Domingo, 26 de octubre de 2014 | Hoy
El libro de Cecilia Illia marca una iniciación muy especial: Vueltas negras, pájaros de piedra es una primera novela enfocada en el uso y la reflexión acerca de los recursos técnicos de la literatura, alrededor de un episodio que entre el enigma y la denuncia abre la llave a una pregunta por el sentido de escribir.
Por Sebastián Basualdo
Salvo selectas excepciones, generalmente un primer libro tiene dos consecuencias posibles: o bien se lo niega por inmaduro y defectuoso y por lo tanto se lo intenta relegar a esa forma de anonimato que es el olvido (Rilke tiene un consejo muy claro al respecto) o se lo resguarda como prueba de todo lo que contenía en potencia, si bien para ello no queda otra que esperar la culminación de un destino literario. Todo esto en definitiva para decir que Vueltas negras, pájaros de piedra, de Cecilia Illia, no tiene las dubitaciones propias de una primera novela. En tiempos donde se publican con urgencia tantos borradores debiera resultar justo hacer esta aclaración. Cecilia Illia narra con una fuerza y una autoridad poco común para una primera novela que, por lo general, es un tanteo en la oscuridad de la propia poética. La pequeña y simpática trampa debe estar en el hecho de que se trata de su primera novela publicada, nada más. No se llega a este nivel de maduración sin un pasado literario que respalde, aunque más no sea con una infinidad de borradores frustrados durmiendo en un cajón. En Vueltas negras, pájaros de piedra la historia se construye –o mejor dicho se reconstruye– a partir de un énfasis completamente volcado hacia la técnica narrativa donde el lector es puesto en situación de circulación bajo la premisa tácita de que la realidad es una construcción del lenguaje. Los múltiples discursos que intervienen en esa construcción es el hilo conductor de la novela.
“Dicen también que esa noche tres jóvenes se hicieron humo. Perdidos en el inicio de la mañana, esfumados tal vez por el rocío o incluso volados por el viento. Dicen tantas cosas y, aunque no son todas comprobadas, parece que mientras se dicen, dibujan historias posibles. Un perro que ladra cuando sólo hay silencio, un grupo de chicas curiosas y metidas, un hombre que transita (la montaña, el tiempo, las calles atestadas de Constitución). Y mientras se van probando las piezas, cada parte ajusta un nuevo acontecimiento, le da nuevos sentidos, aunque nunca alcance para hacer de esta historia una historia comprensible, no digamos razonable o lógica. ¿Porque cómo pueden desaparecer tres personas en el medio de la noche (que 30.000 ya es harina de otra bolsa) sin que nadie haya visto nada?” Los tres jóvenes desaparecidos y tenidos en cautiverio en un pueblo llamado San Juan Casares son Ana, Beto y Ernesto. No son militantes políticos en el sentido más cabal del término, pero pudieron haber estado cerca de alguna agrupación de izquierda en tiempos de democracia. El motivo por el cual desaparecieron y su búsqueda por parte de los familiares no es lo más importante, el enigma se resolverá ni bien nazca la sospecha. Si es cierto que a la realidad le gustan la simetría y los meros anacronismos como diría Borges, lo que hace Cecilia Illia es valerse del secuestro de los tres jóvenes para instalar un suspenso; pero no con tintes de novela policial sino como interrogante, una gran pregunta que gira alrededor del tiempo cíclico, o lo que para Nietzsche sería la teoría del eterno retorno. Sólo que en Vueltas negras, pájaros de piedra esto se traduce en una literatura de primer nivel, de herencia saereana por momentos en su estilo, armada como un rompecabezas que despliega cambios de narradores y puntos de vista y acercamientos intensos como quien observa a través de una lupa mientras desfilan una gran variedad de personajes que hablan como piensan sin saber que todos están supeditados a un gran discurso dominante como consecuencia de algo intrínseco en el hombre y que, sintéticamente, podría reducirse a su relación con la idea del bien y el mal. “¿La avidez, la brutalidad, la codicia? La voracidad ciega, ¿el miedo? ¿El exterminio de lo heterogéneo? El egoísmo, la ambición; el ansia de poder, de dinero, de conquista. La aspiración a dar sentido, a imponer nuestro sentido.”
Ahora bien, la trama de Vueltas negras, pájaros de piedra se desarrolla y abre como un abanico a partir del uso notable que hace Cecilia Illia del meta relato como medio para poner en evidencia lo más intrínseco de su planteamiento filosófico como un Unamuno en Niebla y su sentimiento trágico de la vida. Sólo que en este caso la problemática es de orden discursivo e ideológico. La intromisión de una narradora que asume la autoría de la novela y al mismo tiempo reflexiona sobre las dificultades propias de la ficción que se está desarrollando, corre al lector de su lugar natural obligándolo a que no se olvide de que él también está leyendo un discurso donde, en esa fracción de tiempo que durará la lectura, hay tres jóvenes secuestrados que se cuentan la historia de un héroe inca, unos secuestradores sin contradicciones ideológicas y una sociedad que embrutecida por todo tipo de discursos mediáticos es víctima de algo mucho peor: la resignación como una especie de suicidio cotidiano. “Bueno, hay otra posibilidad: que su cuento sea inverosímil. Después de todo usted está defendiendo la lógica de su historia. Usted planta una cárcel clandestina en un pueblito perdido y nadie se da cuenta de nada. Por lo menos, ponga algún personaje que desconfíe, que se imagine algo, que asocie dos ideas.” Vueltas negras, pájaros de piedra es sin duda el resultado de un trabajo exhaustivo y paciente, labrado con la precisión de un relojero, una novela que se intuye fue llevada a la imprenta casi por cansancio, acaso en el momento exacto en que se siente que ya no se puede más y se ha dado todo lo que podía darse hasta el momento. Por suerte es apenas el principio de un destino literario que se augura tan feliz como necesario.
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