo, en los 30 en Madrid cuando empieza la república, está en Bolivia en 1952 invitado por Paz Estenssoro para celebrar la revolución; en 1960 en La Habana con Fidel, en China durante la Campaña de las Cien flores de Mao, en 1973 se entrevista con Perón propiciando su regreso. Casi transformado en un Papa laico luego del Nobel, aparece con los astronautas del Apolo 11 o con Paulo VI, con su amigo De Gaulle, es presidente del jurado del Festival de Cannes (nunca antes habían convocado a un escritor). Su voz resuena parecida en la distancia a las de Carpentier, Uslar Pietri, Alberti, Neruda, desde una buena cantidad de discos (entonces eran un hit los longplays grabados por escritores) y, a la distancia, lo que volvía más ilegible su escritura hoy se vuelve más interesante y extraño. Por fuera del gusto y de las convenciones de época, Asturias admite ser leído hoy como un territorio. Si lo mágico, lo surrealista y lo argumental han perdido interés, sus libros siguen guardando a un país que espera redención. Guatemala, sea por culpa de Guatemala o por gracia de Asturias, sigue estando en esa literatura.
Conservar la correspondencia y cada pequeño testimonio, ¿será una costumbre familiar? ¿O cree que su padre desde muy pronto trabajó para la posteridad?
–Creo que es una combinación. Costumbre familiar parece que es, porque acaban de aparecer ahora en Guatemala una cartas entre mi abuela y él de cuando él era un joven en París. Las nuestras siempre las guardábamos y yo, porque soy el que se quedó en un lugar fijo, actué como el archivista. A su vez él estaba suscripto a una agencia y le iban mandando lo que saliera sobre él en la prensa mundial. Pocos años antes de morir se preocupó por ceder sus archivos a Francia. El hizo mucho para que la literatura latinoamericana y sus obras, por supuesto, se volvieran objeto de la academia.
Ahora que se cumplen 40 años de su muerte, aparecieron en la prensa de Guatemala reclamos por el olvido a un Nobel que ni figura en la currícula escolar. ¿Por qué piensa que Asturias no ha sido leído en su país?
–Pienso que por muchas razones. Los que leen, leen poco; los aristócratas no leen. La clase política le tiene recelo, le critican que haya sido comunista, lo cual es absurdo, ya que fue un hombre de izquierdas pero jamás se afilió a ningún partido; le reprochan que se haya quedado como embajador de Méndez Montenegro, que era su amigo personal, cuando éste se dio vuelta, se vendió a los militares y comandó una masacre tremenda, un error político sin dudas pero que tiene sus explicaciones. Hay quien, puesto a criticar, opina que debió rechazar el Nobel. Y la razón más importante ya la señaló él cuando recibió el Nobel. “Cómo me gustaría que en Guatemala me leyeran como me leen en Suecia, eso significaría que por fin terminamos con el analfabetismo.” Bueno, pues no terminamos. La población humilde, es decir la mayoría de la población, que es justamente a la que le interesaría leerlo, no sabe leer.
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