Domingo, 5 de octubre de 2014 | Hoy
En Pibes, Hernán López Echagüe recrea su participación en la UES y aborda la reconstrucción del clima de los años ’70, en cuyo centro brilla pura y dramática la militancia juvenil. Más allá del valor testimonial, logra un retrato emotivo, íntimo y desgarrado de un puñado de chicos y chicas enfrentados a las más grandes encrucijadas existenciales, donde la pertenencia a una clase, una generación y una época les salió al cruce muy temprano en la vida.
Por Claudio Zeiger
Que a un periodista de investigación se le haya dado por hacer la biografía de Eduardo Duhalde demuestra una indudable vocación de servicio, cierta debilidad por las cosas peligrosas y una nada desdeñable tendencia a meterse en quilombos de fuste. Y si a El Otro se le suma La resaca –experiencia borde de escritura y confesionalismo– y, ahora, Pibes, empieza a comprenderse que Hernán López Echagüe nunca optó por la vía más sencilla. A partir de cierto momento de su vida, muy temprano, en la adolescencia, tuvo una revelación intelectual, emocional, de clase (o “qué sé yo”, agregaría él para relativizar, tantos años después, las certezas inconmovibles), y fue abandonando las mieles de cierta posición acomodada para entrar en el terreno del clima militante, agonista y utópico (aunque no idealizado) de gran parte de la generación joven (muy joven) de los ’70, para vivir una experiencia que hace eclosión hacia el ’73-’74 y que se encuentra con los peores límites de pesadilla y derrota entre 1978 y 1979. Para entrar en la materia directa de Pibes (sin coqueterías) podría afirmarse que si bien en primera instancia es lo que se enuncia, o sea una “memoria de la militancia estudiantil de los años ’70”, la intensidad de tono y escritura que le imprime López Echagüe pronto lo convierte en algo que trasciende el testimonio e inclusive el balance de época, la autocrítica y la crónica, para entrar en una zona de extraordinaria inestabilidad emocional, ficcional y existencial; Pibes es un libro muy crudo y a la vez muy lírico y –dato nada menor– está dotado de un desbocado sentido del humor. Está hecho también a pedazos y fragmentos, de desgarros y bruscos cambios de registro que no ahorran jamás un alto dramatismo. Está hecho de secciones que al principio van en dirección de una suerte de experimento intenso con el lenguaje para terminar canalizando la narración de la tragedia en una precipitada novela de iniciación. Pibes llama la atención por la brasa aún encendida, por lo quemante de su acidez esencial, por la laceración de sus heridas. Se trata de la culpa del que ha sobrevivido, tópico subyacente a tanto relato de los setenta, pero aquí dicho abiertamente, de movida, simplemente sangre: “El luto me suena a estado natural. Pena, duelo, tristeza, ganas de mandarse mudar. Cuando te pasa lo que pasó, todo se desmorona. Esa frase insulsa del antes y el después tiene su fundamento entre los que militábamos en los setentas y ahora seguimos por estos pagos con una culpa que nos devora. Porque estamos vivos y ellos, los otros, nuestros amigos, nuestros compañeros de militancia, no lo están”.
Así y todo, las cosas no son tan sencillas, ni blanco ni negro ni ellos y nosotros. Hay unos retorcidos pliegues entre la vida y la muerte, la memoria, los trabajos y los días, las fiestas y los actos relámpago que estas páginas revisan con fervor no amortiguado, con pena y, sí, mucha nostalgia. Hay una reivindicación de la rebeldía y de la revolución, del cambio y la política, de lo mejor de una juventud atravesada por todos los vicios y contradicciones de la precoz seriedad militante. Están, en primer lugar, los amigos del círculo más íntimo: El Enano (el propio autor), Chiche, Lennon y Tony.
La historia de ellos y de los que se van a ir sumando al mundo novelesco y aventurero de Pibes, arranca desde distintos ángulos y confluye en la Unión de Estudiantes Secundarios, la UES. A la historia de los “huesos” como los llaman, se suman las de marxistas leninistas que se hacen peronistas tras el triunfo de Cámpora, periféricos de Montoneros, chicos que se suman al Centro de Estudiantes porque militar es estar en la pomada, héroes verdaderos como el Oveja Valladares, chicos y chicas que bailan, se besan, pintan paredes con aerosoles, hacen de campanas, se tragan papelitos con datos de identidad para avisar a la familia que limpien la casa si la actividad se fue de mambo. Todo tiene un clima un poco a lo Bombita Rodriguez hasta que llegan los malos y pesados de verdad: La Triple A de aperitivo, los milicos de plato principal.
Hablamos de humor, y hay que decir que hay momentos francamente desopilantes, antes y durante la tragedia. En mucho tiene que ver con esto la figura entrañable de la madre del protagonista, María Ofelia Echagüe Cullen, o simplemente Mamá, con su inalterable vaso Durax marrón con vino blanco a tope, un aire China Zorrila de venida a menos encantadora, escenas increíbles en la perpetua batalla madre-hijo, como cuando ella va a la cola del funeral de Perón a arrancarlo de las garras de ¡los peronistas! Ella puede aceptar y hasta alentar la militancia de un hijo marxista leninista chic, pero lo que no le entra en la cabeza (a veces a Hernán López Echagüe tampoco) es que se haga peroncho. Y como contraparte, quizás el otro gran personaje de este libro sea Chiche, el militante absoluto, el más opaco de los sujetos históricos, el sacrificio hecho carne. Entre Mamá y Chiche, entre la clase acosada por la revolución permanente y el voluntarismo sagrado, se pueden entender los desgarramientos del Enano. El tiene mucho de mamá y de Chiche, cultor de una distancia irónica que no le evita hundirse con patas y todo en el barro de la historia. En este sentido, es bastante impresionante pero no incoherente que gran parte de la historia de Pibes transcurra en el Barrio Norte, en los alrededores de Paraguay y Callao, una locación más bien extraña para el activismo nacional, popular y revolucionario. De esa mezcla enaltecedora de sacrificio y lucha, de soberbia y humildad extremas, de mamá y Chiche, está hecha también la historia de este libro.
No hay día en que no pensemos en las viejas madres, podía leerse en un cuento de Fogwill. No hay día en que no pensemos en los pibes, viene a confirmar esta memoria de Hernán López Echagüe. Y para terminar de darnos un golpe al corazón ahí están las fotos –tan emblemáticas en su estilo de ojos entrecerrados y doméstica lejanía– de los pibes, de los desaparecidos, los muertos, los exiliados, los hermanos, Mamá. Esos retratos, esas fotos que en ciertos libros autobiográficos a veces hacen un subrayado plano, sin relieves, algo insustancial y autorreferencial, aquí son ni más ni menos que la dimensión real de la tragedia, complemento y revés de un relato que a pesar de contener los muchos matices y sutilezas de una gran escritura, enmudece en el tramo final frente a la cara de quien, ausente, eterno, abre la brecha de lo que no tiene consuelo, abre de par en par las puertas del duelo.
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