Domingo, 8 de marzo de 2015 | Hoy
La matemática goza de un buen momento. Divulgación, películas y glamour y, sobre todo, la enorme posibilidad de volver a conectar uno de los saberes más arduos y complejos de los programas escolares con las nuevas generaciones de estudiantes. El físico y divulgador científico británico de ascendencia india Simon Singh logró un éxito editorial más que notable con El último teorema de Fermat, dilema de origen pitagórico planteado por el francés Pierre de Fermat en el siglo XVII y que recién sería resuelto a fines del siglo XX por el matemático Andrew Wiles. En su libro, que acaba de publicarse en Argentina con un prólogo de Adrián Paenza, Singh –quien además destaca en una entrevista la cantidad de historias trágicas y románticas que alberga el mundo de los números– reconstruye de forma amena y rigurosa la historia del enigma de Fermat.
Por Damián Huergo
Esta es una historia con varios comienzos. Al igual que la fuente de un río, cuesta descubrir su inicio siguiendo el desarrollo de sus cauces. Recorre la antigua Grecia, la antesala de la Revolución Francesa, la era mecánica del reloj industrial y –si nos predisponemos a sellar todo con la contundencia de las demostraciones matemáticas– finaliza a los pocos años de la caída del Muro de Berlín. En el medio, hay kilómetros de geografías que tocan varios continentes y más de una decena de nombres propios que se transformaron en adjetivos. Del total de ellos, como las puntas de un triángulo complejo, sobresalen tres: Pitágoras, Pierre de Fermat y Andrew Wiles; hacedores espirituales y materiales del viejo topo que se deslizó por los laberintos de las matemáticas, el último teorema de Fermat.
El físico británico con ascendencia india Simon Singh, reconvertido en periodista y divulgador científico, se ocupó de investigar y, sobre todo, de contar con destreza y buenas dosis de suspenso el andamiaje de esta historia con final cerrado. Traducido a más de veinte idiomas, El último teorema de Fermat se acaba de publicar en la Argentina de la mano y el hacer paciente de la editorial Páprika. Como dice Adrián Paenza en el prólogo, “este libro es una obra maestra”; uno de esos hallazgos inclasificables que desarman los géneros y sacuden al lector con la potencia de la buena literatura.
“Tengo una demostración verdaderamente maravillosa de esta proposición, pero este margen es muy angosto para contenerla”, escribió Fermat en el borde de uno de los tomos de la Aritmética, el tratado compilado por Diofanto de Alejandría que estimuló a los matemáticos del Renacimiento, incluido al outsider de Toulouse. La proposición a la que hace referencia es el problema que tardó tres siglos y medio en encontrar una mente que pudiera resolverlo. Fermat había llegado a la ecuación definitiva tras ensayar variaciones del teorema más conocido de Pitágoras. Estaba orgulloso de su descubrimiento y de la solución proyectada. Sin embargo, tal como era su costumbre, nunca lo enseñó al público ni tuvo la intención de discutirlo con otros colegas.
Pierre de Fermat (1601) no era un típico matemático de la época, nacido y mimado en los círculos académicos de París. Por el contrario, en su vida diaria era un funcionario oficial, una especie de protoburócrata previo a la consolidación de la burocracia capitalista. Tras una carrera en el servicio civil –fomentada por los anhelos de movilidad social ascendente de su familia de comerciantes–, se asentó como concejal de la Cámara de Peticiones de Toulouse. En su tiempo libre, “cuando no estaba condenando sacerdotes a la hoguera”, como escribe Singh, se dedicaba a la matemática. No le interesaban ni el reconocimiento de sus pares ni pasar a la inmortalidad como un genio y, menos, revelar sus demostraciones. Los pocos contactos con otros matemáticos (Pascal, Gassendi, el padre Mersenne) eran por carta y, por lo general, para provocarlos o desafiarlos a que resuelvan sus teoremas. Por su insolencia, René Descartes lo llamó “fanfarrón” y John Wallis, prescindiendo de la sutileza inglesa, lo denominó “ese maldito francés”.
La fama de ermitaño de Fermat creció a la par de sus descubrimientos, en especial los realizados en el campo de las probabilidades –vigentes en todo juego de azar– y en las teorías del cálculo que, entre otras cosas, sirvieron para enviar cohetes a la Luna. Sin embargo, su obsesión, como si fuera una estela romántica de la Hermandad Pitagórica, se enfocaba hacia la teoría de los números, un campo más ligado a la pureza de la matemática antigua que a la inminente filosofía utilitarista premoderna. En eso estaba cuando en 1637 escribió un teorema de apariencia sencilla que, con el tiempo, se transformó en una mosca en la cabeza de los grandes matemáticos de los últimos siglos.
La primera vez que Andrew Wiles se cruzó con el último teorema de Fermat tenía diez años. Lo descubrió en la biblioteca local de Milton Road. Como muchos chicos que ven en las matemáticas un desafío a su inteligencia, al pequeño Wiles le fascinaba resolver problemas. No le alcanzaba con los que le daban en la escuela. Fuera de turno, se procuraba libros de acertijos con las soluciones marcadas en las páginas finales. Cuando tuvo en sus manos El último problema de Eric Temple Bell, sintió algo parecido a un flechazo. No sólo lo sedujo que planteaba un único problema, sino que lo atrajo hasta la médula que nadie le había encontrado la solución. “Parecía tan simple –le dice Wiles a Singh, en una de las intensas entrevistas que mantuvieron para el documental de la BBC que antecede al libro–, y sin embargo ninguno de los grandes matemáticos de la historia había podido resolverlo. Aquí había un problema que yo, un niño de diez años, podía entender, y supe en ese momento que nunca lo dejaría escapar. Tenía que resolverlo.”
Desde entonces, el último teorema de Fermat fue el mapa de la obsesión de Wiles. Primero, de chico, probó con todas las técnicas de los textos escolares que tenía a su alcance, similares en complejidad a las que usaba “el maldito francés” en el siglo XVII. Luego, en su adolescencia, estudió al detalle a los matemáticos del siglo XIX y XX, en especial a aquellos que se habían perdido en el laberinto del teorema. Al convertirse en un matemático profesional –tras doctorarse en Cambridge con el padrinazgo de John Coates–, emigró a Princeton sin dejar de pensar en “el sueño de su niñez”.
A contramano de la cultura del pensamiento colectivo y cooperativo de las matemáticas modernas, donde es habitual en los campus socializar ideas en el “té de la tarde”, Wiles se encerró en un ático a trabajar en soledad. Tenía la convicción de que en la teoría de los números se habían hecho los avances necesarios para resolver el teorema. En cierto punto, Wiles imitaba el método de aislamiento del mismo Fermat. Durante siete años guardó el secreto de su proyecto. Sólo su mujer conocía lo que sucedía en el ático. Su ausencia en conferencias o la falta de artículos en revistas especializadas generaba interrogantes. Wiles era un enigma adentro de un enigma.
A fines de junio de 1993, el misterio empezó a revelarse. En el Instituto Isaac Newton de Cambridge, doscientos matemáticos se reunieron para escuchar la –denominada– “conferencia del siglo”. Tres días tardó Wiles en exponer la solución al último teorema de Fermat. Al concluir, agotado y feliz, dijo: “Creo que me detendré aquí”. Sin embargo, parafraseando a T. S. Eliot, lo que Wiles llamó final sólo era otro comienzo.
El potencial emancipador de la educación –y de la divulgación científica– reside no sólo en la enseñanza de los saberes específicos, sino en la historia de esos saberes. Tal postulado parece estar dentro del marco teórico que utilizó Simon Singh para construir El último teorema de Fermat. Es decir, para explicarnos la idea de Pitágoras acerca de la lógica numérica, que valora los números por afuera del mundo tangible, Singh historiza los acontecimientos trascendentales en la vida del filósofo-matemático. Del mismo modo, al contar la aparición revolucionaria de Sophie Germain en el estudio del último teorema de Fermat, Singh pondera las actitudes discriminatorias y sexistas de su época (siglo XVIII) que la llevaron a trabajar en soledad, negando su identidad de género.
A la vez, en El último teorema de Fermat, Singh rompe con el mito liberal del genio loco encerrado en la torre de cristal. Si bien el trabajo de Wiles estuvo marcado por el aislamiento, el resultado final no hubiese sido posible sin el encadenamiento conceptual de varias generaciones y el testeo final de sus contemporáneos. Cada capítulo del libro está signado por los ricos perfiles de los matemáticos y por sus aportes –directos o indirectos– al trabajo de Wiles. De esa pila de protagonistas maravillosos brillan, por nombrar a algunos, la dupla Shimura y Taniyama por su realismo trágico-nipón, la épica combativa del joven Evariste Galois en la Francia napoleónica, la historia del suicidio fallido del alemán Wolfskehl –que derivó en una lotería millonaria para aquellos que se animaban a resolver el teorema– o la inteligencia y sufrimiento del inglés Alan Turing, héroe y mártir de The Imitation Game.
Lo atractivo de la prosa de Singh, ni más ni menos, es que da cuenta que sabe sobre aquello que escribe. Como periodista y como físico, utiliza un caudal de conocimientos sin empantanar la intriga de la historia. El último teorema de Fermat tiene la virtud de ser varios libros a la vez, que, a pesar de su estructura lineal, puede ser leído desde cualquier parte. Los dos últimos capítulos sirven de ejemplo. Allí Singh narra a modo de crónica el auge y caída de Wiles: la serie de conferencias donde presentó la resolución del teorema y su posterior padecimiento cuando el jurado detectó una falla.
Catorce meses se prolongó la angustia para Wiles, ampliada por la repercusión mediática y las presiones de pares. Llevaba un total de ocho años tratando de revelar el último topo de Fermat y –prácticamente– toda una vida soñando con descubrirlo. Cuando lo tuvo entre las manos sintió cómo se le escapaba. En sus peores días, se conformaba pensando que en el camino había realizado otros aportes importantes para las matemáticas. Al límite de asumir la derrota, observó un atajo en la resolución. Una ecuación “sencilla y elegante” que le faltaba para completar su demostración. Esa noche se fue a dormir eufórico. Sobre su escritorio había dejado el manuscrito final, un total de 130 páginas que funcionaba como el aleph de las matemáticas. Trescientos cincuenta años después, Andrew Wiles las escribió en el margen angosto del tratado de aritmética que utilizaba Fermat. La explicación sobre cómo entró en ese espacio reducido, a esta altura ya es cuestión de otro problema.
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