Domingo, 23 de noviembre de 2014 | Hoy
La escritora alemana Jenny Erpenbeck sitúa la historia de una niña en un país ambiguo, pero muy parecido al del terror argentino de la dictadura. Una composición perturbadora y potente en su brevedad y su capacidad imaginativa sin límites.
Por Sergio Kisielewsky
La vida y las palabras que habitan una novela suelen dar sorpresas. Todo ocurre de pronto como en una caja de cristal que vuela por los aires y se reconstruye dentro del relato. Y ya no hay forma de que el lector salga airoso o, mejor dicho, sea el mismo después de haber devorado un texto breve pero potente.
Son pocas las obras literarias que se asemejan al andar de una montaña rusa en la que el inicio del viaje es placentero, la travesía y las curvas y las bajadas tienen el ritmo frenético de aquellos que no se empardan ni se ven seguido. Papá, pelota, auto, son apenas puntas, esbozos de un gran ovillo, de una chica que juega y se ensucia mientras su amiga Marie tiene las manos y las rodillas limpias, demasiado pulcras. La escritura se instala rápidamente en ese mundo de jardines rotos, de horadar la tierra hasta llegar a ver a los abanderados del colegio mientras se acumulan las preguntas y las bromas, y el rito familiar de despuntar el vicio de la comilona de tortas alrededor de la mesa y entre bocado y bocado se descubre el arma que lleva el padre. De momento el lector se pregunta cómo se pueden recrear los primeros años de vida de una niña pequeña con semejante lujo de detalles. La intimidad, el desglose de los vestidos contra los espejos, señales de una niña que observa y crece en medio del absoluto silencio. Allí están los primeros seres –fantasmas en el hogar y la nodriza dispuesta a todo con tal de que se note su apego a las reglas establecidas–; allí está la marca de los patines en las piernas, allí está la “madre” que le corta en pedazos la carne para que digiera lo que nunca podrá digerir como si en la trama a cada paso se ocultase algo que se revela al fin y al cabo con un estilo de obra en combustión. La narradora obra una tarea como de montaje y pérdida, replicando un sutil diario íntimo en el medio de una farsa pues sus padres son sus apropiadores y evaden la Justicia, toman aviones, se mudan siempre y al fin van a dar a tribunales. Como la obra Mazurka de Chopin, sus tutores ejecutan su último acto demoledor cuando están muertos en vida. La protegen de ella misma, de la sangre que recorre sus venas, de su inconducta visceral. Entonces ya no importan los delicados dientes del padre o el talco en sus zapatos, ya no importa el negocio de frutas de papel que la chica sin nombre instala en la vereda: importa que Jenny Erpenbeck, nacida en Berlín Oriental en 1967, hable de lo cotidiano con la altura de los rascacielos. “¿Por qué no puedo ir sola a ningún lado?” Y si hay un quiebre no se revelará en estas líneas, pero todo escritor que se precie deberá asomarse a este andamiaje perfecto donde lo macabro se sirve en bandeja fría y descomunal. En la huida de la nodriza, en su cabello gris se dice todo, no hace falta agregar un solo diptongo ni una oración apenas. En la última casa en que se esconden los verdugos están las escopetas de aire comprimido y así el personaje central e impostergable llega a los 17 años y se ve desolada porque no queda nada, no están sus padres y el pasado es una moneda falsa. La caja de Pandora se abre y lo que se advierte es una condensación de estilos como una fuerza centrífuga de diversos procedimientos poéticos y estéticos que cuentan varias historias y sugiere otras muchas más. El subtítulo imaginario sería de cómo un pésimo tema es tratado con maestría. O cómo una joven alemana con su revólver de tinta dio en el blanco con nuestra historia reciente. No es casual entonces que una obra anterior, Historia de una niña vieja, se haya traducido a doce idiomas, no es casual que también sea dramaturga por la disposición de ambientes y cambios de escenarios. Después de leer La pureza de las palabras se respira mejor, algo nuevo en forma de libro se encontró por fin, algo que supera toda imaginación y pone al servicio de la belleza tanto horror.
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