Domingo, 31 de agosto de 2014 | Hoy
En una incursión narrativa en nada ajena a su quehacer principal como poeta, el español Luis García Montero enfoca la vida bajo el franquismo ya avanzada la posguerra, en un verano de la nostalgia y la resistencia de los años sesenta, logrando un retrato vívido y lateral del boom de novelas sobre la guerra civil.
Por Violeta Serrano
En la España de los años sesenta ver a Nerón prendiendo fuego a Roma en pantalla era una ocasión perfecta para elevar la mano de la rodilla al muslo y de ahí, si había alguna tos, un despiste o una fortuna infinita, rozar –que no tocar– teta o tetilla, ubre o lo que quiera que fuese. ¿Palpar por dentro? Impensable. Sólo contorno, pero sin otra mecánica que un pasar descuidado. Lo de chupar pezón era tan sólo una posibilidad para los casados. Y si no había bendición del Señor, ese discurrir de la saliva se convertía en hazaña. En 1963, Madrid era una ciudad de más de un millón de cadáveres y un número similar era Granada. Allí, en la loma de la Alhambra, en el esplendor de los Reyes Católicos, recitar a Neruda y proponer una Residencia en la Tierra no podía ser otra cosa que pecado. Cosa de rojos, de una caterva de perdidos y maricas sin otra función que la obligada obediencia a una España sometida a la dictadura de Franco. Esa dualidad entre malos y buenos, entre rebeldes y sumisos, se ha configurado como una práctica bastante arraigada entre varios novelistas españoles: ambientes en los que se mezclan la nostalgia y el heroísmo, consiguiendo, en casos como el de Almudena Grandes, verdaderos éxitos editoriales. Luis García Montero, su marido, va un poco más allá y elige el período histórico de la avanzada posguerra para ubicar Alguien dice tu nombre, una novela en la que sospecha haber encontrado el tono narrativo que precisaba. Se trata del tercer intento de salir del territorio que le es habitual, la poesía, y en el que ha sido multipremiado desde que apareciese en 1993 Habitaciones separadas. Diez años antes, el 8 de enero de 1983, había publicado en el diario El País, “La otra sentimentalidad”, una declaración de principios sobre lo que debía ser la poesía: una herramienta de transformación histórica de los sentimientos, tal y como lo pensaba Antonio Machado.
La vinculación con lo poético es inevitable en este autor. La novela está salpicada de versos propios: “El pudor es la forma más digna de negociar con el miedo”; y de otros ajenos en cursiva y que introducen en el texto a algunos de los más grandes poetas españoles haciendo un ejercicio de intertextualidad tan excelso que a veces pareciera que tras la ficción reside un ensayo de literatura hispánica. La primera obra narrativa de García Montero también partió de la poesía: en 2009 publicó Mañana no será lo que Dios quiera, basada en una biografía del poeta Angel González. Justo un año antes, a finales de 2008, García Montero había dejado circunstancialmente la Universidad de Granada por una sonadísima polémica con el profesor José Antonio Fortes y que terminó en los tribunales de aquella ciudad a raíz de cómo se enseñaba en la cátedra Federico García Lorca la vida de éste, además de toda una serie de peleas internas y acusaciones personales. Hoy, tras la jubilación por enfermedad de Fortes, García Montero ha vuelto al lugar que dejó. Ese ambiente vinculado con la vida universitaria –por supuesto la de entonces, no la actual–, es una pieza clave en esta novela en la que el autor ha sabido servirse con cierta comodidad de unos conocimientos que se le presuponen por su profesión. Más aún, ha tomado su propia ciudad como escenario y, muy probablemente, sus recuerdos de juventud, también. Ser adolescente en la época franquista implicaba saber que una de las pocas posibilidades de disfrutar de cuerpo ajeno era entrar en un cine, ubicarse en la fila de los mancos –la última–, ver en pantalla una de romanos y dedicarse a aquello de los “juegos de manos”, como canta Joaquín Sabina, buen amigo, por cierto, de Luis García Montero. Sin embargo, León Egea, el protagonista de la novela y cuyo nombre es tal vez un guiño a Javier Egea, poeta granadino y amigo de Luis García Montero que se suicidó en 1999, no va al cine acompañado, ni escribe Dios con mayúscula, así como Juan Ramón Jiménez escribía “jilipollas” con J y “jemido” sin G. Tampoco, pobre León, sopesa la posibilidad de ser engañado. Hace bien poco que ha superado el incordio del acné juvenil y no para de entusiasmarse con escritores de la talla de Valle-Inclán, Baroja, Marsé, Dostoievski y, por supuesto, Gil de Biedma, poeta catalán que Luis García Montero venera, no sólo de palabra, sino con los hechos de su propia obra poética. No hay sobresaltos importantes en la vida de Egea hasta el final de la narración. Como era común en la época entre los estudiantes, aceptó un trabajito veraniego para ayudar a sus padres con el pago de la matrícula de la universidad. Salió al ruedo como aprendiz de vendedor de enciclopedias. Por eso no es raro que cuando se enamora de una mujer diecisiete años mayor que él, ésta no pueda llamarse sino Consuelo. Y la iniciación al sexo deviene aprendizaje de un nuevo tormento: el deseo y la imposibilidad de satisfacerlo por completo. La sociedad como juez, el primer amor como batalla. León aprende en poco más de un mes que es mejor no saberlo todo, que su compañero de oficina parece tonto y que esa capa falseada es útil; que la forma de enfrentarse con el hijo del alcalde fascista del pueblo es una cuestión de inteligencia si se quiere ganar y que, por mucho que insistan, la nobleza y el valor es lo único importante. Con voluntad de inclasificable, el autor expone aquí un texto que huye con pinzas del típico retrato de la guerra civil, de la época heroica, para subrayar que ese heroísmo no concluyó en 1939, sino que se acentuó más tarde, cuando la resistencia pasó a manos de los que el enemigo quiso encuadrar en maricones, putas, rojos o impíos. Una novela agridulce, como la época en la que se enmarca, con un inevitable tono sepia como telón de fondo y, a la vez, un peldaño por encima de la típica imagen del adolescente intentando tocar teta en un cine de barrio franquista. Si Madrid era una ciudad de un millón de cadáveres, ser León Egea y tener acceso a los gigantes desde la sabiduría de un profesor universitario de Granada, puede ser una razón más que suficiente para pensar que la lucha clandestina era una buena razón para arriesgarlo todo y que el París de los sesenta significaba, para la España aplanada por Franco, una meta necesaria.
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