El libro de la poeta y crítica colombiana Piedad Bonnett sobre la vida y muerte de su hijo logra transitar el límite de la experiencia y superar la catarsis confesional. Un formidable logro de escritura, que no renuncia a la sensibilidad ni al poder de la observación.
› Por Sergio Kisielewsky
El hachazo no la dejó ciega, ni sorda ni muda, y menos aún le impidió escribir por el tajo que más sangra. La muerte del hijo es el pan de la locura que elige Piedad Bonnett para que el río de tinta decante de una vez. Ya no es la pérdida ni la falta, es sólo una voz que la escritora colombiana –en breves capítulos– da y recibe los hechos y sensaciones como en un ring de box. La tarea de demolición no la hará contra un adversario sino dentro de la estructura de la obra que convierte un diario de registro de estremecimientos en una forma sutil y por momentos contenida, como para que el andamiaje no decaiga. Si el motivo es más que suficiente para disparar imágenes, encuentros y situaciones, lo que logra Bonnett es que la pregunta se traslade al lector, no como una carga bestial sino como un modo de acceder a lo estético por encima de los temas a tratar, por más duros y personales que éstos puedan ser. Imponderable la disolución y súbita la inclemencia, pero la escritora elige ir hacia atrás, a la época del parto de su hijo. y evocar palmo a palmo con una tristeza delicada y mórbida que por ráfagas recuerda a la gran Cuento de hadas en Nueva York, de J. P. Donleavy, donde se emparenta el sexo con la muerte en una frenética búsqueda del amor y también por el sentido que tiene la vida en situaciones límite. Donleavy trabajó los componentes del deseo casi oscilando en la punta de un andamio entre peripecias y ausencias extremas, con el humor que todo lo descomprimía, y desde allí escribió su gran novela. En Lo que no tiene nombre, los trabajadores que rodean a la narradora se conmueven con su duelo; algunos escritores se borran en la estacada; “los hechos como siempre acorralan a las palabras” y de pronto hay una imagen teatral y fantasmagórica a la vez donde al hijo se lo ve apoyado en la puerta, sonriendo, es sólo una mueca que a la madre le alcanza sobremanera, pues no es real. Y eso es lo que menos importa.
Si la gran escritura siempre resulta una confesión, aquí el concepto confesional, el tono sincero, cobra dimensión de entrada y eso produce en los lectores un efecto paradójico, una bocanada de aire fresco, como volver a traer con las palabras al hijo y sentarlo a la mesa, cocinarle y atender sus asuntos y sus proyectos.
La mujer lo busca en los rincones, lo llama por teléfono, le pregunta una y otra vez sobre sus decisiones y también sobre sus dudas. Sin embargo nada quedó después del cimbronazo, sólo el temblor que remite a Piedad (“lo que se cifra en el nombre”, el célebre verso de la milonga de Borges, adquiere aquí un lugar asombroso). De nada sirvieron los viajes, las consultas a médicos y psicólogos, el vínculo de su primogénito con el estudio de la historia de las artes, pues la psicosis hizo su trabajo de picapedrero y la decisión de caer al vacío siempre estuvo allí como un secreto entre madre e hijo, algo íntimo que sólo ellos sabían y está latente en todo el texto hasta que llega la intemperie atroz, sin límites y sin red.
Lo que logra la escritura es traer a ese muchacho que alguna vez fue feliz al presente, al recuerdo que dejó en los otros, a las mujeres bellas que amó, a las ciudades que visitó y en las que pudo estudiar. Que también Bonnett sea poeta lo demuestra en su magistral alusión a un texto de Nabokov, un padre abre el cofre con las cenizas de su hijo muerto y salta un insecto vivo en una envoltura de seda, una señal de luz entre tantos escombros; es el propio abordaje de la novela. Lo que se dice allí no es para la lástima o la sensiblería sino la puesta en palabras por parte de una madre que lo dio todo y puede escribirlo de un solo golpe, sin tratar de escaparle al asunto, con la verdad frente al papel, casi tocando al hijo en la mejilla.
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