Domingo, 22 de junio de 2014 | Hoy
Abanderada de la literatura del yo más descarnada, Christine Angot vuelve sobre los pasos del incesto en su nueva y breve novela.
Por Ariadna Castellarnau
Trauma, transgresión y literatura como catarsis. Estas son, a primer golpe de vista, las señas de identidad de Christine Angot, escritora perturbada y perturbadora, francesa, extrema, dura en su prosa y hasta en aspecto físico (en las fotos su cara luce firme como un puñetazo). Su obra, como su vida, está marcada por la relación incestuosa que mantuvo con su padre desde los catorce a los dieciséis años, tema sobre el que escribió en Incesto, publicada en 1999, y que la hizo estar en boca de todos, porque nadie podía creer que una mujer fuese capaz de escribir sobre algo tan peliagudo en primera persona y revelarse de aquel modo tan poco conveniente, asocial, y lograr además una prosa en carne viva, un verdadero aullido de dolor. Una semana de vacaciones, el último exabrupto de la Angot, retoma el tema de la relación con el padre. Y el incesto. Cuidado, el incesto y no el abuso. Porque si algo consigue la autora a lo largo de las escasas cien páginas que tiene el libro es desplazar al lector del lugar de confort, ese sitio domesticado donde los términos están claros, la justicia prevalece de un modo o de otro, y una niña de catorce años que se acuesta con su padre es, sin lugar a dudas, una víctima.
Para Angot las cosas no son tan fáciles. La culpa planea sobre toda su obra. Tal vez fue ella la seductora. Los monstruos sólo existen en los cuentos, dice. Y el incesto siempre ha estado ahí –la transgresión suprema– en el inconsciente de cada ser humano. Un agujero sin fondo que la cultura y hasta el psicoanálisis se encargan de tapar a fuerza de sobreinterpretaciones. Una semana de vacaciones puede leerse como una larga escena de sexo. De hecho casi no sucede otra cosa fuera de la cama y de la casa donde estas dos personas, padre e hija adolescente, se refugian para pasar una semanita de vacaciones y hacer todo tipo de cosas con sus cuerpos. Cosas sexuales, sí, pero despojadas de erotismo y que en el fondo entrañan algo más. El sexo que describe, que detalla la Angot de manera minuciosa con todos sus nombres y prácticas, provoca un nudo en el estómago por la forma desigual en que es llevado a cabo por sus protagonistas: para el adulto es poder; para la niña es el miedo incontrolable a no gustar.
Christine Angot nació en 1959 en Châtearoux, Francia. Su padre, traductor en la Unión Europea, hombre sofisticado y elegante, abandona a su mujer antes del nacimiento de Christine. Tiempo después se reencuentra con su hija y la seduce, y entablan una relación que es como una enorme náusea. “Repugnante, repugnante, repugnante”, escribe Angot en su libro. La madre no se queda corta. Sola, frustrada, expande su deseo sexual hacia la hija. La hija enloquece. La hija se va con el padre. Hace de todo con él. Luego la hija decide contarlo. La hija se convierte en una triste celebridad. Provoca ira, críticas, asco. Sus propios editores le sugieren que pare. Que no más libros sobre el incesto. Angot se defiende. “El escritor busca siempre la verdad que duele, tanto como los tontos buscan la verdad aduladora.”
La escritura de Angot es irritante y al mismo tiempo engancha. Tal vez porque tiene algo que consigue poner al lector sumamente a disgusto: una voluntaria confusión que la autora mantiene todo el tiempo entre ella y el personaje. ¿Dónde está la realidad? ¿Cuál es la relación del escritor con la verdad? La escritura de Angot podría llegar a asociarse con La vida sexual de Catherine M., o con Annier Ernaux, Virginie Despentes o Michel del Castillo y otros representantes de esa moda autobiográfica que los críticos franceses han llamado nombrilisme (ombliguismo). Y sin embargo los libros de Angot no entran en ningún molde. Ni autoficción ni literatura autobiográfica. La autora insiste en que lo suyo no es literatura testimonial. La verdadera historia, la que vivió, debe permanecer oculta para que ella pueda manipularla libremente y convertirla en ficción una y otra vez. Y sin embargo sabemos que no miente ni inventa. En todo caso se esconde de la curiosidad morbosa que debe suscitar en algunos el lado anecdótico de su vida privada.
Angot sí tiene en cambio mucho que agradecerles a Hélène Cixous, Julia Kristeva, Luce Irigaray o Monique Witting, que son las primeras en cuestionar y modificar en serio los significantes asociados a lo femenino. Como ellas, Angot explora y cuestiona sin tapujos opiniones propias y ajenas sobre la naturaleza de lo humano, sobre el cuerpo y el inconsciente. Al final, lo que queda tras la lectura de la novela es la sensación de haber transitado por un pedazo de vida sin adornos, o tal vez por el fondo de nosotros mismos en nuestros peores sueños. Todo se puede escribir, afirma Angot. La locura, el placer sexual, el odio, el incesto y cosas peores. Porque al final, en literatura, la duda siempre prevalece sobre la verdad.
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