Los ensayos de José Lezama Lima, que ahora se publican en una edición compilada y prologada por Horacio González, revelan la profunda relación entre su vasta obra literaria y su programa poético, de una complejidad que aún hoy permite abrirla al juego de las interpretaciones.
› Por Juan Pablo Bertazza
Un escritor suele ser la resultante de la relación que construye entre su obra y su poética: cómo se tejen una con otra, bajo qué pulso y dinámica conviven o se repelen lo que se dice y lo que se dice acerca de lo que se dice. Esa característica –esa tensión– es una de las que mejor sirven para abordar la literatura de José Lezama Lima quien, a su vez, presenta un vínculo de lo más singular entre su obra y su poética. Su escritura ondulante, atropellada, acrobática y multidireccional genera serios trastornos entre sus lectores, pero además es obsoleta y original al mismo tiempo. La prosa de Lezama Lima –poeta, novelista, cuentista, ensayista y crítico literario– se encuentra realmente en las antípodas del actual tono reinante de Twitter, no sólo en lo que respecta al límite de caracteres sino también en lo que hace al tono llano que esa inmediatez propone.
La reciente antología Ensayos barrocos, compilada y prologada por Horacio González (a la que se suma también la publicación de su poesía, también por Colihue) viene a dar cuenta justamente de eso, de su tan particular poética. Con una organización parecida a la dispuesta en Confluencias, emblemática antología de Lezama Lima publicada en Cuba en 1988, Ensayos barrocos ofrece una puerta de acceso a una obra profundamente hermética y, a la vez, reveladora.
Claro que la complejísima poética de Lezama Lima, quien sufría de un asma que lo obligaba a descansar y aislarse, se expande a lo largo de sus diversos libros de ensayos. El primero, publicado en 1953, es Analecta del reloj, una serie de artículos y reflexiones intuitivas sobre los principales referentes de la literatura española: Garcilaso, Quevedo, Calderón de la Barca y por supuesto Góngora. Luego vendrán La expresión americana (1957), La cantidad hechizada (1970) e Introducción a los vasos órficos (1971).
Sin embargo, como bien apunta Horacio González en su prólogo, esos mismos trabajos jamás podrían ser excluidos de su obra más artística, a la vez que sus novelas también dan cuenta, y mucho, de la poética de quien es el principal referente de lo que Severo Sarduy llamó “neobarroco cubano”. Sus dos novelas colaboran en su poética no sólo por el contenido y la cita, por ejemplo, que Paradiso (1966) hace de esa obra fundamental de la literatura cubana que es Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, sino también por algo que trasciende su propia estructura y tiene que ver incluso con un tajo, una apertura que envuelve a las dos novelas. Paradiso, en tanto organismo abierto, termina con la promesa de un comienzo verdadero, mientras que Oppiano Licario (1977), interrumpida por la muerte de su autor, concluye con una página en blanco porque, además, contiene un libro inexistente, un manuscrito perdido para siempre dentro del propio argumento del libro.
En ese sentido sus novelas tienen mucho para decir acerca de una poética que tendrá como gran objetivo entender con precisión y, al mismo tiempo, desmesura (tal como lo es su obra) los alcances y horizontes del barroco americano, el señor barroco, esa forma de “contraconquista”, en relación con la tradición ya algo fatigada del barroco europeo, algo que Lezama Lima aborda sobre todo en La expresión americana. Para llegar, los desvíos semánticos y verbales serán múltiples: una erudición omnívora pero vital que incluye a griegos, latinos y criollos, la tradición literaria europea, la filosofía clásica y moderna (sobre todo Nietzsche) pero también la historia, como si en su escritura hubiera imposibles ecos de Góngora en convivencia con Joyce, Proust, José Hernández y el indio boliviano Kondori.
Expuesta como el combate entre la causalidad y lo incondicionado que deja una especie de huella, una estela, la poesía remite inexorablemente a otros dos grandes conceptos de Lezama Lima: la metáfora (“tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido”) y la imagen (“fulgor que anuncia lo naciente”), que encuentra, por ejemplo, en la “anchurosa guitarra” de Martín Fierro y en la “ballena teológica” de Melville.
Figura central y marginal en el mapa siempre interesante de la literatura cubana, y con su reconocimiento tardío pero irreversible, Lezama Lima permaneció toda su vida en la isla, con la única excepción de dos viajes que realizó a México y Jamaica. Fundó y dirigió, además, las revistas Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-1941), Nadie parecía (1942-1944) y la más prestigiosa y extensa Orígenes que se extendió de 1944 a 1956, y en cuyo sexto número apareció el primer capítulo de Paradiso, considerada una de las obras más importantes en español. Hay que decir que, en su momento, el gobierno cubano calificó la novela de “pornográfica” por su homosexualidad, llegando a acusar a Lezama de contrarrevolucionario en 1971. En años posteriores, sin embargo, las autoridades rectificaron esa primera lectura.
A diferencia de muchos otros autores americanos que quedaron, en cierta forma, atrapados por esa trampa de pretender ignorar todo lo escrito afuera, Lezama Lima tuvo la profunda inteligencia de incluir para elegir, es decir, reivindicar la literatura hispanoamericana sin excluir la enorme tradición europea. En ese sentido, apuntó a una universalidad similar a la de Borges aunque en lo que respecta a sus ensayos llegó muchísimo más lejos. Sus frases tan contorneadas y amplificadas parecen llegar al hueso mismo de la imagen, una escafandra verbal a partir de la cual se puede sumergir ahí donde la tan mentada enumeración borgeana apenas podía sugerir.
Al igual que sucedió con el curioso itinerario de su primer libro de poesía, sintomáticamente llamado Inicio y escape, y que escrito en 1931 permaneció inédito hasta después de su muerte, su escritura constituye un viaje de ida y vuelta que nunca se sabe dónde termina.
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