Domingo, 25 de enero de 2015 | Hoy
José Pablo Feinmann confronta en este artículo el concepto de unicidad tanto en el mahometanismo como en la concepción capitalista, siguiendo los pasos de una continuidad de terror y catástrofes que van hilvanando, desde 2001, los años del siglo que transcurre. Y si las Torres Gemelas fueron el Pearl Harbour de la guerra de Irak, señala Feinmann, pronto podrá verse la utilización guerrera y xenófoba que hará la derecha occidental del atentado a Charlie Hebdo.
Por José Pablo Feinmann
La unicidad del mahometanismo y la unicidad del Occidente tecnocapitalista se enfrentan durante los días presentes y la modalidad de ese enfrentamiento adquiere la forma de la catástrofe y el terror. Hace más de una larga década que el pensamiento crítico ha denunciado la dogmática tecnocapitalista de lo Uno surgida luego del fin de la Guerra Fría. La posguerra fría se caracterizó por la violenta imposición de un discurso único, triunfante, devastador e irrefutable: el discurso del liberalismo de mercado que sofocó las diferencias, las culturas alternativas, los estados nacionales y las identidades. Un discurso apoyado en un aparato comunicacional poderoso capaz de constituir las subjetividades del mundo sometido a él. Así, el Occidente tecnocapitalista instauró un Saber absoluto, un Sujeto absoluto, una centralidad absoluta y una maquinaria de guerra inédita que sostenía esos poderes. Hoy, desde otra unicidad, desde otro Uno que es, simultáneamente, lo Otro de Occidente, se agrede con una eficacia devastadora lo Uno occidental. A su vez, Occidente se prepara para arrasar con lo Uno islámico. Un apocalíptico juego especular en que lo Otro de Occidente acabe, tal vez, realizando la destructividad esencial del tecnocapitalismo y exhibiendo, en ese gesto, que es en verdad la cara oculta de Occidente, su pesadilla secreta, su inconsciente más temido, ya que –si llevamos al terreno de la filosofía política una fórmula de Jacques Lacan: el inconsciente es el discurso del Otro– podríamos sugerir que el discurso devastador del fundamentalismo islámico es el inconsciente del tecnocapitalismo, y viceversa. No es casual, entonces, que el planeta se encuentre al borde de la destrucción.
Hegel, en su Filosofía de la Historia, en esas clases olímpicas que daba en tanto rector de la Universidad de Berlín y filósofo dilecto del Estado prusiano, se ocupa del mahometanismo. Se trata de una “revolución del Oriente” que vendría a terminar con el aberrante culto de las particularidades en que había caído el paganismo cristiano. “Aquí lo uno convirtióse en el objeto de la conciencia y en lo último de la realidad.” (Nota: Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, 1999, pp. 591 y siguientes.) Es una religión “fuerte y pura” que da testimonio de un “espíritu sencillo que, como el judaísmo, rompe con todos los particularismos”. De este modo, judíos e islámicos comparten esa pasión por el Dios abstracto, alejado de la figuración, de lo relacional, de los particularismos. “En esta religión sólo lo uno, lo absoluto, es conocido. La intuición de lo uno debe ser lo único reconocido y lo único que rige.” Esta adoración de lo Uno lleva a la negación, a la destrucción “de todas las diferencias”. ¿Qué deduce Hegel de esta actitud? Adorar lo Uno y aborrecer de las diferencias “constituye el fanatismo”. Y define: “El fanatismo consiste, en efecto, en no admitir más que una determinación, rechazando todo lo demás particular y fijo y no queriendo establecer en la realidad más que aquella única determinación”. Ya veremos esta temática en el Corán. Sigamos un poco más con Hegel: “La adoración del uno es el único fin último del mahometanismo; y la subjetividad tiene sólo esta adoración como contenido de la actividad, como también el propósito de someter el mundo entero a ese uno”. Acaso en este último matiz se exprese cierta paranoia occidental de Hegel, quien, sin embargo, no estaba preocupado por el, digamos, “peligro islámico”. Y continúa: “El hombre tiene valor sólo como creyente. Rezar al uno, creer en él, ayunar, eliminar el sentimiento corpóreo de la particularidad, dar limosna, esto es, renunciar a la posesión particular; estos son los simples mandamientos”. Sin duda, Hegel se había hecho tiempo para frecuentar el Corán, pues la descripción es certera. Y más aún: “Pero el supremo mérito es morir por la fe y el que perece en la batalla por la fe está seguro de obtener el paraíso”. Actitud religoso-existencial que permitió la eficacia del atentado a las Torres Gemelas, porque el terrorista al que no le preocupa huir, establecer un plan de escape, es infinitamente más letal que el otro, el que pone la bomba pero quiere seguir vivo.
Hegel, luego, establece una simetría fascinante: une Oriente y Occidente con el lazo del terror. Señala a Robespierre y afirma, sin más, que si para el fanatismo islámico el principio es “religión y terror”, para el fanatismo iluminista de la Revolución Francesa el principio fue “libertad y terror”. Si establecemos un puente entre la burguesía capitalista que conquista, en 1789, el poder político y su demoníaca heredera del siglo XXI –el capitalismo financiero tecnocomunicacional– podríamos decir que éste esgrime un principio tan destructivo como el del Islam y el de Robespierre: Libertad de mercado y terror. Vamos, así, dibujando el complejo entramado civilizatorio que derrumbó las Torres e inició el siglo XXI, si es que aceptamos la modalidad de iniciar los siglos con las catástrofes. (El siglo XX se inició con la del Titanic y terminó con la del Titanic, el Titanic de James Cameron, el film catástrofe más caro de la historia en el que todo el mundo vio, sin sospecharlo o acaso sí, sospechándolo, la prefiguración del hundimiento de las Torres.)
Otra simetría entre Robespierre y los califas: “Los califas tenían derecho a ejecutar a quien quisieran, a capricho. El principio de Robespierre de que para mantener la virtud es necesario el terror, era también el principio de los mahometanos”. Y Hegel se remite al califa Omar, quien destruyó la biblioteca de Alejandría, para entregarnos su más impecable ejemplo de fanatismo y negación de lo diferente. ¿Por qué destruye Omar tan magnífica bilbioteca, un espacio luminoso que cobijaba todo tipo de libros diversos? Dice Hegel: “O esos libros –dijo (Omar, el califa)– contienen lo que ya está en el Corán o contienen cosa distinta. En ambos casos, sobran”.
Hegel, entonces, ahí, en Berlín, circa 1830, termina con perfecto desdén occidental su exposición del mahometanismo: “En la actualidad el Islam ha quedado recluido en Asia y Africa (...) quedó hace tiempo, pues, fuera de la historia universal, retraído en la comodidad y pereza orientales”. Sarmiento pensaría algo similar: el Oriente bárbaro restaba sumergido en una siesta eterna y sólo podía “importunar con su algazara” la misión civilizatoria de Occidente. Que también se desarrollaba en las provincias argentinas, ese rostro insumiso de la barbarie sudamericana. De este modo, ese monstruo, ese Otro absoluto que Occidente daba por terminado, “fuera de la historia universal”, aparece hoy como la pesadilla devastadora de quienes lo imaginaron dormido o muerto para siempre.
Otro rector, otro Estado autoritario, otro curso de filosofía, nos desplazamos así del Hegel berlinés del siglo XIX al Heidegger nacionalsocialista del siglo XX. En 1935, en Friburgo, Heidegger dicta su curso de Introducción a la metafísica. Si Oriente, en las Lecciones de Hegel, quedaba sepultado en la comodidad y la pereza, en el Curso de Heidegger no existe, tan sepultado está que no forma parte del conflicto metafísico que el “maestro de Alemania” explicita. ¿Cuál es ese conflicto? Escribe Heidegger: “Esta Europa en atroz ceguera y siempre a punto de apuñalarse a sí misma, yace hoy bajo la gran tenaza formada entre Rusia, por un lado, y América, por el otro. Rusia y América metafísicamente vistas son la misma cosa: la misma furia desesperada de la técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre normal (...) La decadencia espiritual de la Tierra ha ido tan lejos que los pueblos están amenazados por perder la última fuerza del espíritu, la que todavía permitiría ver y apreciar la decadencia como tal (...) En efecto, el oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que, categorías tan pueriles como las del pesimismo y el optimismo, se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles” (Cap. 1: La pregunta fundamental de la metafísica). De este diagnóstico (que suena en nuestros oídos siglo XXI como una descarnada y brutal verdad) Heidegger extrae conclusiones: Europa debe abrirse de las tenazas de América y Rusia y buscarse en su centro, de aquí habrá de despegar sus fuerzas histórico-espirituales. ¿Cuál es ese centro? Es Alemania. La Alemania de 1935, la Alemania nazi. Escribe Heidegger: “Estamos dentro de la tenaza. Nuestro pueblo se experimenta como hallándose en el centro de su presión más cortante (...) Todo esto trae aparejado el hecho de que esta nación, en tanto histórica, se ponga a sí misma y, al mismo tiempo, ubique el acontecer histórico de Occidente a partir del centro de su acontecer futuro, es decir, en el dominio originario de las potencias del ser” (Ibid). En suma, si Europa quiere escapar a la aniquilación “deberá centrarse en el despliegue de nuevas fuerzas histórico espirituales, nacidas en su centro” (Ibid). Al ser, ese centro, Alemania, su despliegue salvará a Occidente. Así, el diseño, digamos, geopolítico de Heidegger, ahí, en Friburgo, en 1935, como rector nacionalsocialista, es el siguiente: hay una tenaza que sofoca las fuerzas espirituales del centro. La tenaza tiene dos brazos (que, metafísicamente hablando, son lo mismo): Rusia y América. El centro es Alemania. Y eso es todo. Oriente, como vemos, no había “olvidado” el ser para entregarse a la exaltación del ente en tanto técnica como Rusia y América, sino que, simplemente, no tenía nada que ver con él.
Occidente no tiene que ir a buscar el fanatismo de lo Uno al Islam, ya que lo tiene en el Mediterráneo, en su hogar primitivo, entre los griegos, entre quienes, precisamente, Hegel decía que “nos sentimos como en casa”. Heidegger, a su vez, habrá de rechazar la calificación de los presocráticos como prealgo, desde que ese “pre” expresaría un juicio de valor. De aquí que califique de “necio” hablar de Parménides como presocrático, más necio aún, dirá, que calificar a Kant de prehegeliano. Así las cosas, Parménides y la Escuela de Elea expresan el corazón de la filosofía de Occidente en igual medida que Platón o Aristóteles, y si Parménides es el filósofo de lo Uno, Zenón –con sus aporías– será el de la imposibilidad del movimiento. Dos caras de la misma moneda.
Ahí, entonces, en Elea, siglo V a. C., Occidente se consagra a la exaltación de la unicidad. Y es Parménides, inspirándose en Hesíodo, quien habrá de escribir un poema épico cuyo título es: Sobre la Naturaleza. Y cuyo pasaje acaso más célebre es el que sigue: “Aquella que afirma que el Ser es y el No-Ser no es, significa la vía de la persuasión –puesto que acompaña a la Verdad–, y la que dice que el No-Ser existe y que su existencia es necesaria, ésta, (...) resulta un camino totalmente negado para el conocimiento (...) Porque jamás fuerza alguna someterá el principio: que el No-Ser sea”. En cambio: “El Ser es increado e imperecedero, puesto que posee todos sus miembros, es inmóvil y no conoce fin. No fue jamás ni será, ya que es ahora, en toda su integridad, uno y continuo. Porque, en efecto, ¿qué origen podrías buscarle? (...) Por tanto, o ha de existir absolutamente o no ser del todo (...) No es igualmente divisible, puesto que es todo él homogéneo (...) Nada hay ni habrá fuera del Ser”. En suma, el Ser es Uno, el Ser es eterno, el Ser no tiene principio ni fin, el Ser es inmóvil, el Ser es la Verdad y el Bien. Se argumentará (recurriendo a un lugar común de la historia de la filosofía) que en ese Mediterráneo de los orígenes también estaba Heráclito y su río y la imposibilidad de bañarse dos veces en él porque no cesaba de fluir. No obstante, la centralidad retorna una y otra vez en la filosofía de Occidente. Para congraciarnos con los seguidores del último Heidegger, con los deconstructores de la metafísica, señalemos que, sí, en Descartes la subjetividad se afirma como centro de una nueva metafísica, la subjetividad ocupa el lugar del Ser parmenídeo. Pero no dejaremos de señalar –es válido hacerlo aquí– que el deconstructor supremo de la centralidad cartesiana, Heidegger (por ejemplo: no sólo en La época de la imagen del mundo, sino en el tomo segundo del Nietzsche), el filósofo que encarna la crítica a la centralidad del sujeto, encuentra (como vimos) otra centralidad, allí, en Friburgo: la de la Alemania de 1935. El centro, lo Uno se encarna aquí en la voluntad del Führer.
¿Qué es lo que constituye a lo Uno en Uno? Lo Uno se opone a la diferenciación. A la multiplicidad. A la pluralidad. La doctrina de la Verdad, en Parménides, basándose en lo Uno, señala que lo Uno jamás será lo múltiple, y verá en lo múltiple el reino de la ilusión, de la opinión. Todo aquello que no es el Ser será lo que no es y será lo falso, lo ilusorio, lo inexistente. Vemos dibujarse así el fundamentalismo occidental: al asumirse Occidente como el Ser, todo lo que no sea Occidente es el No-Ser. Así, para Hegel, Oriente era el No-Ser en la modalidad de la comodidad y la pereza: estaba fuera de la historia universal que es, claro, el Ser para Hegel. Para Sarmiento –lo veremos mejor– la barbarie es el No-Ser, y –sobre todo– es lo que no debe ser, matiz que expresa la posibilidad represiva. En Heidegger, por último, el No-Ser es lo que no está en el centro y –ni siquiera– existe en tanto tenaza del Ser. (Me refiero, exclusivamente, a los textos de Introducción a la metafísica.)
El concepto fundamental del Corán (de todo el Corán, de punta a rabo, repetido al infinito) es el de la unicidad de Dios. Alá es Uno y Mahoma es su profeta. Si el culto a lo Uno es la centralidad expresiva de la fe y la sumisión (“islam” significa eso: sumisión u obediencia, y “musulmán” significa “el que obedece la ley de Alá”), el extremo pecado, el pecado de absoluta irredención y que se hará pasible de los más feroces castigos es el de no reconocer o negar o desobedecer la unicidad de Dios. A su vez, el modo de desobedecer o negar la unicidad de Dios es el de asociar a Dios con otros elementos. Es el pecado de asociación y quienes lo cometen son los “asociadores”. No hay infierno que alcance para ellos. De este modo, el Corán es un libro de exigencias y castigos. También de muchas otras cosas, ya que todo lo que un musulmán debe hacer está escrito en el Corán, desde el matrimonio, los pesos y las medidas, la vigilancia de los ganados, las reglas de la hospitalidad hasta la vestimenta, la ética, el pago de los impuestos y la justicia. No obstante, una y otra vez, con la obsesividad de una amenaza compulsiva, hay una exigencia fundamental y un pecado tan fundamental como la exigencia, ya que surge de no obedecerla y no confirmarla. La exigencia es la de someterse a la unicidad de lo Uno, el pecado es asociar lo Uno a cualquiera de los infinitos “otros” posibles. Por ejemplo: “¿Tomaré por patrón a otro distinto de Dios, creador de los cielos y de la tierra, que da alimento mientras él no se alimenta? Di: ‘He recibido orden de ser el primero que se someta a Dios’. ¡No estés entre los asociadores!” (6: 14). También: “Le han fabricado hijos e hijas (...) ¿Cómo tendría un hijo si carece de compañera y ha creado todas las cosas y sobre todas las cosas es omnisciente?” (6: 100/101). También (en una de las infinitas invectivas contra judíos y cristianos): “Los judíos dicen: ‘Uzayr es hijo de Dios’. Los cristianos dicen: ‘El Mesías es hijo de Dios’. Esas son las palabras de sus bocas: imitan las palabras de quienes, anteriormente, no creyeron. ¡Dios los mate!” (9: 30. “El Islam ante los infieles”). También (muy marcadamente contra el cristianismo como religión esencialmente “asociadora”): “Dicen: ‘Dios ha adoptado un hijo’ (...) No tenéis prueba de esto. ¿Diréis contra Dios lo que no sabéis? Di: ‘Quienes forjan contra Dios la mentira no serán salvados’. Tendrán un breve goce en el mundo. En seguida les haremos gustar el terrible tormento, porque fueron incrédulos” (10: 70/71: “Unidad divina”). También: “En verdad les hemos dado pruebas en este Corán para que reflexionen, pero no les aumenta más que el extravío. Di: ‘Si junto a Él hubiese otros dioses, como dicen, desearían encontrar una senda hasta el Dueño del Trono (...) No hay nada que no cante su alabanza, pero vosotros infieles no comprendéis su loor” (17: 43/46: “Unidad y omnipotencia divinas”). Así las cosas, basándose todo el texto sagrado en la postulación de la unicidad de lo Uno y el señalamiento de la asociación como el más lacerante pecado, los acápites del Corán se multiplican en señalar dos cosas: 1) Unidad y omnipotencia de Dios; 2) Castigos para los infieles. Veamos: “Amenazas a los infieles” (“Si estáis en duda sobre lo que revelamos a nuestro siervo, Mahoma, pues traed una azora de su émulo y llamad a vuestros testimonios prescindiendo de Dios (...) Si lo hacéis –y no lo haréis– temed al fuego que tiene por combustible a las gentes; las piedras se han preparado para los infieles”, (2: 21/22), “Extravío de los impíos”, “Contra judíos, cristianos y politeístas”, “Omnipotencia y unicidad divinas”, “Contra los apóstatas”, y muchas veces más: “Unidad divina”, “Omnipotencia divina”. Y pasajes de arrasadora belleza. Sobre los impíos: “¿No meditarán el Corán o encima de los corazones hay cerrojos?” (47: 26). Y si sobre sus corazones hay cerrojos: “¡Maldígalos Dios! ¡Ensordézcalos! ¡Ciegue sus ojos!” (47: 25).
Aclaremos: nada más lejos de nosotros que inducir a una lectura del Corán en tanto texto primitivo o “irracional”. Podríamos señalar iguales pasajes llenos de intolerancia y amenazas feroces en el Antiguo y Nuevo Testamento. No es casual que los judíos (aunque víctimas de discriminaciones y persecuciones en el universo musulmán) no sufrieron ahí ni remotamente los castigos habituales que se les aplicaron en el Occidente cristiano. Por decirlo claro: no hubo un Hitler islámico. Pero el texto islámico (al postular la sumisión a lo Uno y el castigo a los “asociadores”) incurre en una rigidez condenatoria que abarca demasiadas expresiones de la condición humana. El marxismo, para el Islam, es herético y blasfemo, ya que dice que Dios es una creación del hombre, elevando, de este modo, al hombre por encima de Alá. Ni pensemos los horrores que el Islam indicaría para Nietzsche, supremo asociador y negador de Dios, a quien declara “muerto” para instalar al hombre, en tanto superhombre, en su lugar. También son asociadores los que se alejan de Alá y se asocian a los cultos materiales del dinero, el progreso científico, la tolerancia sexual, etcétera.
En el film de Gillo Pontecorvo, La batalla de Argelia, que tanta influencia tuviera entre los movimientos insurreccionales (armados o no) de fines de los sesenta y comienzos de los setenta en la Argentina y en América latina, había una escena decisiva. Pontecorvo narraba cómo dos militantes del argelino Frente de Liberación Nacional enfrentaban al colonialismo francés, revolucionariamente, re-asumiendo sus tradiciones musulmanas; esos dos militantes eran un joven y una joven que decidían establecer matrimonio según el ritual musulmán. Era una afirmación de la propia identidad en contra de la deculturación del imperialismo. Los casa un miembro del Frente de Liberación y se asume –conceptualmente– que la religión, en los países agredidos por el colonialismo, es un arma de lucha en tanto retoma la auténtica tradición nacional. Este esquema interpretativo fue –entre nosotros– utilizado por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde en un texto clásico de los setenta: Facundo y la Montonera. Se daba una interpretación progresista de la célebre bandera de Quiroga: Religión o muerte. Quiroga no postulaba el islamismo, sino el catolicismo, pero lo hacía en contra del laicismo rivadaviano empeñado en facilitar la penetración del imperialismo británico. Ortega Peña, así, hablaba de la religión como factor nacional defensivo en los países dependientes. Ideas como ésa –aquí– lo llevaron a morir bajo las balas hiperfundamentalistas de la Triple A.
En un sencillo pero muy serio librito sobre el Islam se aborda la temática con justeza: “La difusión del Islam siempre se ha basado en la fuerza y la sencillez de esta convicción religiosa (...) En consecuencia, resulta fácil entender por qué los pobres del Tercer Mundo –que es donde el Islam se propaga con mayor rapidez– buscan solaz en la idea del Paraíso después de la muerte. Pero también existen motivos políticos y sociales del éxito persistente de esta religión. El Islam es una fuerza conservadora muy vigorosa que apuntala la vida tradicional de la familia y protege a las personas y las comunidades contra los cambios gigantescos y a menudo destructivos impuestos a los países del Tercer mundo por el contacto con el mundo capitalista desarrollado o con el comunista” (Chris Horrie y Peter Chippindale, ¿Qué es el Islam?, p. 13). Es lo que mostraba Pontecorvo, pero, claro, en relación con la opresividad del capitalismo: el islamismo, si bien era arcaico, devenía progresista, y hasta revolucionario, porque afirmaba, retomándola, la identidad nacional contra el agresor imperialista. No es casual que hoy, desde los países pobres castigados por la globalización tecnocapitalista, muchos, secretamente, admiran a este Islam fundamentalista, hijo de la utopía del Tercer Mundo liberador, atrasado, pobre, que ha logrado –como nadie nunca antes– herir al coloso en el corazón de su poder. Incluso hay un chiste en boga que expresa impecablemente este sentimiento: “Superman se arroja desde los edificios, Spiderman trepa por los edificios, Musulman los destruye”.
En el final del libro de Huntington (el libro que todos leen buscando develar el secreto de los días que transcurren y el libro, también, que guió a Bush y al Pentágono en la cruzada bélica y vengativa de Occidente contra el Islam) se lee que el choque, “el choque máximo, el verdadero choque a escala planetaria, (es) entre civilización y barbarie”. Se trata, casi, de la frase final del libro, de la conclusión de todas las conclusiones. De este modo, otra vez esa antinomia absoluta, ese antagonismo irresoluble, esa contradicción insuperable, antidialéctica, trama la historia. La palabra “bárbaro” viene de los griegos y la retoman los romanos. Brevemente: designa lo Otro, lo Otro absoluto, lo inintegrable. Aquello que jamás habremos de ser, que jamás será parte nuestra, y que deberemos ignorar o, si es necesario, destruir, pues con belicosa frecuencia la barbarie se muestra, no sólo como lo Otro de la civilización, sino como una fuerza que se alza para destruirla. A lo largo de la historia, la civilización, no obstante, se las ha ingeniado para destruir a la barbarie, que es, entre tantas otras cosas, infinitamente seductora.
Lo era, al menos, para Sarmiento. En Facundo las alusiones a Oriente son constantes. Sarmiento busca identificar las campañas argentinas con el quedantismo oriental. Así, “la extensión de las llanuras imprime (...) a la vida del interior cierta tintura asiática” (Facundo, Universidad de La Plata, 1938, p. 34). La civilización se viste de frac, la barbarie no: “De frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía Abdul-Medjil quiere introducir la civilización europea en sus estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas para vestir frac, pantalón y corbata” (p. 148). Facundo y Rosas, por el contrario, señala indignado Sarmiento, le han hecho una guerra sin cuartel al frac y la moda. (Sarmiento olvida aquí al Quiroga porteño de 1834, constitucionalista y obsedido por la elegancia y los salones de Dudignac y Lacombe. Es este Quiroga el que Menem encarna en su segunda etapa: cuando hace la política de la oligarquía liberal y se viste á la Versace.) Sigue señalando, Sarmiento, simetrías entre Oriente y la campaña argentina: el color colorado, el color de la barbarie. Escribe: “¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los salvajes (...) el verdugo y Rosas se hallen vestidos con un color proscripto hoy día por las sociedades cristianas y cultas?” (p. 147). No, ocurre que Oriente y las montoneras argentinas expresan lo Otro de la civilización. Hay, así, una guerra que cubre diversos territorios, pero es la misma guerra: “Las hordas beduinas que hoy importunan con su algazara y depredaciones la frontera de la Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina (...) La misma lucha de civilización y barbarie existe hoy en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera” (p. 76). Los ingleses en la India y los porteños en las provincias argentinas traman una misma lucha: entre la civilización y la barbarie, “entre la inteligencia y la materia” (p. 47). Si analizamos cómo solucionó Buenos Aires la antinomia después de la batalla de Pavón (1861), si analizamos cómo se desarrolló eso que el general Mitre llamó “guerra de policía”, si pensamos que sus puntos culminantes fueron la decapitación de Peñaloza en Olta y el arrasamiento definitivo del Paraguay (ver: Belgrano Rawson, Setembrada, donde el símil Paraguay-Vietnam es muy claro), podremos conjeturar el espíritu que alimentará las campaña civilizatoria de Occidente: el aniquilamiento de la barbarie. El general Bougeaud, conquistador francés de Argelia, le aconsejó a Sarmiento: a la barbarie se la combate con la barbarie. El fundamentalismo islámico alimenta al de Occidente. Las Torres Gemelas fueron el Pearl Harbour de la guerra de Irak. Veremos muy pronto la utilización guerrera, xenófoba, que hará la derecha occidental del atentado a Charlie Hebdo.
Son los llamados versos satánicos. Cierta vez Mahoma recibió una revelación en que se le decía que concediera condición divina a tres diosas paganas adoradas por una tribu que necesitaba tener de su lado por motivos de estrategia guerrera. Así lo hizo. Esa tribu se convirtió al Islam y guerreó junto al profeta. No obstante, hubo otra –terrible– revelación. En ella se le decía a Mahoma que no había sido Alá quien había susurrado la primera revelación, sino Satanás. Este episodio no se conserva en el Corán, nada hace referencia a él. Pero todos lo saben: una vez, fatídica, Satanás habló por labios de Mahoma. Si esto ocurrió una vez, ¿no habrá ocurrido siempre? ¿No será todo el Corán un inmenso monólogo de Satanás dicho por Mahoma? Si fuera así, ¿qué es el Islam? El tema es infinito: toda una religión acosada por una sospecha demoníaca. Veamos la cuestión desde la fórmula de Lacan que utilizamos al comienzo: los versos satánicos, lo que el islamismo niega, lo que no puede aceptar, su lado oscuro, en suma, su inconsciente, es, en efecto, el discurso del Otro. En este caso, el Otro de Alá, Satanás. Nosotros, que somos occidentales, no creemos que sea así. Se trata apenas de una leyenda que busca infamar un texto sagrado en el que creen millones de musulmanes, hombres y mujeres que nada tienen de fundamentalistas ni adhieren a la política del terror.
Por otra parte, nosotros, occidentales, no ignoramos sino que sabemos –desde hace siglos– que la Historia es un largo monólogo de Satanás. O también –al modo de Shakespeare y Faulkner– el relato de un idiota lleno de sonido y de furia. Acaso más que nunca lo sabemos hoy.
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