Como parte de la celebración por los 80 años del nacimiento de Tomás Eloy Martínez, la publicación de Tinieblas para mirar ofrece un conjunto de sus cuentos, algunos inéditos, otros publicados en forma dispersa desde los años sesenta. Algunas joyas ocultas, la obsesión por el cadáver de Evita y la comprobación de una prosa madura desde sus comienzos pueblan estas historias de confines y fronteras difusas entre la crónica y la fantasía desbordada.
› Por Claudio Zeiger
Encontrarse con un libro –el primero, en rigor– de cuentos de Tomás Eloy Martínez después de habernos acostumbrado a meganovelas históricas entre la ficción y la no ficción como La novela de Perón y Santa Evita, trabajos periodísticos rigurosos, crónicas y heterodoxias deslumbrantes como Lugar común la muerte, causa un poco de extrañeza, un efecto mezclado de curiosidad y desasosiego. Como asistir al comienzo –los comienzos– ya en el final. Este efecto no tiene por qué ser compartido por todos los lectores, es cierto, pero podría pensarse como una reacción natural sobre todo porque se trata de cuentos, relatos, piezas breves, a veces claramente cercanas al bosquejo y la intentona, otras tan cerca de la representación focalizada de una obra mayor, como sucede con el relato que da título a este volumen, “Tinieblas para mirar”, donde el cadáver de Evita (y el de Aramburu, su perseguidor) se cruzan en una historia plena, perturbadora y de numerosas aristas y planos, una protonovela que solita y sola bien vale esta misa de escritos reencontrados.
En una nota posliminar de Tinieblas para mirar, Ezequiel Martínez relata el origen y el destino de los textos de su padre, cuáles fueron publicados tempranamente en Tucumán, durante el exilio en Caracas o en alguna antología, en cuáles trabajó en diferentes versiones. Allí cuenta cómo fueron los tiempos finales de la corrección de su última novela, Purgatorio. “Un par de años después –cuenta Ezequiel–, cuando empecé a poner en orden los archivos de su computadora, encontré una carpeta etiquetada con el nombre de ‘Cuentos’. Ahí estaban la mayoría de los que integran estas páginas, algunos con hasta tres o cuatro versiones actualizadas. Muchos ya los había leído, porque fueron apareciendo en diversas publicaciones a lo largo de los años. Luego, cuando les tocó el turno a los archivos de papel, descubrí con emoción otros inéditos, escritos a máquina y con las correcciones a mano de su letra minúscula. En todos los casos tomé la última versión como la definitiva.”
Obviamente el orden de aparición no fue establecido por TEM, pero igualmente no es necesario consultar todo el tiempo la cronología o cuáles fueron publicados y cuáles permanecían inéditos para comprobar una vez más que aun en algunos breves muy primerizos, Tomás logró una prosa rigurosa, precisa y de parca belleza desde muy temprano, cuando iba tanteando, y también cuando fue cerrando el círculo de su escritura. Una escrupulosidad proveniente del periodista perseguidor encarnizado de datos y fuentes testimoniales ayudan a acrecentar la sensación de prolijidad y legibilidad que lejos de achatar el material, logran elevarlo, pulido y neto, hasta erigirse en una política literaria: hay que decir que después de purgarse de los vestigios de lo “real maravilloso”, Tomás igual conservó una poética alejada de un realismo directo, explícito y, en ese sentido, el desborde imaginativo o la trillada matriz de que “la realidad es tan delirante como la ficción” siempre lo pusieron en riesgo de irse de cauce. Por eso, la contención del oficio, de la corrección, generaron en su escritura un efecto límpido y, retomando, la política literaria de ser claro y preciso a la hora de comunicar al lector, sin dejar de ser imaginativo o complejo en la comprensión de lo real. Esa es quizás la primera conclusión, el sabor de boca que deja este conjunto de cuentos, salvo, tal vez, uno muy bueno pero sí un tanto fuera de cauce como “El Reverendo y las corrientes de aire”: aquí, siguiendo una línea de Lewis Carroll a Nabokov, planteando la traicionera sensualidad de brisas, correntadas y corrientes de aire, logra una fantasiosa abstracción erótica, notable, pero en otro registro, quizás un atajo del sendero principal para explorar brevemente y volver al centro de la Historia.
“Tinieblas para mirar” es algo más que un capítulo traspapelado de Santa Evita o su precuela gracias a su joven narrador que quiere ser poeta y para superar su formalismo yerto necesita hundirse en el barro de la aventura política en la que chapotean sus amigos y amigotes, y gracias a ellos vive una alucinante y destructiva andanza en un camión cisterna que recorre rutas y caminos fantasmales con los cadáveres más ilustres y buscados del país. También es muy destacable “Colimba”, una narración autobiográfica, o autoficción, basada en la experiencia del servicio militar en el año 1955, donde los soldados debían cambiar de bando y de arma casi a diario, por los vaivenes del golpe a Perón, los cambios de lealtades y las órdenes y contraórdenes de los superiores. Su sustancia es, sin embargo, algo tan actual y dramático como la obediencia debida.
Volviendo un poco a esa sensación extraña señalada al principio, bien puede decirse que al terminar Tinieblas para mirar quizá las tinieblas no se disipan del todo pero la extrañeza, en gran medida, sí. No es un TEM insólito el que acaba de leerse. Es muy estimulante, de todas maneras, asistir a una suerte de laboratorio de la Obra Mayor con piezas que valen por sí mismas y además terminan de armar el rompecabezas entre el periodismo y la literatura que fue siempre el de-safío, la propuesta y la línea que debía ser superada por el propio escritor, su desafío frente a colegas y lectores más exigentes. Y también experimentar una vez más esa sensación de “prosa consumada desde el arranque” que nos regalaron pocos narradores –Briante, Castillo, Fogwill– en la literatura argentina. En TEM la madurez estaba incubada desde los comienzos o en los entretiempos y entretelones de sus grandes novelas históricas. Fue parte notable de su ser escritor.
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