En nuestro país, la Ley 11.723 protege desde 1933 la propiedad intelectual de las obras científicas, literarias o artísticas. Se considera un tipo especial de defraudación o estafa “la edición, venta o reproducción de una obra suprimiendo o cambiando el nombre del autor, el título de la misma o alterando dolosamente (con intención) su texto”.
Las acusaciones de plagio en la Argentina tienen algunos puntos en común: muchas fueron denuncias contra obras ganadoras de concursos literarios, y casi todas pueden dividirse perfectamente entre casos evidentes y muy fáciles de probar y denuncias absurdas con muy poco asidero que casi no dan lugar a grises.
El efecto dominó comenzó con un caso notable: el de Daniel Omar Azetti, que en 1997 ganó el concurso de cuentos del diario La Nación. Con escasas modificaciones, Azetti presentó el cuento “El espejo que huye”, de Giovanni Papini, rebautizado “La ilusión que se escurre”. “No es un plagio, es una construcción intertextual”, aseguró el escritor mientras juntaba los 10 mil pesos para devolverle al diario centenario, en una frase que resonaría años después en Puán 480. Para colmo, Azetti trabajaba en el área financiera de Sadaic, lo cual generó un comunicado de repudio por parte de esa entidad y la revocación del premio. Luego siguieron Jorge Bucay, quien en su exitoso libro Shmiriti había insertado alrededor de cuarenta páginas textuales de La sabiduría recobrada de Mónica Cavallé; y Sergio Di Nucci que, para hacer Bolivia construcciones, tomó algunos pasajes de Nada de Carmen Laforet, dejando en terapia intensiva al premio La Nación Sudamericana, que lo había galardonado en 2006. El provisorio último capítulo de esta trama en permanente reescritura comenzó en 2008, cuando el escritor Pablo Katchadjian publicó El Aleph engordado, experimento literario que sumaba 5600 palabras al cuento de Borges. María Kodama le hizo una demanda en 2011 por violar los artículos 72 y 73 de la ley de propiedad intelectual. Sin embargo, se trata de un caso fronterizo porque, hacia el final del libro, el autor se tomó el tiempo de aclarar que “el trabajo de engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso significa que el texto de Borges está intacto, pero totalmente cruzado por el mío”. El autor fue sobreseído y el fallo fue apelado.
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