Con sinceridad total, con un dolor que no encuentra anestesia ni consuelos, Julian Barnes abordó la pérdida de su compañera de treinta años en un libro que, a la vez, vuelve a mostrarlo como un acerado formalista. En Niveles de vida, tres relatos atomizados enhebran ficción y sentimiento, memoria y literatura, para confluir en un conjunto narrativo que obra como paréntesis de sus textos mayores pero que lo muestra siempre un paso adelante en la búsqueda de un estilo propio.
› Por Rodrigo Fresán
Títulos tan perfecta y prolijamente insertados dentro de la tradición británica como Metroland (la novela generacional y de iniciación), el díptico Hablando del asunto y Amor, etcétera (la novela de parejas disfuncionales), Inglaterra, Inglaterra (la novela satírica), Arthur & George (la novela histórica), El puercoespín (la novela “extranjera” y alegórica) o la crepuscular y ganadora del Booker El sentido de un final (la novela íntimo-modernista à la Ford Madox Ford y E. M. Forster), hacen olvidar a menudo que Julian Barnes seguramente sea el autor más audaz en lo formal dentro de su camada literaria. A pesar de ese look donde parecen confluir rasgos de Bloomsbury y Carnaby Street, Barnes –mucho más que Martin Amis, Ian McEwan o Salman Rushdie– ha sido siempre un buscador de nuevos horizontes y un experto manipulador de estructuras atómicas y atomizadas. Dan buena y excelente cuenta de ello volúmenes de relatos unidos por un mismo tema o sentimiento (Al otro lado del canal, La mesa limón, Pulso) así como novelas “diferentes” –tal vez entre lo mejor de su obra– como La historia del mundo en diez capítulos y medio y, muy especialmente, la en su momento consagratoria El loro de Flaubert.
Y tres décadas más tarde, Barnes (Leicester, 1946) revisita los modales y el tono elegíaco de esta última, seguro, sin quererlo ni desearlo, sin que estuviese en sus planes. Porque en Niveles de vida –organizado en tres partes– vuelve a contraponerse una vez más la historia pública (una exquisita crónica de la conquista de los cielos durante el siglo XIX a cargo de los pioneros de la navegación celeste y aerostática incluyendo a nombres como los del fotógrafo Nadar, la actriz Sarah Bernhardt y el coronel y aventurero Fred Burnaby) con la historia privada: el lamento roto en pedazos de otro viudo que aquí no es un ser de ficción sino el propio Barnes.
Incapaz de superar el dolor por la muerte de su compañera de treinta años, la agente literaria Pat Kavanagh (fallecida a finales de 2008 apenas treinta y siete días después de que se diagnosticara un tumor cerebral), Barnes comienza a acercarse a ese dolor intolerable con cautela y la elegancia de costumbre. Pero ahora –luego de haberlo hecho lateralmente en el estremecedor relato “Las líneas del matrimonio”, incluido en Pulso– sin artificio ni anestesia, aunque sin resignar tampoco las marcas de su casa, que hacen de Niveles de vida algo muy diferente a testimonios más o menos recientes de la soledad del cónyuge sobreviviente como los de John Bailey, Joan Didion o Joyce Carol Oates.
Aún desfigurado por el dolor, a Barnes le sigue preocupando el trazado de figuras, de establecer conexiones, de señalar motivos recurrentes y dibujos en las nubes, de hacer lo suyo y de las suyas. Así, las dos primeras secciones de Niveles de vida –“El pecado de la altura” y “En lo llano”– se leen primero con un cierto desconcierto. Barnes nos advierte de entrada que “Juntas dos cosas que no se habían juntado. Y el mundo cambia”. E insiste con un “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no”. Hasta desembocar –en ese pesaroso journal que es el tercer y muy autobiográfico tramo “La pérdida de profundidad”– en lo que en realidad quiere discutir luego de habernos tenido flotando, en el aire, lejos de la tierra y como con ganas de dejarse llevar o dejarse ir en caída libre. Ascender lentamente lleva implícita la posibilidad de descender muy rápido, nos recuerda y nos advierte Barnes. Y todo confluye en un “Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como el primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero emocionalmente posible”.
Una vez alcanzada esta certeza, no hay para Barnes (quien no menciona el nombre de Kavanagh en todo el texto porque, se intuye, no tiene fuerzas para ponerlo en letras) consuelo alguno. Y no le queda otra que enfrentar lo inevitable. Porque Niveles de vida –suerte de secuela involuntaria a su memoir necrológica Nada que temer– no tiene nada del tono saltarín y sinuoso de aquélla. Y no demora en informarnos de algo que todos sospechamos pero que preferimos no averiguar: es mucho más sencillo asumir la propia muerte (que si hay fortuna no dura más de un segundo) que el tener que soportar la eterna e inmortal muerte de los otros, de los seres queridos, de las personas imposibles de sustituir. Para Barnes –solo y sin “el alma de mi vida; la vida de mi alma”– ya no hay cielos azules, todo pesa, nada se eleva. “Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto”, “Los que lloran al amado son autónomos”, “Toda historia de amor es una potencial historia de aflicción” son algunas de las oscuras iluminaciones y clínicas definiciones que redacta un aforístico y epifánico Barnes –confesando juguetear con la idea del suicidio– como si pensara en voz alta y, en más de una ocasión, incomodando a amigos y a conocidos con la potencia de su dolor y a los que, impotentes, sólo se les ocurre recomendarle que se compre un perro o se vaya de viaje. Barnes –para bien o para mal– eligió hacer lo que mejor hace: escribir.
Porque queda claro –más allá de que todo el libro también pueda considerarse como sincera obra menor de un obrero mayor, reflexiva catarsis refleja y automática o un impulsivo capricho en la mejor acepción del término– que Barnes, con su prosa exquisita de costumbre, como un Orfeo sin Eurídice, se alza aquí como un verdadero y muy triste experto en el arte de vivir la muerte.
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