De Michel Houellebecq a Dan Brown, muchos autores contemporáneos y exitosos sufren en algún momento una acusación de plagio o apropiación de textos ajenos. Y cualquiera sea la verdad ante la ley, la fama de unos y el casi anonimato de otros suelen cruzarse en estos casos, sobre todo cuando hay prestigio en juego y concursos de por medio. El plagio tiene una larga historia y muchos capítulos anteriores a la creación de los derechos de autor, a finales del siglo XVIII. De todo esto, y también acerca de los debates que, más allá de los aspectos jurídicos, se generaron en la crítica literaria sobre intertextualidad, citas y homenajes ocultos, trata Sobre el plagio, un libro riguroso y ameno de Hélène Maurel-Indart.
› Por Juan Pablo Bertazza
En los últimos diez años, en medio de la explosión y expansión de Wikipedia, redes sociales, cut & paste, e-book, citas sin comillas y, en consecuencia, el aflojamiento de algunos de los tornillos de la autoría, se incrementaron, paradójicamente, las páginas de ese destacado capítulo de tinte policial que se filtra en el libro de las novedades literarias. Un capítulo repleto de casos de plagio, fraude y préstamos sin autorización que, con distintos matices, abordajes y resultados, ofrecieron jugosas anécdotas que se fueron digiriendo, al mismo tiempo, con el jugo gástrico de interrogantes, reflexiones y sentencias en torno a lo que es la literatura. El más resonante fue, por varios motivos, el caso del gran escapista Dan Brown quien, gracias al estupendo trabajo de su abogado Michael Rudell, no sólo logró zafar de numerosas denuncias sino que incluso terminó acrecentando aun más su fortuna en concepto de indemnización, a tal punto que, hace poco más de un año, fallecía uno de los demandantes, el investigador neocelandés Michael Baignet, entre la ruina financiera y psicológica por el juicio perdido a manos del señor magnate de El código Da Vinci.
En el otro extremo literario, los comisarios del plagio levantaron su dedo en dirección a Michel Houellebecq quien, luego de ganar el prestigioso y esquivo premio Goncourt en 2011 con su extraordinaria novela El mapa y el territorio, fue acusado de plagiar a Wikipedia –sobre todo en un pasaje del libro que describe el vuelo de la mosca doméstica–, acto que él mismo reconoció (no el del vuelo sino el del plagio).
Sin embargo, luego de un módico acuerdo con la enciclopedia virtual y colectiva, que todos defenestran pero nadie deja de usar, Houellebecq salió también indemne del asunto.
Con una extensión de casi quinientas páginas originales, sí, aunque repletas de citas a dos columnas para evidenciar diversos casos de préstamos literarios, Sobre el plagio, de la doctora en Letras por la Sorbonne Hélène Maurel-Indart, constituye una valiosísima referencia teórica para pensar aquellas historias dos veces contadas bajo un tamiz literario, filosófico, cultural, pero también jurídico.
En realidad, se trata de una versión recargada –extendida y actualizada– que esta especialista en ladrones de medio texto y sus citas no explícitas había publicado allá por el año 1999 y que se traduce por primera vez al español.
Sobre el plagio trasciende la teoría y se lanza a analizar casos emblemáticos que van desde los permanentes préstamos culturales, literarios y onomásticos que los romanos tomaban de los griegos, hasta la inédita acusación de plagio psíquico formulada por la escritora Camille Laurens contra su colega, y hasta entonces amiga, Marie Darrieussecq. Laurens había publicado en 1995 un libro llamado Phillipe en el que, llevando al paroxismo lo que los franceses llaman l’autoficction, ponía en palabras su dolorosa experiencia de ver morir a un hijo poco después del parto. Doce años después, Darrieussecq saca la novela Tom ha muerto y Laurens le endilga una responsabilidad absurda: la acusa de plagio psíquico, es decir, de haberle robado el dolor de la historia de su hijo para escribir el libro. El escándalo se interrumpe con un simple argumento por parte de los editores de Darrieussecq: el duelo es un tema universal y no es obligatorio vivir aquello que se escribe.
El gran momento bisagra que establece Maurel-Indart en la historia del plagio, más allá incluso de la creación de la imprenta, en 1436, y del papel, en 1440, es la Revolución Francesa. Claro, entre los pilares de fraternidad, libertad e igualdad se colaban también múltiples derechos individuales, y entre ellos la reivindicación de la propiedad de una obra. Una obviedad que la autora convierte en algo muy interesante al explicar que, si bien hasta entonces el plagio era una actividad tan recurrente como permitida, no dejaba de ser, en muchos casos, un acto vergonzante, lamentable y vil que también podía redundar en algunas acusaciones fuertes aunque, por supuesto, no jurídicas.
Una de esas voces trataron de ensuciar, por ejemplo, a Rabelais por apropiarse, en el capítulo VI de Pantagruel, de un fragmento de Le Champfleury de Geoffroy Tory; e incluso al gran Michel de Montaigne por la bendita costumbre de citar sin comillas, en sus ensayos, a autoridades de la talla de Séneca.
De aquel entonces a esta parte, y al igual que sucede con los criterios subjetivos que se ponen en práctica a la hora de entregar un premio literario, no existe hasta hoy un ojo de halcón o telebeam que precise con rigor científico las fronteras entre el robo y la intertextualidad, pese a que hay también casos indudables. Es decir que, más allá de las pruebas y los fundamentos, los juicios de este calibre se definen, muchas veces, por una interpretación arbitraria.
Maurel-Indart intenta no dejar nada en su libro librado al azar, y entre tanto juicio y entrecruzamiento de acusaciones se mete con la pregunta del millón: por qué los concursos literarios suelen ser siempre hervideros de denuncias de plagio. Ofrece, entonces, un argumento quizá rebatible según el cual los que denuncian robo son, casi sin excepción, escritores poco conocidos, ya que los autores consagrados suelen ser inmunes tanto a las imitaciones como al lucro cesante que pudiera sufrir su obra. El concurso literario es, siguiendo ese razonamiento, el gran escenario que los confronta, la instancia a partir de la cual unos y otros –anónimos y consagrados– se ven cara a cara. Pero además el objetivo de algunos premios literarios es, en algún punto, volver famosos a escritores ignotos, lo cual obviamente los expone a cualquier tipo de ataque, justificado o no. Cuenta Maurel-Indart que cuando Proust ganó de manera ajustada el Goncourt en 1919, el editor Albin Michel mandó a imprimir junto a Cruces y muertes, el libro de su autor Roland Dorgèles, una faja que decía con letra bien grande: “Premio Goncourt, 4 votos de 10”. La editorial Gallimard ganó el juicio: Michel tuvo que retirar las fajas de circulación y pagar una suma considerable por los daños y perjuicios aunque, en el medio, el libro en cuestión llegó a vender nada menos que 53 mil ejemplares en sólo un año.
Además de repasar y aclarar diferencias entre falsificación y plagio (la primera es la concreción en tanto delito de la segunda); cita, pastiche, parodia, intertextualidad, traducción y alusión, y ofrecer un inventario de plagiadores melancólicos (que, como el corazón delator de Poe, siempre terminan confesando su crimen literario) y plagiadores conquistadores (aquellos que no sólo no reconocen como una falta su conducta sino que además le atribuyen un valor literario), uno de los conceptos más atractivos que desarrolla Maurel-Indart es el de scriptoricidio: un ataque letal contra un escritor análogo a lo que sería una condena a muerte, ya sea por acusación de plagio o bien por atribución de su obra a otro. Es decir: si el plagio significa un robo contra el esfuerzo intelectual de un autor, la acusación no fundamentada de plagio puede aniquilarlo a tal punto de no sólo destruir su carrera sino devorar su propia identidad en tanto autor. Los ejemplos que ofrece Maurel-Indart al respecto son las hipótesis que aseguran que Shakespeare no existió o, en todo caso, que fue una especie de testaferro que nunca compuso las obras que a él le atribuyen, y que Corneille escribió todas las comedias de Molière. También repasa, en este sentido, los casos prototípicos de Alfred Jarry, cuyo Ubú Rey es una transcripción de un cuaderno escrito por los alumnos del Liceo de Saint-Brieuc, y el de Bajtin eclipsado por las autorías paralelas de Voloshinov y Medvedev.
Todos casos distintos que dan cuenta del genoma literario y tienen en común cierta irregularidad (en algunos casos probada y en otros no) en la autoría, lo cual no significa de ninguna manera dar la razón a quienes pretenden expulsar a estos escritores del olimpo literario que bien supieron conquistar.
Aunque por supuesto se centra en la literatura francesa, el corpus de casos de Maurel-Indart trasciende las fronteras y se dedica a explorar los plagios que sufrió el best seller Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell. Otro matiz: no se trata en este caso tanto de una copia propiamente dicha sino más bien de la apropiación de una idea general para aprovechar su éxito. Algo que también se pone en juego en las típicas continuaciones de una obra o personaje célebre por parte de otro autor: un amplísimo abanico que va desde la extraordinaria y muy legítima Ancho mar de los sargazos de Jean Rhys con respecto a Jane Eyre de Charlotte Brontë, hasta esa catarata muy poco esforzada de avatares eróticos que siguieron al éxito desmesurado de Cincuenta sombras de Grey.
También resulta muy interesante el espejo dentro del espejo que aporta Maurel-Indart al hacer un racconto de ficciones literarias que abordan la temática del plagio y todas sus fronteras. El Pierre Ménard de Borges (que, a su vez, fue adaptado como personaje por Michel Lafon), por supuesto, a la cabeza. Al parecer, Borges se inspiró para escribir ese relato en la lectura del libro de crítica Promenades littéraires (Paseos literarios) de Rémy de Gourmont, que dedica uno de sus artículos a “Louis Ménard, un místico pagano”, un poeta aficionado a la parodia que “intentó reescribir ciertas obras perdidas de los trágicos griegos e intentó, incluso, una versión del Prometeo liberado de Esquilo en francés para comodidad de sus lectores”. También se destaca el cuento “Ventana secreta, jardín secreto” de Stephen King, la historia de un escritor que alterna su posición de plagiado y plagiario, y nosotros podríamos incluir en esta lista la novela de Guillermo Martínez, La muerte lente de Luciana B, acerca de dos escritores que no sólo compiten por su secretaria sino también por imponer su propia estética.
Riguroso pero ameno, académico y muy poco solemne, Sobre el plagio concluye acercando los extremos de quienes se pierden en aras de la originalidad absoluta (y por evitar cualquier tipo de influencia terminan siendo derrotados por el pánico de la hoja en blanco) y los que intentan calmar su propio vacío vampirizando la escritura ajena. Los dos bandos, las dos patologías, precisa Maurel-Indart, “nacen del mismo sueño”.
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