En El antropólogo y el mundo, Marc Augé adopta una actitud denuncialista y pasa revista a la agenda urgente de conflictos y miserias globales.
› Por Andrés Tejada Gómez
Aunque tal vez parezca un poco extraño, el etnólogo y antropólogo Marc Augé es un autor con reconocimiento y prestigio más allá de los límites de su discurso científico social. Excede el marco de su disciplina específica y se introduce con vehemencia en los debates más candentes de la actualidad. Y lo hace munido de conceptos que tienden a convertirse en relucientes metáforas de su tiempo, sin por eso desmerecer su actividad de intelectual especializado. Al principio de su carrera, sus estudios estaban enfocados en investigaciones sobre las sociedades colonizadas en Africa, pero más tarde han tomado un rumbo donde la reflexión sobre la modernidad tardía ocupa gran parte de sus intereses. La constelación de pensadores galos ligados a la antropología, que lo antecede, tiene nombres prestigiosos como Marcel Mauss, Michel Leires, Pierre Clastres, René Girard. Sus apreciaciones sobre aspectos de la vida social occidental contemporánea –el desierto de lo real cada vez más abigarrado– tienen una amplia repercusión y son discutidos por sus colegas. Augé es un fiel exponente de la antropología cultural entendida como una rama del conocimiento que considera que nuestra especie depende de la cultura como medio principal por el cual nos adaptamos al entorno, nos reunimos entre nosotros y sobrevivimos. Dicho de manera sencilla: la cultura ha sido, para los seres humanos, un paso adaptativo de magnitud inigualable. Y teniendo en cuenta la grieta que existe entre las diferentes culturas: ¿por qué los pueblos se comportan de manera distinta entre sí? Augé se viene interpelando sobre estos cuestionamientos.
Su último texto editado, El antropólogo y el mundo, es en gran medida una obra de divulgación con hipótesis atrapantes sobre la situación actual en términos político-sociales y de vida cotidiana en el mundo occidental. Con una intención polémica y denuncialista, es un texto que recuerda a Contrafuegos, de Pierre Bourdieu. Las similitudes se perciben en cierto tono de disgusto e incomodidad frente al avance inexorable del capitalismo. Tal vez la diferencia que se pueda marcar con otros textos que lo impugnan tenga que ver con la intensa presencia de una primera persona que asume un discurso de cariz confrontativo. De hecho, el primer capítulo se denomina “Retrospectiva”, donde recuerda sus primeros trabajos, su práctica de campo y las causas que a principios de los años sesenta lo llevaron a tomar el camino de la antropología. Su exposición oscila alrededor de una voz intimista, anclada en la transparencia de la argumentación. Entre los diferentes temas que aborda se encuentran las multitudinarias migraciones actuales, la crisis acarreada por las nuevas formas de empleo y desempleo que se imponen a pesar de las críticas que se apuntan desde diferentes ángulos, la estancada forma de felicidad que propone a la matriz del consumo como única alternativa, el extendido sentimiento de soledad que se manifiesta en las grandes ciudades unido al congestionamiento y desorden, donde parece tallarse nuestro irreparable futuro, la construcción de las identidades colectivas dejando resquicios para la alteridad, la violencia como signo de la impotencia actual que muchos deben afrontar. Augé repasa todas las contradicciones que van apareciendo como obstáculos que parecen imposibles de superar, mientras se sigue abriendo la brecha entre aquellos que acumulan cada vez más y más y aquellos que apenas llegan a la débil orilla de la subsistencia. Se podría decir que es un texto que lo posiciona como un intelectual que busca hacer oír su voz como disidencia, el antiguo anhelo de una emancipación que vuelva a traer algún resquicio de esperanza. Sin necesidad de forzar la lectura, también se puede percibir cuál es el lugar que ocupa hoy por hoy el discurso de un intelectual en el entramado de cuestiones urgentes que deben encontrar su cauce para erradicar las injusticias que a diario desfilan ante nuestra mirada. El desesperado intento por invertir el orden y construir una realidad a escala humana. Una política que todavía no existe pero que nos deja un interrogante: “¿No es la idea de que los prisioneros del brazalete electrónico llevan una vida cercana a la nuestra, o más bien que nosotros llevamos una vida cercana a la de ellos, lo que nos da vértigo?”.
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