Sábado, 24 de enero de 2015 | Hoy
Por Rudy
¿Cómo le va, lector? ¿Le va? Disculpe usted esta pregunta que parece totalmente descontextualizada. Y también disculpe usted por incluir, en una nota de humor, en un suplemento que seguramente usted está leyendo este sábado de enero, parte de sus vacaciones, o de un fin de semana que se quiere relajado, palabras como” descontextualizada”, más dignas de un reporte económico, político, judicial o paradigmático (perdone usted otra vez, la palabra paradigmático también está “descontextualizada”) que de una columna que se pretende humorística, tal vez pasatista, quizá frívola o eventualmente superficial, como para que usted la lea mientras degusta un trago, un café, o simplemente espera la llegada de alguien sin duda mucho más importante que cualquier cosa que aquí podamos decirle.
Pero, más allá de contextos y sintextos, no podemos evitar formularle, volver a formularle, la pregunta “¿le va?”. Y lo hacemos porque esta semana nos hemos cansado y descansado de escuchar, ver, oler y contactar gente que nos dijese “a mí no me va”. O “ésa a mí no me va”. O “ésa no me cabe”.
Y no se trata, en ningún caso, de gente que estaba probándose ropa, pongámosle una remera que diga “Yo soy Tonto”, “Yo soy Bolú”, “Mentime y llamame Pepe”, para lucir en la playa y provocar la envidia de la concurrencia que evita mostrarse tan ingenua como es, por miedo al “qué dirán”, o peor todavía, al “qué me dirán”, o más peor todavía, “qué dirán de mí”.
No, no están probándose remeras, ni tampoco noticias, para –tal como las remeras– lucirlas en la playa. Aunque siempre garpa llegar al balneario con una primicia. Mientras los demás todavía no entienden nada de lo que pasó ayer, uno tampoco entiende nada, pero de lo que pasó hoy, de lo que está pasando ahora mismo, de lo que dicen que dicen que murmuran que chimentan que mascullan que va a pasar dentro de 10, 9, 8...
Pero esta semana, no. Porque la remera más actualizada debería tener un sapo estampado, y la leyenda
“Yo no me lo trago” o
“Ya no me entran más” o
“Yo vi a Merkel y Sarkozy marchando a favor de los derechos humanos” o
“Yo soy sapo” o
“Salven a los bolús” o
“Yo no soy islamófobo ni sé lo que quiere decir” o
“¿Acaso parezco alguien a quien le gustan los sapos?” o
“Besame que me convierto en príncipe”.
¿Le va, lector?, ¿le sube?, ¿le entra?, ¿le cabe?, ¿le entalla? Pare, pare, tranqui, no es nuestra intención venderle remeritas, ni sapos, ni noticias, ni hipótesis, ni tesis, ni antítesis, ni paradigmas en mal estado, ni imperativos categóricos kantianos, ni pretéritos pluscuamperfectos del subjuntivo. Esas cosas se las dejamos a los vendedores ambulantes de la playa, que viven de eso. O al menos lo intentan, lo mejor que puedan.
Nosotros, estamos, queremos estar, para otra cosa.
Y no lo decimos de soberbios, ni de envidiosos, avaros, iracundos, lujuriosos, perezosos o golosos. Ninguno de los siete pecados capitales nos anima. Lo nuestro no es eso. Y de hecho, no queremos ofender a ninguna creencia ni religión, ni siquiera a ninguna superstición, o delirio colectivo o individual.
Y no es por miedo, sino por respeto.
Si un lector quiere creer que cuando uno muere se transforma en leberwursh, tiene derecho a hacerlo. Incluso puede ir a la fiambrería y comprar uno, y presentarlo ante el mundo como “Tío Egberto”. Mientras no le haga mal a nadie. Y no nos obligue a los demás a ver parientes ya fallecidos en cada salamín, mortadela o lomito de Praga que se nos cruce en la vida.
Suelo decir que no me molesta que alguien se crea Dios, pero si al rato veo a cien que le están rezando, me preocupo. Quizá me preocupo porque soy neurótico mandato cumplido. Si no, miraría para otro lado, y ya. ¿Y ya?
Decíamos entonces, y lo seguimos diciendo, que respetamos la posibilidad de creer cualquier cosa. Sabemos de la relatividad de ciertas verdades. Sabemos que nada se pierde, todo se transforma... en rumor.
Y el rumor, parece que garpa.
Usted se aparece en la playa con un rumor, y enseguida la gente se instala a su alrededor..., tapándole el sol. Usted sabrá qué elige.
Porque, a veces, hay rumores que matan. A quien lo originó, o a terceros. Y entonces se originan más rumores, todavía. Y terminamos todos mal, bajo los efectos de la Bomba Rumórica, que tiene un altísimo poder expansivo, y puede lastimar, herir, matar.
Los rumores pueden ser sobre los amores, los temores, los tumores, los temblores, los colores. También pueden ser conspirativos, corporativos, cooperativos. Los rumores se reproducen, y no por vía sexual, aunque a veces, también.
Usted está tirado en la playa en una reposera, mirando el mar, y de pronto, a un costado de su campo visual, alguien le está cuchicheando algo a alguien. Usted no otee. NO sabe. NO le importa. Pero... le pica. Finalmente le pica.
Usted quiere saber, tiene que saber, necesita que alguien le diga qué pasa, qué pasó, qué va a pasar, aunque sea falso. Un rumor falso sirve, porque se puede divulgar, y mientras no se comprueba la falsedad, vale. Y después, también. Y ante el menor reclamo por la mala calidad de la mercadería, se pueden levantar las manos a los costados del cuerpo y decir “a mí me dijeron”.
A veces los rumores se instalan a partir de hechos trágicos. A veces los rumores instalan hechos trágicos. A veces los rumores juzgan. Condenan. Absuelven. Sospechan. Estigmatizan (uy, lector, perdone otra vez, con “descontextualizada” y “paradigmática” van tres palabras inadecuadas en una sola nota, voy a tratar de hacer más simple el suplemento de la semana que viene).
Mientras tanto, el verano, la playa, el descanso, las olas y el viento y el frío del mar.
Y nosotros, como siempre, acompañándolo a usted, lector, en nuestro semanal intento de querer metabolizar, digerir, elaborar la realidad, o algo que se le parezca, con humor. O sea, con la mayor seriedad posible.
Hasta la semana que viene, lector.
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