Domingo, 2 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Ivan Karamazov, el mentor del parricidio que cometerá su hermanastro, el epiléptico Smerdiakov, le escribe a su hermano Aliosha, el místico religioso, a fines de 1881: “El día que se ahorcó Smerdiakov / me acordé de mi padre muerto / con esas enormes pelotas entre las piernas, / con un bonito gorro militar dorado en la cabeza, / el cuello retorcido por las manos de su hijo / como un rábano reblandecido. / Fue gracioso. / Yo que no creo en Dios, tus ojos me miran, tus ojos me miran”, le confiesa Ivan a Alio-sha. Más tarde Ivan le escribe a Raskolnikov, el asesino de una usurera, desde su “domicilio temporal en San Petersburgo”. Y se pregunta: “¿Hacia dónde debo lanzar mi piedra deprimida?”.
De este modo, los personajes de Dostoievski se corporizan –mejor dicho, se encarnan– en los poemas que les atribuye el poeta coreano Chun-su-Kim. Aquí está Dimitri, el acusado por el parricidio que purgará el crimen, escribiéndole a su hermano Ivan “en el solitario sur de Siberia”: “Aún a menudo / siento un dolor punzante en el costado. / Parece que me ha seguido hasta aquí. / Se están yendo las aves migratorias”. En una clave todavía más desgarrada, el conde Stavroguin le escribe “al pequeño idiota Berhovenski” desde su “casa de campo a orillas del Mar Negro”: “Para saber quién era yo, / violé a mi hermana, que no tenía aún un solo vello púbico”. Si la confesión es uno de los recursos que con más intensidad llevó adelante Dostoievski para plantar a sus héroes y heroínas arrojados al abismo, Chun-su-Kim se propone un auténtico desafío al retomar las mismas e imprimirles una voz poética que oficie de revelación. Así, “Posdata a mi maestro”: “La muerte es metafísica. / Aunque sacudo la metafísica con la metafísica, / no puedo sufrir la muerte un solo minuto más. / El corazón me estalla. / Mi corazón es bioquímico. / El hidrógeno ocupa el setenta por ciento. / Es injusto”. Lo firma Kirilov: “Otra vez, Kirilov. Ahora la muerte me parece cadáver”. A su vez, el anciano abad Zósima, “en un pequeño templo de las afueras”, se pregunta: “¿Quién parió a un ángel como Sonia? / Y a Grushenka, ¿quién parió esta mujer perdida?”. En el despliegue lírico de estas intimidades no podía faltar el no menos “célebre idiota”. En “A Sofía”, puede leerse: “¿Por qué mis ojos tienen estas visiones? / Pensando en estas cosas, sin darme cuenta, / fui demasiado lejos por este camino desconocido. La gente / me llama idiota”, poema atribuido obviamente al príncipe Mihskin, escrito “en una casa pueblerina de huéspedes, fines del verano 1875”.
En todos los casos, Chun-su-Kim puntualiza el remitente de los poemas, los contextualiza fijando la fecha de escritura del poema, que suele coincidir con la fecha de publicación de las novelas en que aparecen.
Una pregunta lícita que puede formular el lector que no ha leído a Dostoievski es si puede ingresar en estos poemas sin haber pasado previamente por sus novelas titánicas. Sin duda se pensará que ese lector ignorante de Dostoievski y su vastísimo elenco de torturados quedará afuera. Pero no. Si bien su primera impresión podría ser negativa, a poco de entrar en este universo Chun-su-Kim consigue abducir y deslumbrar, entreviendo las luces y sombras de seres atribulados tanto por la ambición como por la búsqueda de pureza y un ideal. Además, ¿por qué no interpretar estas composiciones como linternas que pretenden hacer foco en la oscuridad de los personajes humanos, más que humanos, quizá monstruosos para las buenas conciencias. Por momentos, más que poemas, notas poéticas de un lector que se arroga por derecho propio encontrarle un doblez, una vuelta de tuerca más a cada uno. Escribiéndose, de una novela a otra, estos hombres y mujeres, quien sí ha leído a Dostoievski encontrará en esta poética un aura común en sus destinos trágicos, sus obsesiones e interrogantes existenciales.
En lo que hace a referencias occidentales, a estos poemas pueden detectárseles conexiones intelectuales: una, La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. Otra, Los poemas de Sidney West, de Juan Gelman (inspirados en Lee Masters). También está en juego la cuestión experimental, tal como la encaró Raymond Carver cuando dispuso en versos pasajes contenidos en los cuentos de Antón Chejov. Es decir, el procedimiento del poeta coreano, sin ser novedoso, no carece de autenticidad personal. Su magnetismo consiste en transformarse con agudeza en una aproximación al “alma rusa”, cuestión central de las más virulentas controversias de la literatura antes de la Revolución.
“Los rusos somos europeos o asiáticos”, polemizaban Turgueniev, Dostoievski y Tolstoi. La misma discusión no le pasa inadvertida a George Steiner en su ensayo Tolstoi o Dostoievski. Y el “o” es ilustrativo cuando se trata de comprender esta problemática. Tolstoi, el universalista que piensa el vínculo entre la humanidad, el cosmos y Dios. Dostoievski, el nacionalista entomólogo de la interioridad y la culpa que se anima a poner en duda a Dios.
Una mínima biografía de Chun-su-Kim incluye su nacimiento en Corea del Sur en 1922. Estudió literatura en la Universidad Nihon en Japón de 1940 a 1943, cuando fue expulsado y encarcelado por oponerse al Imperio Japonés. Después de su liberación, siete meses después, volvió a Corea y enseñó en escuelas secundarias. Empezó a publicar poesía en 1946. Dio testimonio de la guerra de Corea en varias obras. Se unió al profesorado de la Universidad Nacional Kyungpook en 1965 y fue decano del Departamento de Literatura en la Universidad Yeungnam en 1978. En 1981 fue elegido para la Asamblea Nacional de Corea. Su obra comprende ensayos y varios volúmenes de poesía. Falleció en 2004.
Volviendo a su fervor por Dostoievski, recapacita Chun-su-Kim: “Cuando uno lee a Dostoievski queda poseído”. Sus poemas devienen entonces no sólo imprescindibles para todo lector apasionado por el trágico ruso. También resultan una lectura clave para comprender los personajes, su dimensión humana y un pathos inconfundible. Acá están presentadas todas y cada una de sus angustias y, de modo concentrado, sus dilemas y las relaciones entre sí, mientras se sumen en la más absoluta soledad existencial. Un ejemplo claro es “A Sonia”, un poema que le escribe Raskolnikov a Sonia en febrero de 1871 desde “Omsk, donde hay tormentas de nieve de vez en cuando”: “En el pasado una hoja seca / cayó sobre mi pie / y me hizo renguear. / ¿Quién dice de su cuerpo que es liviano?, preguntaba mi amigo Chestov”.
Sobre el final, en un brevísimo ensayo, Chun-su-Kim opone Freud a Dostoievski. El primero, hombre de ciencia, un racionalista, “representa una expresión de la desesperación a la que la alta burguesía llegó al perder sus ideales de clase, se preocupó por el fenómeno psíquico y se desligó del mundo ideológico del bien y del mal. La diferencia está en que Dostoievski está embebido del delicado y complejo matiz emocional de los sufrientes. En cambio, en Freud sólo hay lógica”. Con Dostoievski, afirma Chun-su-Kim, “recibimos una revelación, que la existencia trágica de la humanidad no puede ser objeto de la historia, pues el modo de existir del hombre ya está forjado en ese molde trágico. Esto es algo que la historia no debe olvidar nunca. El optimismo historicista tiene que experimentar la desesperación a través de Dostoievski, pues es la única manera de que alcance la humildad”.
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