Después de la disruptiva El secreto, una intrigante policial universitaria, y de la gótico sureña Un juego de niños, la esperadísima tercera novela de Donna Tartt, El jilguero trae un mundo a lo Dickens bajo el brazo, logrando reconciliar el bestseller de entretenimiento con la literatura y la prosa que no renuncian a la reflexión.
› Por Rodrigo Fresán
Mientras ustedes sostienen con placentera dificultad el pesado ejemplar de El jilguero que no pueden soltar ni dejar de leer y yo tecleo estas líneas ligeras luego de haberlo leído, la tercera novela de Donna Tartt (Mississippi 1963, pero desde siempre con ese aire sin edad de camafeo gótico-sureño) continúa disputando las primeras posiciones en las listas de bestsellers de medio mundo y acechado por la habitual basura maloliente y chatarra oxidada que perfuma y afea esos parajes.
Lo que tal vez sea algo mucho más meritorio y digno de agradecimiento que ese más bien improbable “El primer clásico del siglo XXI” que truena en las mayúsculas de la faja que oprime a sus robustas más de mil páginas y que no hacen más que decirnos que, si El jilguero es un clásico, seguro que no es el primero del siglo XXI. Porque antes Stephen King –quien firmó una muy elogiosa reseña de El jilguero en The New York Times, donde fue consagrada como una de las mejores cinco ficciones del 2013– publicó la igualmente aventurera e irresistible 22/11/63. Y 22/11/63 no es un clásico. Pero –como El jilguero– tiene mucha clase como divertimento.
Si algo de trascendencia histórica tiene la ganadora del último Pulitzer El jilguero –más allá de los muchos placeres y alguna que otra turbulencia que nos depara el placer de su lectura– es el de retrotraernos a tiempos cada vez más lejanos. Una época en la que lo más vendido no era necesariamente lo peor escrito y la literatura popular no estaba reñida con la ficción más sofisticada. Recuérdenlo: títulos como La amante del teniente francés y El mago y Daniel Martin (y me decido aquí por obras todas de John Fowles, porque es un autor cuyos procedimientos me recuerdan mucho a Tartt, especialmente a la Tartt de El secreto) donde la seria diversión y la instrucción juguetona eran partes de lo mismo y honraban la memoria del exitoso y super-ventas padre de todas estas gloriosas batallas: un tal Charles Dickens.
Y, sí, El jilguero –luego de esa cruza entre hermanas Brontë y Carson McCullers que fue Un juego de niños– es una dickensiana novela de iniciación. Abriendo para ya no cerrarse con un literalmente explosivo y navideño arranque (cien páginas magistrales) en el Metropolitan Museum de Nueva York y, aunque rabiosamente contemporánea, respirando con el aire de quien se sabe decimonónico y feliz. Y hasta sus supuestos tiempos muertos pero tan vívidos e iluminadores (así como alguna desprolijidad narrativa que acaso hace guiños a su ADN de folletín donde en ocasiones hay que detenerse demasiado para repasar lo sucedido o avanzar de golpe para que, sí, los acontecimientos se precipiten) no hacen más ni menos que devolver al lector a ese viejo pero siempre vigoroso ritmo a la hora del cómo se debe bailar una historia de estas señas. ¿Cómo? Como el más pogo de los valses.
Y –con modales de Robertson Davies y John Irving, descendientes confesos y asumidos del autor de Grandes esperanzas– aquí el treceañero Theo Decker es el Pip de la cuestión. Joven súbitamente huérfano de madre adorable y brotando entre las ruinas humeantes con un pequeño cuadro – El jilguero (1654) de Carel Fabritus, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer– funcionando como el MacGuffin del asunto. Y, de pronto, la vida hasta entonces reposada y contenida de Theo –culpable de haber sobrevivido– comienza a poblarse de personajes inolvidables y picarescos y siniestros que incluyen a una lánguida familia de Park Avenue, un restaurador de antigüedades, una joven enfermiza y conmocionada por la onda expansiva de una bomba, un padre desastroso y su segunda mujer y, por supuesto, un formidable camarada-protector, el adolescente ucraniano Boris, que parece salido de las páginas de Oliver Twist. Y los años que pasan, y las ciudades (Manhattan y Las Vegas y Amsterdam) se suceden, y las drogas y el alcohol y gangsters surtidos y hasta la visita del fantasma delirado de la madre. Y Theo flotando para no hundirse pero, aun así, siempre como en el aire, arrastrado por vientos misteriosos. Todo esto y mucho –muchísimo más– dando forma a la más victoriosa de las novelas victorianas fundiéndose (recordar aquel codiciado halcón maltés, recordar la frágil y traicionera materia con que están construidos los afectos) con resplandores noir de Hammett & Chandler. Ya saben: en principio el mundo se divide entre buenos y malos, pero si te acercas un poco los límites entre unos y otros se vuelven un tanto borrosos, y la cosa ya no está tan clara.
Los últimos tramos de El jilguero –catorce años después del Big Bang– consiguen, entonces, lo casi impensable: un clímax donde la acción desenfrenada no se lleva mal con la reflexión de aquel que alcanza cierta sabiduría y, tal vez, ojalá, se lo merece después de tantas idas y vueltas, algo de quietud y redención.
Y no: no es ni será un clásico, pero es un gran divertimento. Un laberinto de galerías donde perderse y buscarse y finalmente encontrarse frente a ese cuadro. Y mirarlo y verlo y oírlo y escucharlo. Es El jilguero que ahora canta entre nosotros para que, leyéndola, la oigamos y la celebremos nada más y nada menos como lo que es: como uno de esos contados y portentosos “bestsellers literarios” que giran alrededor de una obra de arte, como algo que uno se llevaría a casa sin pedir permiso ni atender a aquello de “Prohibido tocar”.
Lo que no es poco, lo que es mucho.
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