Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
La semana pasada murió Jaume Vallcorba, alumno de los grandes filólogos catalanes, medievalista, hombre refinado y encantador. Y sobre todo, el fundador y editor de Acantilado, la editorial española que armó según su impecable gusto y capricho. Un sello que en la Barcelona anterior al auge de las editoriales independientes era el hogar de lo ignoto y lo exquisito –así como Anagrama era la casa de lo novedoso– con un catálogo suntuoso de clásicos recobrados y autores desconocidos.
Por Ariadna Castellarnau
“El trabajo del editor debe ser invisible. Me habrán oído decir que creo que un libro debe ser como una pantalla cinematográfica, en la que la acción se desarrolle sin que ésta sea percibida: una errata, una mala traducción, una mala edición, una mala tipografía son manchas en esa pantalla”, decía el editor catalán Jaume Vallcorba en una conferencia que dio el 1º de julio de este año en la Universidad de Barcelona, apenas unas semanas antes de su muerte, a causa de un tumor cerebral.
Jaume Vallcorba nació en 1949. Su padre, Jaume Vallcorba i Rocosa, fue discípulo de Pompeu Fabra (el padre de la gramática de la lengua catalana). A su vez, Jaume hijo fue alumno de los grandes filólogos catalanes: Martín de Riquer, José Manuel Blecua, Joaquim Molas, Francisco Rico y Gabriel Ferrater, “casi una república platónica”, solía bromear Vallcorba. Arrancó en 1979 con la editorial Quaderns Crema (homenaje a Wittgenstein, quien bautizaba sus trabajos según el color de las cartulinas de los cuadernos) y una insensatez de proyecto de edición: dos poemarios, uno de ellos las poesías completas de Ausiás March. En 1999 lanzó su sello en español, la venerada editorial Acantilado. Puede decirse que desde el primer momento Vallcorba hizo lo que le dio la gana, atendiendo estrictamente a su criterio. Al margen de premios y subvenciones, se puso a repescar clásicos del olvido absoluto y los situaba en relación de igualdad con nuevas voces. Su modelo de editor era Aldo Manuzio, humanista e impresor veneciano de finales del siglo XV, quien dio a conocer a sus contemporáneos a un montón de autores que van desde los griegos hasta los ensayistas de su época, Erasmo de Rotterdam entre ellos.
En las fotos y en persona tenía el aspecto de un viajero del Orient Express: alguien sumamente refinado y sumamente ocioso al mismo tiempo, con sus gafas de carey y su piel pálida, como si anduviera todo el tiempo bajo una sombrilla. Aunque en su vida real no puede decirse que Vallcorba fuese un tipo ocioso ni mucho menos. Atesoró el currículum de un genio, de una de esas personalidades que surgen de vez en cuando entre los hombres comunes y cuya cabeza parece tener más espacio para almacenar datos y su alma, más profundidad para desgranar secretos. Fundó dos de las editoriales españolas más imponentes, se formó como medievalista y romanista (sin lugar a dudas, las dos ramas más serias de la filología) y escribió numerosos ensayos sobre cuanto asunto se le cruzó por la mente: sobre el poeta J. V. Foix, sobre pintores y poetas cubistas y futuristas, sobre los trovadores, sobre La Chanson de Roland a partir de una transcripción del siglo X conservada en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Y aun así, con todo este vastísimo caudal de aptitudes, nunca resultaba dogmático o pedante. “Solamente soy un especialista en ideas generales”, solía decir el escritor catalán Eugeni D’Ors, a quien Vallcorba consideraba una suerte de maestro y de quien tal vez aprendió el europeísmo evanescente, el refinamiento natural, la fulminante soltura con la que disertaba desde las aulas destartaladas de la Universidad de Barcelona.
Para los consumidores de libros, para los estudiantes de filología o teoría literaria españoles licenciados antes de 2005, antes del auge de las editoriales independientes y de los hipsters del Raval y Sant Antoni, había dos grandes totems editoriales: Anagrama marcaba lo que había que leer para estar a la onda; Acantilado era lo exquisito e ignoto y por eso mismo, por ser ignoto, doblemente exquisito. Y ambos mundos eran perfectamente compatibles. Reinaba la paz entre ellos. En su biblioteca particular, cada uno atesoraba de lo uno y de lo otro: el canon de Anagrama; los raros de Acantilado con su guarda rojo papal, rojo autoridad, rojo de “esto es eterno y hay que leerlo”. La monumental biografía de Samuel Johnson, escrita por James Boswell, A lo largo del camino, de Julien Gracq; Alejandro Magno, de Robin Lane Fox, las memorias de Iliá Ehrenburg, la obra de Stefan Zweig, Yuri Olesha, Liudmila Ulítskaia. A través de los años, Vallcorba fue construyendo un edificio hecho de libros soberbios, de clásicos recobrados, clásicos pesados y monumentales, pero con tanta gracia, con tanto placer por el hacer, que además remató su faena –milagro y proeza– con un éxito comercial. Porque hay que tener muchísima estrella o oficio o las dos cosas a la vez para convertir las 2700 páginas de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand o las 1700 de los ensayos de Montaigne en un best seller.
Por supuesto que el suntuoso catálogo no dependía sólo del qué, sino también del cómo. Los libros de Acantilado son un poco más caros, de manera que su adquisición estaba teñida de un placer adyacente al contenido, al autor, al título. Llevarse a casa un Acantilado era llevarse algo que lucía bien. Un libro de Acantilado, por ejemplo, puede ponerse en la biblioteca de manera superpuesta a los demás, con la tapa mirando al frente, como una postal, un adorno, sí. La selección tipográfica, la calidad de los papeles –de color ahuesado y PH neutro, más costoso pero “que podrían leerse dentro de 150 años”– cosidos con hilo natural, las cartulinas satinadas de las portadas, las guardas interiores en rojo o negro. Casi dan ganas de devorarlos, literalmente, como a un postre traído desde alguna corte remota en el tiempo, desde la Viena Imperial, una Sachertorte original.
Un buen detalle: la última palabra escrita en la transcripción de su conferencia en la Universitad de Barcelona es la palabra “amor”. Dice Vallcorba: “Quizá me acuerde en este momento de Dante, quien, después de su fatigoso periplo por el mundo de ultratumba, tras haber sufrido un sinfín de penalidades y haber pasado por terribles peligros, entrevé a Dios al final de su periplo y su poema, ya situado en el Paraíso. Dice que ve ‘encuadernado con amor en un volumen, aquello que en el universo está desencuadernado’, es decir, que ve en forma de libro lo que en el universo son solamente pliegos sueltos. Algo así, por cierto, hace el editor. Me gustaría pensar que lo hace también con amor”. El amor es irrenunciable para el editor. No hay ni obra ni práctica bien hecha sin esa cualidad. Sus autores sabían que él amaba la poesía. No en vano J. V. Foix le permitió que le cambiara algún que otro verso y Bolaño, ya enfermo, le pidió que le escogiera un poema para el recordatorio de su funeral. Bellas intimidades del oficio de un buen editor.
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