Ernst Kaltenbrunner fue uno de los peores criminales de guerra del nazismo, bestial y metódico en la acción, hijo de la aristocracia austríaca que adhirió a la anexión de su país al Reich. Franz Kain, un escritor que fue una de sus víctimas, desterrado a un ejército de castigo en Africa, finalmente se fue a vivir a Alemania oriental después de la guerra, y allí escribió El camino al lago desierto, un libro que buscó indagar en el origen del mal desde la ficción.
› Por Luciana De Mello
Ernst Kaltenbrunner fue la mano derecha de Himmler, líder de la Gestapo y director del Departamento Central de Seguridad del Tercer Reich. Los jefes nazis en ascenso le tenían miedo, medía más de dos metros de altura y llevaba con orgullo una cicatriz que le cruzaba el pómulo izquierdo. Si Kaltenbrunner no hubiese sido uno de los personajes más nefastos de la historia del siglo XX, cualquier editor rechazaría a un protagonista poseedor de una maldad tan hiperbólica. Sin embargo, Franz Kain, compatriota, contemporáneo y víctima directa de la policía del Reich, decide escribirlo centrándose en sus rasgos más humanos, esa lógica de pensamiento “intachable” –tan eficiente a la hora de construir plazas como hornos crematorios– preocupada tanto por la educación amorosa de sus hijos como por su futuro aporte en la reconstrucción democrática de su Austria natal. En lugar de mencionar siquiera uno solo de sus rasgos más monstruosos, el principal mérito de Kain –doblemente valorable si se tiene en cuenta la corta distancia afectiva e histórica que separan a El camino al lago desierto de los hechos narrados– consiste en construir a Kaltenbrunner desde una primera persona reflexiva, de una fuerte convicción en el bien común cuya defensa anticipa y recuerda el discurso de los militares argentinos que medio siglo más tarde se escuchó durante el Juicio a las Juntas.
El camino al lago desierto relata la huida de Kaltenbrunner, luego de terminada la Segunda Guerra, hacia las Montañas Muertas en la región alpina de Salzkammergut (convertido hoy en uno de los principales puntos turísticos de Austria). Hijo de la alta aristocracia, abogado y alpinista, Kaltenbrunner es el mejor exponente de los austríacos que abogaron y celebraron la anexión de Austria al Reich en 1938. Su carrera dentro de la Gestapo fue tan prominente que en poco tiempo lo llamarían “el vasallo de Himmler” y se convertiría en el responsable de maximizar la eficiencia del exterminio dentro de los campos de concentración. Antes de llegar a Nuremberg, alcanzó a arribar a un refugio de montaña guiado por un cazador que días más tarde lo entregaría a la Justicia. El único episodio que Kain elige recrear de la escena del juicio es aquel donde un “error técnico” termina siendo la prueba irrefutable de su intervención directa y presencial dentro del campo de concentración de Mauthausen. Durante una visita de inspección de Kaltenbrunner, Ziereis, comandante del campo, había prometido cambiar al personal de los hornos crematorios, ya que por una falla técnica la mitad de los cuerpos aún seguían con vida cuando la comitiva de inspección llegó para corroborar la eficiencia del nuevo sistema. Años más tarde, ante el tribunal de Nuremberg declaraba un testigo que había sido el operario destinado a abrir las puertas del horno aquel día. “Ziereis, faltaste a tu palabra: no cambiaste al personal, pensó, y supo: Es demasiado tarde. El Jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich, el doctor Ernst Kaltenbrunner, fue condenado a muerte en la horca.”
Kain es en este sentido un escritor que se adelanta a su tiempo y que logra entender y transcribir, en este caso desde la ficción, lo que Arendt anotó como testigo y cronista de los juicios.
Debido a su afiliación al Partido Comunista, en 1941 Franz Kain es detenido por la Gestapo y luego de ser condenado a varios años de cárcel lo envían a un batallón de castigo al norte de Africa. Terminada la guerra, se instaló en la República Democrática Alemana, donde trabajó como corresponsal y redactor jefe del diario Neue Zeit. A pesar de haber participado del círculo literario alemán, donde conoció y entabló amistad con Bertolt Brecht y Anna Seghers, Kain fue siempre un marginal dentro de la literatura alemana contemporánea y uno de los grandes olvidados de esta lengua. Por esta razón, el ensayo del posfacio que se incluye en esta edición de Periférica es de un valor esencial para una lectura en contexto. Allí, Paul Scheichl anota que los orígenes de El camino al lago desierto “se remontarían pues a una época en la que apenas existía en Austria debate literario sobre el nazismo”. Es posible entonces pensar que este enfoque más “humanizado” de uno de los peores criminales de guerra que tuvo la Historia haya encontrado mucha resistencia dentro del mismo círculo intelectual de la época, tal como sucedió con la obra de la propia Arendt. Por otro lado, el riesgo formal de esta obra de Kain es notable para la época. Se vale de todos los recursos de la enunciación para abordar la trama en el pensamiento de Kaltenbrunner. Las descripciones del paisaje de la huida son más contundentes que la propia sentencia a la horca del tribunal: “Aún aguanta la nieve, mas no por mucho tiempo. Pronto se volverá blanda y los pasos se hundirán en ella, porque al sudoeste ya albean las paredes de las peñas, teñidas de un destello rojizo. Los aludes aún están helados y se aferran al barranco, mas no por mucho tiempo”.
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