Después de muchos años se reedita la novela epistolar que Elena Poniatowska dedicó a Diego Rivera, a partir de un poco difundido primer matrimonio con la artista plástica rusa Angelina Beloff. Novela epistolar que ausculta en el precio que paga una mujer por la reputación de un hombre célebre.
› Por Angel Berlanga
“Te amo, Diego, ahora mismo siento un dolor casi insoportable en el pecho. En la calle, así me ha sucedido, me golpea tu recuerdo y ya no puedo caminar y algo me duele tanto que tengo que recargarme contra la pared.” Es un tramo de la segunda de las cartas que firma Quiela en el otoño parisino de 1921 y todo es frío alrededor, un invierno penoso y gris por delante, ahí, ya, y otro durísimo y negro, el de un par de años atrás, en el que la meningitis acabó con la vida del hijo de meses de ambos. Diego es Rivera y Quiela es Angelina Beloff, artista plástica rusa, exiliada, primera esposa de ese tótem voraz de la pintura mexicana, que se volvió a su tierra y a sus cielos azules con la promesa de enviar a por ella apenas pueda, porque eran épocas de vacas muy flacas y muchas veces les escaseaba la comida. La posguerra aprieta en París. Y aprieta también el frío de una soledad que es devastadora para ella, acaso porque todavía no se permite confirmar que es definitiva, aunque de algún modo lo sabe, como lo saben el lector y los amigos de la pareja con los que ocasionalmente se cruza. En la tercera carta se consolida la intuición: no habrá un Querida Quiela, te abrazo, Diego. Cada tanto él manda unos mangos, pero no unas letras: es su correspondencia.
Elena Poniatowska ha contado la historia de esta nouvelle epistolar, compuesta por una docena de cartas firmadas por Quiela. A mediados de los años ’70 le ofrecieron prologar dos novelas cortas “medio malonas” (decía) de Lupe Marín, a quien tenía por primera esposa de Rivera, y en la biografía de Bertram Wolfe sobre el pintor se encontró con una esposa anterior, Beloff: habían estado juntos diez años. “Me impresionó mucho porque era una rusa blanca que le dio todo, con la que tuvo su único hijo varón”, ha dicho la escritora y periodista franco-mexicana, última premiada con el Cervantes. La nouvelle se publicó en 1978 y se reedita ahora. Tras repasar su rol innovador en la narrativa de su país, en ficción y en prensa, el poeta José Emilio Pacheco definió a Querido Diego... como “un breve libro demoledor sobre el precio que pagan algunas mujeres por el éxito de quienes han sido sus compañeros”. En efecto, en la serie de cartas se van acumulando señales de una servidumbre por amor, o casi: Angelina ha dejado en un segundo o tercer plano su arte, encandilada por el fuego y la fuerza de Rivera, que alguna vez le reconoció que ha sido una buena mujer para él, que nunca lo estorbó, y que le agradecería eso toda la vida.
La última de las cartas, fechada el 22 de julio de 1922, es la única que no es ficción de Poniatowska: está tomada del libro de Wolfe. La escritora, sin embargo, supone que el biógrafo, más bien, se la imaginó. Importa la voz que compone la autora con la pluma de Beloff, un retrato que involucra amor, soledad y desamparo, con una esperanza que va marchitándose a lo largo de los nueve meses que transcurren entre la primera y la última. A poco de arrancar, el registro epistolar deja entrever sus marcas novelescas: atrapa esa voz herida y anhelante que, sin embargo, casi no roza el reproche, y rememora momentos de la historia común, o del propio acercamiento a la pintura (aunque en mínimos tramos la información, para componer al personaje, aparezca un punto forzada). El despliegue de esa voz es, también, un periplo por la identidad, por su acorralamiento hasta la desesperación, que aquí llega cuando ella se pregunta, paralizada ante un encargo, si no habrá perdido también su capacidad creadora, su oficio: ya no sé pintar, ya no quiero pintar. El deseo, el saber, el hacer en las cenizas del amor: de esos hilos también tironea Poniatowska en esta nouvelle que excede, se imaginan, a Rivera, a Beloff.
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