Domingo, 30 de noviembre de 2014 | Hoy
Ya no hay héroes en la literatura. Quizá porque los tiempos no son heroicos o quizá porque los héroes ya no son necesarios. Pero además ¿hay protagonistas? ¿O sólo subsisten en las autobiografías, cuando se vuelve imprescindible recurrir a la propia vida para narrar las andanzas por el mundo? Tras los pasos del León Trotsky de Mi vida, Guillermo Almeyra escribió Militante crítico, un vertiginoso viaje a la memoria revolucionaria del siglo XX que Noé Jitrik analiza en todas sus dimensiones, testimoniales, históricas y literarias.
Por Noé Jitrik
No sólo la noción de “héroe” fue cayendo en desuso en la literatura –no así, quizás, en el cine donde el físico de los actores resiste indemne a los castigos más crueles y gana todas las partidas–, sino también la de protagonista, que parece imprescindible para todo relato de acciones, sean heroicas, como las de antaño, sean mediocres, como las burguesas, sean nefastas, como las de asesinos y ladrones. La literatura, al parecer, porque hay otros modos de narrar, ya no las necesita. Probablemente tampoco la política.
Pero la realidad, como se sabe, es obstinada e imita a la literatura, o a lo que fue, y admite protagonismos que en la literatura son discutidos o atenuados; en la realidad un individuo puede encabezar un equipo, un partido, una empresa o un matrimonio, por no mencionar una revista o un grupo armado: esa posición, evidentemente predominante, que tiene que ver con el poder, también con la arrogancia, sin duda con la arbitrariedad o la sabiduría, lo lleva a ser o a considerarse protagonista –y hasta, sin decirlo, héroe–. Múltiples figuras de protagonistas se pueden inventariar y en esa lista la modestia suele ocupar un lugar más oscuro o excepcional, no digamos el desprendimiento o la renuncia a los honores, como lo preconizaba el generoso Mariano Moreno. Lo que sí es seguro es que puede, tan sólo puede, dar lugar a relatos que se tiñen de heroicidad, por la grandeza o importancia que se atribuye, ya sea el presunto protagonista a sí mismo, ya otros a él, o de sentimientos de injusticia si tal protagonismo no obtuvo el reconocimiento que supone que merecía.
En literatura, en particular en la narrativa –en la poesía, la noción de “sujeto poético” pone un velo al protagonismo o, en todo caso, se presenta indirectamente, por mera enunciación– hay muchas formas de narrar en las que un “yo”, asumido por un narrador o referido por un personaje, predomina y ocupa gran parte del espacio narrativo, pero eso no lo hace necesariamente protagonista. Pero cuando lo que viene de la realidad se mezcla, por su presunta importancia, con ese “yo”, sujeto de la enunciación, protagonista o no, que proporciona la literatura, resulta una especie conocida como “autobiografía”, en la cual el “yo” es inevitablemente lo principal y la referencia a la experiencia que, como ser de experiencia, llevó a cabo, genera una exaltación de lo protagónico. De este modo, es natural que el yo narrador sea protagonista y de ahí héroe en la autobiografía pero también, es más raro, que sea testigo, casi nunca sólo eso sino, casi siempre, ambas cosas.
Pero, ¿qué pasa cuando las acciones llevadas realmente a cabo han sido objetiva y reconocidamente trascendentes o han tenido consecuencias más allá de quien las llevó a cabo? El protagonismo es entonces la respuesta natural, no hay modo de evitarlo puesto que, por otra parte, hacer el relato de tales acciones persigue un efecto que excede la voluntad de quien las relata de sólo pasarlas en limpio o de verse a través de su evocación. Es el caso modelo de Trotsky: dada la magnitud de los hechos en los que intervino, y que marcaron de alguna manera una historia, no pudo sino escribir Mi vida: debió ser por fuerza el protagonista de la autobiografía porque había sido el protagonista de los hechos que referiría al escribir su vida.
Ese libro es, no cabe duda, un modelo de ese tipo de autobiografía. Pero también es un modelo de acción: ¿cuántos seguidores de sus teorías no tomaron el relato de sus experiencias como caminos a seguir en acciones de finalidades análogas a las suyas, ese largo camino, que llega hasta nuestros días, llamado trotskismo? Sin ánimo de limitar las ideas que sobre sí mismos tuvieron tales seguidores, se puede pensar que muchos que se autodesignaron como “militantes” intentaron emular su gesta, sus compromisos o su espíritu crítico si lo precedente, o sea las gestas o, más modestamente, las gestiones, no funcionaban bien, pero no por fuerza sus razonamientos ni su fuerza de escritura. Pero, con independencia de lo que pudieron lograr, y con la finalidad de dejar constancia de sus empresas, a sus seguidores se les presentaba el problema que Trotsky había resuelto en el sentido de una excepcional ecuación entre la importancia de los hechos narrados, su decisiva y concreta participación en ellos y su versión escrita, concretada en la autobiografía.
Por supuesto, hay muchos otros casos semejantes, Sarmiento entre nosotros, José Vasconcelos en México, Wagner clásicamente, que seguramente resolvieron la ecuación con parecido éxito, pero la que ahora me parece un punto de partida es la de Trotsky, que desencadena un interés más preciso, en particular sobre la que escribió alguien menos conocido, ¿uno de esos seguidores?, pero que merecería, por su autobiografía, que está en la tradición trotskista, ser igualmente considerada. Me refiero a la de Guillermo Almeyra, contemporáneo, cercano y con justificados títulos para haberla escrito porque, dicho sea de paso, siguiendo dicho modelo de acción, participó de hechos que constituyen casi toda la materia de su autobiografía.
Militante crítico se titula su texto, lo cual es de partida una declaración que Trotsky, más lacónico, no hizo y, a continuación, predica, subtitulando, como para instalarnos en la autobiografía: “Una vida de lucha” y, luego, como inevitable inferencia, “sin concesiones”; en clave de lectura se diría una indicación acerca del sentido que tuvo esa vida. Todo eso es, pese a su elocuencia, sólo un pórtico atravesando el cual se abren dos avenidas, permanentemente entramadas; una es la de una historia, dramática, de los avatares del trotskismo después de Trotsky, en la Argentina y en otros lugares del mundo, de la que poco se sabe acaso porque sus actores no la asumen del todo y para el resto es sinónimo de satanismo, y la otra es la de su personal intervención en ella, casi siempre como protagonista pero también y simultáneamente como testigo y crítico y, aún más, como juez.
Una y otra son reveladoras y apasionantes en virtud, quizás, de un juego interno, casi un ritmo propio de su relato, entre un “estar adentro”, inmersión, y “un estarse yendo”, alejamiento, en otras palabras entre compromiso y mirada crítica –a veces muy poco benevolente–, una suerte de hueco entre ambos términos en el que funciona un humor por lo general ausente en los discursos de esa opción política, más ricos en citas que en reflexiones, pero que recupera, sin imitarlo ni parafrasearlo, el que manejaba el propio Trotsky y por el que tuvo que pagar un considerable precio a cofrades tan solemnes como vacíos de pensamiento y de intención.
En cuanto a la perspectiva de la acción, Almeyra refiere su papel en numerosas empresas “revolucionarias”, en ciernes o en ejecución; se presenta, en protagonista, como disciplinado miembro pero observa y, con ácido humor, se solaza casi tiernamente con la ignorancia de sus compañeros o con los despropósitos de lo que intentan cometer y, sobre todo, acometer, al mismo tiempo que se observa a sí mismo, tanto en lo que implica actitud o “posición” política como en las penurias físicas y materiales que debe soportar, sin el menor patetismo y con la naturalidad de lo que sería propio de un destino revolucionario.
Y el humor, es fatal que esto ocurra, convierte el relato de la acción en otra cosa, lo hace más literario que testimonial, incluso más pedagógico, como si ese modo de abordar la historia pudiera proporcionar, como lo hace toda literatura, una enseñanza, en principio a otros trotskistas, de diversas familias, que esperarían ansiosos nuevas luces sobre inciertas perspectivas, así como al público en general, poco curioso o indiferente a ese aspecto oscuro de la historia que, después de todo, cubre casi todo el siglo XX.
Una suerte de tenue kantismo se desprende de ese modo de presentar la historia, como conflicto entre lo que se puede, lo que se debería haber hecho y lo que se debe hacer para que eso que se entiende como revolución tenga sentido y llegue a su meta. Y, sobre ese entramado de tres términos, se tiende esa actitud, bebida en el gran maestro Trotsky, que podemos designar como la ferocidad de la crítica, una especie de cirugía implacable respecto de enfermedades que pueden haber sido graves y otras que tal vez no lo hayan sido tanto, a saber discrepancias, comportamientos, debilidades, de las que es bueno no obstante informarse, como si quien critica –Almeyra no es el único, la crítica feroz es una marca de fábrica de muchos trotskistas– estuviera por encima de humanas flaquezas o quien es objeto de la crítica hubiera tenido que condenarse previamente por subjetivo, porque al parecer en tal rigor quirúrgico la subjetividad no cuenta, lo que cuenta es la lucha de clases, los rigores de la economía, la dictadura del proletariado o, como se dice en la actualidad, aligerando la expresión, el “gobierno de los trabajadores”, la gran solución.
Almeyra salta sobre ese paralizante rigor; no es benevolente, lo he señalado, pero tampoco es encarnizado: se diría que más bien traza, en esa prosa ágil y ajustada, un animado panorama de aspiraciones y fracasos, como balance final de una larga y riesgosa historia, en cuyo momento final se sitúa para ver desde lejos, ganada una indudable sabiduría de vida, lo vigente y válido de un conjunto de ideas y concepciones básicas pese a que todo lo que se emprendió se congeló en el camino o bien tomó una forma viciosa o bien simplemente no cuajó o bien quienes se sintieron protagonistas defeccionaron. Acaso los proyectos y propuestas, de las que formó parte o él mismo formuló, pecaban de gigantismo y quienes las formulaban sólo contaban con una modestia de recursos, tanto materiales como intelectuales, para concretarla; aceptaban –Almeyra lo hacía– la penuria, la marginalidad, la escasez de respuestas que enfrentaban con un espíritu de sacrificio heredado, sin saberlo, de diversas místicas, pero hasta un punto de cierre: por un lado insistir, en virtud de los mandatos de una ética personal, a mi juicio superficialmente anexada a la idea global de revolución o, por el otro, salir de esa cárcel mental y a otra cosa, a otro cantar.
Tiendo a creer que Almeyra optó por la primera vía: su libro lo dice; no renuncia pero escribe, las imágenes se precipitan, las informaciones proliferan, sabemos más pero sin ilusiones y si eso por un lado nos entretiene porque tiene mucha miga, por el otro se incorpora a un saber de un momento del conflicto social de nuestro tiempo que nunca terminamos de completar, seguramente eso no se logrará, faltan iluminaciones, habrá que esperar nuevas miradas sobre hechos en principio conocidos pero no agotados en su significación.
A los 14 años, al niño Almeyra se le revela el socialismo; no puede saber que setenta años después evocará ese momento con toda la emoción del caso; se entrega a esa revelación y poco a poco descubre el trotskismo: para su apetito de conocimiento y sus ansias de acción es el sistema más adecuado, teoría y práctica unidas, horizonte revolucionario coherente y modo de vida que le permite, una vez integrado a sus organizaciones, canalizar sus ansias de mundo y de aventura. Por eso, acepta lo que esas organizaciones, grupos, siglas, hasta la Cuarta Internacional y diversas formaciones, le asignan como tareas “revolucionarias” en los lugares más diversos del mundo, allí donde apunta, o lo parece, un brote, un espíritu de lucha en el que pueden leerse signos que encajan en los análisis coyunturales del grupo en el que actúa.
El relato recupera su paso por el Brasil del “Estado Novo”, la Argentina de la Libertadora y el frondizismo, la Córdoba pos “Cordobazo”, el Perú de Odría, la cárcel argentina, México y sus cárceles, Yemen del Sur, Francia, Italia, Libia, México otra vez, Italia, México y, finalmente Buenos Aires. De cada lugar extrae vertiginosos relatos de grupos, con descripciones contextuales muy precisas, de trabajos variados –obrero, periodista, profesor–, de habitaciones de todo pelaje, prestadas, en pensiones de cuarta, de personajes especialísimos, de amigos que dejaron de serlo, de solidaridades insospechadas, de iniciativas obstinadas y, en el conjunto, compone un retrato muy animado de un submundo del siglo XX, atravesado por grandes convulsiones, el todo como una grandiosa película sin final.
¿Protagonista? No cabe duda, pero nunca héroe; más bien mirada lúcida y perspicaz sobre las gestiones de esos desesperados que mimaban quizás la desesperación del Trotsky recluido y perseguido pero tenaz e indoblegable. Y, como perfume que emana de una rememoración vivaz y pletórica de incidentes y anécdotas curiosas, un obstinado sentimiento de decepción que planea por sobre los relatos y que lucha contra el arrepentimiento y el resentimiento que ha llevado a tantos a lugares de los que no se vuelve. El sereno lugar en el que Almeyra escribe, después de tanto mundo y de tantas preguntas, le depara al menos una certeza: es posible recorrer el infierno de la lucha social y salir indemne, con el juicio intacto y el espíritu abierto a lo que a su vez la palabra abre, el testimonio quizás pero, sobre todo, la literatura.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.