Domingo, 1 de marzo de 2015 | Hoy
La primera novela de Ayana Mathis, best-seller de The New York Times gracias a un espaldarazo de la siempre atenta Oprah Winfrey, es una saga familiar que recorre medio siglo de una familia negra sureña que migra al norte con la promesa de una vida mejor. Pero ahí, en la helada Filadelfia, la familia –excesiva, monstruosa pero sin estereotipos– encuentra casi todo lo contrario a la tierra prometida.
Por Ana Fornaro
El gesto es cruel y fundador: lo primero que hace Ayana Mathis, la autora de Las 12 tribus de Hattie, es matarle dos bebés a la protagonista. En una agonía que dura unas pocas páginas –el capítulo inicial es el más breve, casi un prólogo–, el lector asiste a la fiebre y falta de aire de los mellizos tuberculosos. Ve a su madre, una adolescente de 17 años, desesperada y sola fregándoles compresas de mostaza en los pechos tan blandos que se hunden, agarrando sus brazos tan flacos como huesos de pollo, preparando vahos de eucaliptus que no alivian, prometiendo y pidiendo lo imposible: que sobrevivan. Pero los hijos dejan de respirar y se abre la primera gran fisura de Hattie y es por esa grieta que discurre el resto de la novela. Armada como una saga familiar fragmentada, Las 12 tribus... abarca medio siglo en un barrio obrero de Filadelfia, donde se instalaron algunas familias negras provenientes del sur que huían de la segregación y la pobreza. La novela toma lo que se conoce como la Gran Migración y la compara al éxodo bíblico de los israelitas. Sólo que el norte no resulta ser la tierra prometida y los once hijos –y una nieta– de Hattie no descienden de patriarcas sino de una mujer pobre de Georgia que parió a condenados de la tierra, no a líderes de un nuevo mundo.
Philadelphia y Jubilee, los mellizos muertos; Floyd, el músico homosexual homofóbico; Six, el predicador enfermizo y violento que no cree en Dios; Ruthie, la hija bastarda; Ella, la bebé que Hattie tiene que entregar a su hermana; Alice y Billups, víctimas de abuso sexual de un cura; Franklin, borracho que se va a pelear a Vietnam; Bell, la tuberculosa que seduce al ex amante de su madre –padre de Ruthie–; Cassie, enferma de cáncer que se vuelve loca, y finalmente Sala, hija de Cassie que termina criando su abuela, la única esperanza en cincuenta años de oscuridad. Así están armados los capítulos y con la historia de cada nombre se va estructurando esta novela caleidoscópica que tiene como fin último delinear al personaje de Hattie, tan complejo como inasible.
Ayana Mathis construyó una familia-monstruo con personajes rotos y decide no juzgarlos; ése es el gran acierto de la autora. Es interesante que la crítica estadounidense haya catalogado como “épica” esta historia que, justamente, se arma a contrapelo de cualquier trama heroica. No es una historia sobre el esfuerzo y la voluntad que desemboca en salvación. Tampoco es sobre víctimas –aunque sean víctimas– que encuentran redención. Los personajes masculinos no salen bien parados –el marido de Hattie es una especie de mal necesario y el resto son farsantes– pero tampoco hay una glorificación de lo femenino. Hattie no es una “big mamma” generosa y comprensiva que saca adelante a su familia a fuerza de voluntad, sino que a veces “vestía todo el día camisón blanco y flotaba por las habitaciones de la casa pálida y silenciosa como un iceberg”. La madre puede ser egoísta, puede ser depresiva, incluso cruel, pero siempre está ahí. Sus hijos-tentáculos le irán echando en cara esa humanidad a lo largo de todo el libro. Las voces se van entramando con la de Hattie a partir de cambios sutiles en el punto de vista, el verdadero protagonista de la novela.
“Creo que hace falta cierta ternura para preparar la ropa de una personita. Mi madre nunca fue tierna. Sigue sin serlo. Colocó las prendas sobre la cama como si fuesen los ingredientes de un asado de pollo, como si fueran a rellenarme. Mi madre siempre hizo lo que le tocaba hacer”, dice Cassie, antes de ser llevada a un hospital psiquiátrico.
La escritura de Mathis es certera, detallista y está cargada de metáforas e imágenes de las que el lector queda prendado. Si bien su manejo de la psicología de los personajes por momentos puede abrumar, o cansar, la autora llega a momentos muy interesantes cuando ahonda en lo sensorial. Sus capítulos sobre Bell y la tuberculosis y Cassie y las alucinaciones valen el libro entero.
La recepción de Las 12 Tribus de Hattie fue extraordinaria para una primera novela, más teniendo en cuenta que la autora ya pasó los cuarenta –para el mercado ya no es una “joven promesa”– y no era una figura conocida ni había publicado gran cosa. Mathis vivió en Italia trabajando en agencias de viajes, fue correctora en revistas de Nueva York y se crió en un barrio de Filadelfia parecido al de Hattie. Ya de grande se metió en esa fábrica de escritores que depende de la Universidad de Iowa, donde una profesora la ayudó a convertir un memoir regular en una buena ficción. En medio de las tratativas con una editorial, apareció Oprah Winfrey y lo que podía colarse como una novedad más se transformó en un éxito, incluso antes de que saliera la novela. Oprah, que está en todo, recibió un adelanto del libro y se fascinó. Allí leyó a una nueva Toni Morrison –la escritora Nobel y Pulitzer de la literatura negra estadounidense– y consiguió el teléfono de Mathis. Mathis pensó que era una broma, pero no, y el resto ya es historia.
Las 12 tribus... estuvo semanas entre los libros más vendidos de 2012 en The New York Times y la crítica lo adoró por razones “épicas”, pero no importa. Mathis se hizo un lugar y ahora da clases de escritura, escribe reseñas muy buenas en revistas –sobre todo cuando elige hablar de poesía, su género preferido– y está preparando una nueva novela. Habrá que ver qué dice Oprah.
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