Domingo, 16 de noviembre de 2014 | Hoy
Una colección de escenas tramadas por la tensión social y la violencia instalada en lo cotidiano, reunidas en un primer libro de cuentos que comparten una atmósfera de extrañeza.
Por Angel Berlanga
“Mira lo que carga el sifrinito en la cartera”, dice uno de los chorros: acaba de encontrar una estampa de la Virgen de Coromoto. El sifrinito, equivalente en Venezuela a un concheto de por acá, anda de mala racha: a regañadientes acompañó a su chica hasta lo de un dealer y mientras la esperaba, tuc tuc, dos tipos armados se le subieron al auto y se lo llevan de paseo. La estampita había sido un paso en la escalada de tensión en la pareja, porque en un semáforo él quiso evitar al chamito que se la ofreció y ella, al contrario, le dio unos buenos pesos al pibe, y a él lo conminó a guardarla. Ese brazo que alcanza a colar esa imagen (su historia, su poder, sus distorsiones) antes de que la ventanilla termine de cerrarse, podría ser uno de los signos de los cuentos de Todas las mañanas un muerto, porque en seis de las ocho piezas que lo componen lo sobrenatural, lo vinculado a santos, curanderos o fantasmas, son determinantes en unas tramas de apariencias casi siempre muy realistas, en un cotidiano contemporáneo situado sobre todo en ciudades venezolanas: Maumy González nació en Maracay, en 1974, y vive desde hace nueve años en Buenos Aires.
Ciudades venezolanas ¿seguro? ¿Qué referencias aparecen que así lo certifiquen? Apenas algunas imágenes emblemáticas, la Virgen aquella, una figura de María Lionza, un retrato del médico José Gregorio Hernández; los apamates al costado de un camino, algún monte, que una bailarina en un boliche sea vista por un sicario como un cunaguaro: referencias tangenciales de la escena. Lo que compone aquel lugar es el lenguaje: el de alguien que se nutrió allí. Unas marcas de lenguaje que por supuesto se mantienen cuando sitúa un cuento aquí, en San Telmo (donde el sitio sí es nombrado), el relato más fantástico y de terror del volumen, con un teléfono que suena en un departamento, frente a un parque demasiado silencioso, y nadie que diga nada del otro lado de la línea al levantar el tubo, así una y otra vez hasta que alguien dice soy yo, y que la voz pertenezca a uno de los personajes que están dentro de ese departamento. Lo fantasmal aparece, también, como compañía de una nena de seis obligada a vivir con una mujer que la desprecia y acepta hospedarla cuando pesca que le será un auxilio para cuidar a un bebé, o en los muertos que el sicario se cruza al día siguiente de haberlos ejecutado. Algunas veces las tramas resuelven una encrucijada, otras desembocan en escenarios abiertos, o conducen hasta un borde: el libro, en más de un sentido, es un muestrario de pasiones y violencias, modos del afecto, la soledad y los miedos.
En un par de relatos hay curanderos a los que se acude en procura de soluciones que no se encuentran en la normativa, ámbitos extraños, del margen, a los que se llega por alguna forma de la desesperación y en los que acaso “pueda cambiarse un destino”. La ausencia de lo sobrenatural se observa en “Cántame, Marco Antonio” y “It’s Not Enough”, retratos de la naturalísima vida en pareja disparados por embarazos que se esperan y no se producen, pinceladas sobre un malestar en el que más allá de la violencia, la traición o la corrosión, se persiste. Con desembocaduras que en algún caso inclina a pensar en lo aleccionador y una prosa que se abre paso entre filos más o menos visibles, en ámbitos que huelen a podrido y destilan fórmulas diversas de la angustia, cada pieza cierra en sí misma, interactúa con otras y engrana en el conjunto. González es, entre otras cosas, ingeniera metalúrgica. Todas las mañanas un muerto es su primer libro.
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