Domingo, 1 de febrero de 2015 | Hoy
En cinco relatos crudos, pero con sutilezas de estilo, Acheli Panza logra construir un universo donde naturaleza y conductas humanas se entrelazan al borde de lo fantástico.
Por Mercedes Halfon
Todos los días del año conmemoran al menos un santo y es la sucesión de esos días y esos santos lo que se llama Santoral. De ahí proviene el nombre del primer libro de cuentos de Acheli Panza, nacida en Misiones en 1975. Cinco relatos crudos y vigorosos, como empolvados en tierra roja, tal vez siguiendo una senda iniciada hace casi cien años por Horacio Quiroga. Pero un santoral es también un calendario que recuerda muertes dolorosas y mística elevada; y esas dos cuestiones nos introducen de lleno en el tono de estas historias.
El primero cuento –que le da título al libro– es el diario de una mucama en el período en que trabaja en una casona de un matrimonio de clase alta. Panza construye este personaje protagonista y narrador con un realismo extremo, al que no se le pasa ningún detalle material ni espiritual. Desde la ducha de agua fría con la que se deben bañar a la mañana las empleadas –aunque no parece haber problemas de gas en la mansión–, hasta el irritante sonido “crick” que hace su compañera de trabajo cuando bosteza, en el declive del día laboral. A diferencia de muchos costumbrismos literarios que han circulado en los últimos años, Panza no busca emular un habla particular con sus personajes, que si bien son rigurosamente verosímiles, no están escritos desde un mimetismo lingüístico, sino desde una deliberada reconstrucción. Si en algo intenta ser fiel la autora respecto del mundo y los personajes que retrata es en su modo de mirar, de reflexionar, y no en la reproducción de un habla local a la que lo más probable es que la literatura le quede demasiado estrecha. “Hoy es sábado, me voy a casa. Armo una mochila y al mediodía tomo el tren para Glew. El día es luminoso. En el tren consigo un asiento que da a la ventanilla, miro para afuera porque me gusta ver por la ventanilla cómo pasa todo tan rápido, el paisaje se desvanece.”
En este primer cuento y también en los que le siguen, Panza desgarra la lisura de su realismo para mostrar a través de esos jirones otra superficie de las cosas. La protagonista empieza a recibir mensajes de una voz interior que la acosa, le advierte de peligros, le da fijas para la quiniela a la vez que le trae escenas perturbadoras del pasado. Ese malestar también podría ser causado por una afección en el oído. Es de este modo en que los cuentos dejan entrar lo extraño: como un hueco finito y espiralado en el interior de los sujetos, donde el terror, agazapado, espera.
En esta exploración ominosa de su territorio Panza prosigue con un cuento como “Andresito” –al que le sucede “La vuelta de Andresito”– donde la crueldad aparece encarnada fundamentalmente en el entorno del protagonista, un muchachito débil de mente, literalmente amante de los perros. Sus padres y hermanos mayores, hombres y mujeres curtidos por el trabajo y la vida dura, no tienen lugar para la compasión. “En quince años habían tenido diez hijos. El mayor, José, tenía catorce años. El último había nacido muerto, la madre lo tiró a los chanchos”, golpea Panza en el primer párrafo del cuento y desde ahí en adelante la escalada no cesa. Con sutileza y un pulso firme para la crueldad, la autora va construyendo el agobio de sus vidas inmersas en un calor insectívoro, con algunos destellos de alegría y muchas pesadillas nocturnas, entre mosquitos y yerbatales.
“El pelirrojo” empieza como una historia algo más absurda: una chica vuelve de su trabajo y se encuentra en el living de su casa a un desconocido muerto. Rápidamente esto se naturaliza, el cuerpo del pelirrojo pasa a ser casi un objeto más del mobiliario, además de proyectarse sobre él una batería de fantasías amorosas de su poseedora. Por último, “Talavera” es un cuento de pescadores y personajes del río. Una historia de un padre y sus dos hijas –una valiente y una vagoneta– en la que el terror emerge desde el corazón de las chicas en contacto con la naturaleza, como un torbellino acuoso que las arrastra y les cambia la vida para siempre.
Santoral atrapa de principio a fin. Sin estridencias, con cuentos como golpes secos y diminutos como pinchazos de alfiler que van dibujando un mapa, una trama final. Escrita con tinta roja.
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