Domingo, 10 de agosto de 2014 | Hoy
El humor político no suele ser uno de los aspectos más analizados por historiadores e investigadores a la hora de estudiar un período histórico, sobre todo reciente. En este terreno se destaca Humor político en tiempos de represión de Florencia Levín, un seguimiento de la contratapa de chistes de Clarín entre los años 1973 y 1983.
Por Julián Natanson
“Donde hay política, hay humor”, dijo hace años Tomás Sanz, uno de los tantos dibujantes que pasaron por las filas de la revista Humor, la última publicación de humor gráfico que alcanzó difusión masiva en todo el país. Y quién puede negarlo: esos personajes que caminan sobre el fino hilo que separa la actividad pública del show mediático ofrecen un material inagotable para el trabajo diario de los humoristas. Por eso, frente a la actual proliferación de tesis doctorales que exploran las más extravagantes cavidades de la historia política argentina, llama la atención que la filosa perspectiva que ofrece el humor no sea habitualmente utilizada. No es casual, entonces, que el proyecto de investigación de Florencia Levín haya trascendido la isla académica para convertirse en un libro atractivo y original.
En Humor político en tiempos de represión, la autora analiza quince mil chistes publicados en el diario Clarín entre 1973 y 1983. Durante la década más violenta de la historia política argentina, en línea con el momento de esplendor que vivía el humor gráfico a nivel nacional, Clarín revalorizó sus espacios de humor, reemplazando las tiras cómicas importadas por el trabajo de autores locales. Este proceso, que había comenzado con la incorporación de Ian y Landrú pocos años antes, terminó de conformarse en 1973 con la incorporación de “la patota progresista” de la contratapa. De la mano de Caloi, ingresaron al diario Crist, Fontanarrosa y Bróccoli para dar inicio a un gesto: agarrar el diario y darlo vuelta, para leer primero los chistes.
En el primer chiste que aparece en el libro se observa justamente a un perro que le quita unas páginas del diario a su dueño, quien desde la comodidad de su sillón dice: “Es bruto el pobre. Lo único que le interesa del diario es leer los chistes”. Desde luego, el tono aquí es irónico. Si antes las tiras y viñetas estandarizadas que se compraban a las grandes agencias de Estados Unidos no tenían ninguna relación con las noticias del diario, ahora aparecían estrechamente ligadas a los sucesos locales, y por lo tanto, lejos de actuar tan sólo como un suavizante de las notas centrales, permitían resignificar la línea editorial, ampliándola. Estrategia planificada o consecuencia afortunada, la nacionalización de los espacios de humor gráfico le permitió a Clarín flexibilizar su posición política, tornándola, por lo tanto, en menos controlable.
En los seis capítulos, el libro avanza en el análisis de esta pluralidad de sentidos bajo una estructura prolija. Cada capítulo construye un relato diverso, mezclando tres elementos básicos: el racconto de los principales sucesos políticos del país; el examen de la línea editorial central del diario; y el análisis de entre veinte y treinta chistes que muestran posiciones políticas divergentes, e incluso opuestas, a las que se adivinaban detrás del tono aséptico que tomaban las noticias centrales. Durante los años del gobierno de Isabel, todos los humoristas del diario hicieron chistes sobre la tortura y la censura, pero luego llegó el Proceso, y el humor político, de pronto, se apagó. Excepcionalmente, Ian logra “colar” un chiste en mayo de 1977 en el que una señora tira de la soga de un aljibe. Del balde que asoma sobresale una mano. “Con razón le encontraba un gusto raro al agua”, dice. Pero es una excepción. De 1976 a 1980, los humoristas de contratapa se refugiaron en el costumbrismo y se dedicaron a hacer, como mucho, chistes sobre el elevado precio de los zapallitos. Landrú fue el único que publicó algunas referencias, sutiles, al golpe de Estado. De hecho, los únicos trazos de humor político que aparecen en el libro entre 1976 y 1979 llevan su firma. Por eso, el juicio que la autora deja caer sobre él parece apresurado. Por un lado, Landrú “se acomodó en la legitimante normalización de la extrañada realidad que Clarín y más en general los medios de prensa contribuyeron a instalar”. Por otro lado, los humoristas de la contratapa “adoptaron un lugar de extrañamiento total con respecto al poder”. ¿Esta última posición, en términos éticos, es superior a la otra? Si bien Levín luego aligera la acusación, marcando que se permitió denigrar a diversas figuras de la dictadura militar, también agrega que fue particularmente cuidadoso con la figura de Videla. ¿Quién no? Al llegar a las reflexiones finales, la prolijidad y precisión del análisis parecen ir en desmedro de la profundidad. La tajante división entre Landrú y los humoristas de la contratapa es esquemática, sobre todo si se tiene en cuenta que, tanto en el Mundial ’78 como durante la guerra de Malvinas, todos publicaron chistes nacionalistas, y colaboraron también, por lo tanto, con el proceso de legitimación del régimen militar.
En muchos casos, los límites que definen la complicidad civil son poco claros. Por eso se recomienda, en este punto, leer Diario de la Argentina. La novela de Jorge Asís, más allá de ser muy divertida, actúa como un gran telón de fondo que muestra con claridad el clima que se vivía en la redacción de Clarín en estos años. Pero más allá de las apresuradas reflexiones finales, Humor político en tiempos de represión es un libro valioso que abre un campo de investigación poco explorado en el estudio de la historia política argentina.
Pocos años atrás, Andrés Cascioli dijo: “Hoy ya no hay humor político”, y basta con prender media hora la tele para compartir la apreciación. ¿Por qué si durante los años más duros de la actividad política el humor tuvo un momento de esplendor, hoy, cuando la política parece invadir todos los ámbitos, el humor político está tan ausente? ¿El desarrollo del humor es inversamente proporcional al de la política? Por lo pronto, este libro suma en la otra, tan necesaria, dirección. Porque como decía Tato Bores: “Y a ustedes, mis queridos caníbales, les recomiendo lo mismo: cuando estén muy rayados, traten de reírse de lo mismo que los raya. Cada día una risita estimula y sienta bien. Y, mientras tanto, a seguir laburando, la neurona siempre atenta, ¡vermouth con papas fritas y good show!”.
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