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Domingo, 5 de octubre de 2014

LA NIEVE QUE ARDE

Mayra Montero escribió una novela de tramas cruzadas, con la Historia en primer plano y un ritmo frenético, con mucha vivacidad y por momentos demasiada superproducción.

 Por Sergio Kisielewsky

Primero se pronostica que la novela como género literario se muere, luego se advierte que el libro se extingue a mano de las nuevas tecnologías y después se subestima la inclusión de los acontecimientos históricos en la producción literaria. Pero no es cuantitativo el caso que nos convoca sino el de la creación de un mundo, y de eso se trata esta novela. Un envión hacia atrás en el tiempo para situarnos en los estertores del siglo XVIII y principios del XIX, donde las guerras desangraban a la vieja Europa y las tragedias iban comandadas por generales, capitanes y los campos de batalla se cubrían de sangre. En ese contexto lo que aquí se narra es la tensión en la intimidad de las alcobas, la relación en su última etapa entre Francisco de Miranda y Antonia de Salis, una muestra de cómo saltan chispas entre un hombre y una mujer luego de una serie de periplos y viajes por los campos y llanuras donde el deseo de los amantes se sobrepone, una y otra vez, a todo tipo de tormentos y dificultades. Si la anécdota evoca a la pareja de Fermina Daza y Florentino Ariza de El amor en los tiempos de cólera de García Márquez la percepción no es errada; la diferencia estriba en que Mayra Montero (nacida en La Habana en 1952, y residente hace treinta años en Puerto Rico) se apoya en datos duros sobre la vida de Miranda, quien fuera presidente de los Estados de Venezuela, militar trashumante que participó en la Revolución Francesa y de campañas en España, Turquía y Rusia, donde obtuvo –y no es poco decir– un destino de mando dentro del ejército y fue uno de los teóricos que sirvió de inspiración en las estrategias para la guerra y la visión de independencia que emprendió Bolívar en el combate anticolonial en nuestro continente. En ese contexto está Antonia de Salis bamboleándose dentro de los carruajes que atravesaban los caminos de la Rusia feudal e inhóspita y cada traqueteo implicaba un peligro, una advertencia de que algo está por ocurrir a manos de soldados o bandoleros en busca de comida o tesoros.

Por momentos el texto evoca un film de Nikita Mijalkov donde integrantes de la aristocracia rusa hablan francés entre cosacos; los diálogos tienen un contraste insoslayable entre los hombres que llevan levitas negras, chalecos cruzados y casacas de paño, pues es un océano que los separa de los hambrientos y miserables. Un sitio donde comienza el derrumbe y aún no hay indicios de grandes cambios, donde la docilidad de los criados llega a la acción de poner antifaces negros en los ojos de sus amos para que se duerman, donde los fumaderos de opio se entremezclan con mujeres empapadas de jugo de sandía entre los labios, una síntesis por momentos barroca, como si el espíritu de Carpentier se posara en uno de esos salones donde los invitados son mensajeros, espías, militares de alto rango, o tal vez encarnen fantasmas de una próxima contienda bélica siempre a gusto de altezas, reyes y aristócratas.

Mientras tanto Francisco y Antonia juegan al gato y al ratón como si dijeran “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, mientras se derriten las capas de hielo en el río Niéper. La novela es un mundo en ebullición y Montero se encarga de ordenarlo muy ajustada al protocolo, como si la disposición de ambientes, atmósferas y conflictos estuviera estudiada de antemano frente al desorden colectivo y la discontinuidad de los sucesos, como un regalo demasiado bien envuelto en el que sólo falta romper el papel y curiosear el contenido inflamable de la historia, en especial sus escenas de sexo interrumpidas vaya a saber por qué motivo. Las criadas lo saben todo, se juegan por sus sueños, son leales hasta el fin y en el medio de tantos volcanes el odio no se amortigua detrás de las ventanas, irrumpe en los castillos y al galope anuncia nuevas batallas por venir.

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El caballero de San Petersburgo. Mayra Montero Tusquets 253 páginas.
 
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