Dom 11.01.2015
libros

LA VIAJERA CONSTANTE

Fotografía y lenguaje poético se enhebran en la obra de Luisa Peluffo para desplegar un clima de evocación y fuerte implicancia con el paisaje.

› Por Sergio Kisielewsky

Existieron los fotógrafos trashumantes: los que iban de pueblo en pueblo retratando rostros de bebés; eran los tiempos en que no abundaban las cámaras de fotos, los chicos posaban y los cuadros se pintaban para que se vieran nítidos los rostros de los niños. También estaban los fotógrafos de plazas, de bautismos, casamientos, cumpleaños, toda una estirpe de trabajadores que se extinguió con los sucesivos recursos tecnológicos. Pero lo que no se borra son las imágenes de aquellos artesanos que se encerraban en el laboratorio en las décadas del 60 y 70. El cuarto tenía una tenue luz roja para no velar la foto, se revelaba cada rollo con ácidos dentro de grandes fuentes rectangulares. Todo podía ocurrir menos abrir la puerta donde sucedía el milagro que de un papel de cartón emergiera el retrato en cuestión. Esa es la puerta que entorna Luisa Peluffo, la fotografía y las palabras componen en el libro la misma película, se abren caminos donde los recuerdos se hacen notar. Pueden ser las iluminaciones, la unión libre, el imperio de los sentidos, la síntesis, la emoción, la belleza, la sugerencia y el asombro, la poesía como una manera de extrañar y desentrañar hechos que de otro modo no tendrían poética alguna. Puede ser que la fotógrafa sea la misma escritora que en las páginas impares del libro expone su caligrafía urgente dispuesta a que la página sea una pared, un mensaje en una botella, un camino que conduce a un follaje donde se cruzan enredaderas y glicinas en los anchos patios de entonces.

La poesía puede ocurrir a los 11 años, a los 14, a los 39 lo importante es que sucede y eso es lo que explora Luisa Peluffo a través de los sonidos y efectos que le produce el vínculo con la naturaleza. Puede ocurrir en la caída de los pétalos en el pasto y en las casas, la presencia de abrojos, cipreses, chapeles “en el campo a la hora de la siesta me internaba/ en la maraña de letras de Salgari y su mar / de piratas y tesoros en la siesta del campo yo / soñaba y enterré un tesoro después no / lo pude encontrar”.

Pero lo preciado se encuentra en su escritura como una suerte de espejo donde no se ve a ella misma, pues el espejo empieza a moverse, a jugar en la pared, y es también su cara la que remonta una y otra vez cada pirueta, es un juego y ésa es la matriz de su abordaje tomar las riendas de un caballo salvaje que sólo se detendrá ante su trazo, su soltura de lo no dicho, de lo sugerido apenas para que el lector imponga su propia evocación. Está agazapada como el gato Tobermory en el cuento de Saki, que todo lo oye y todo lo ve y para todos los visitantes tiene una palabra por decir, mientras todos piensan que el felino no puede dilucidar nada y mucho menos hablar. Poesía que narra lo que la experiencia vital conlleva (“sepia es una mujer/ que no quiere recordar”) como si en una imaginaria tabla de elementos Jacques Prévert leyese en la glorieta que da a una campiña francesa su poema “Desayuno”, un estilo que en Peluffo dejó más de una huella.

Signos y metáforas que tienden puentes entre sí y crean sentido, margen donde el andamiaje poético se torna cada vez más amplio, incorporando la anécdota y el corte de versos pero no de ideas y asombros.

Luisa Peluffo nació en Buenos Aires y reside en Bariloche. Publicó varios libros de poesía, como Materia viva, con prólogo de Enrique Pezzoni; Materia de revelaciones (Premio Regional del Fondo Nacional de las Artes); Un color inexistente (Premio Carmen Conde de Poesía, España). En 2012 publicó el libro de cuentos Se llaman valijas, toda una declaración de vida que podría traducirse con el acertijo imperecedero: navegar es preciso y la poesía es su barco que nos llevará hacia alta mar.

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