Domingo, 26 de abril de 2015 | Hoy
Cuando en las últimas elecciones uruguayas unos spots se burlaron de ciertos tics snobs del candidato Luis Lacalle Pou, muchos reflotaron el recuerdo de Mónica, un personaje que –entre el humor de Tato y Landrú, con una pizca de Niní Marshall– escribía supuestas columnas de sociales en la revista Marcha satirizando las costumbres de la clase alta montevideana. Detrás del personaje de Mónica estaba la periodista Elina Berro, una brillante mujer que transitó por las redacciones y viajó por el mundo y que vivió sólo 47 años. Ahora se publican en Uruguay sus columnas en un volumen que rescata su tarea pionera y modernizadora de los años ’60.
Por Ana Fornaro
El año pasado, dos semanas antes de las elecciones en Uruguay, el Frente Amplio salió a dar batalla con una serie de spots que tenían como blanco al único candidato que puso nerviosa a la izquierda durante la campaña: Luis Lacalle Pou. Cuquito, como se lo apodó despectivamente desde que entró al mundo de la política como diputado, es el hijo del expresidente Luis Alberto “Cuqui” Lacalle, el hombre del Partido Nacional que se dedicó a privatizar el país en los ’90. A pesar de su pobre labor como legislador, “Cuquito” fue construyendo durante 2014 una candidatura fuerte gracias a herramientas del marketing que quisieron mostrarlo como representante de una nueva derecha desideologizada (éste era el secreto), que además se presentaba como alguien relativamente abierto y new age. Se definió a sí mismo “Por la positiva” (ése fue su slogan) e increíblemente eso funcionó, convirtiéndolo en el principal contrincante de Tabaré Vázquez. Después de varios intentos de sacarle el maquillaje y desarmar su aparato marketinero, el Frente Amplio recurrió a su pertenencia a la clase alta –estancias, colegio inglés, vida en un barrio selecto como el de Carrasco– para ponerlo en evidencia con una serie de spots humorísticos donde una señora pituca, “Nany”, se comunicaba con él por teléfono pidiéndole por favor que hiciera algo para ganarle a esa izquierda que había impulsado leyes como las de las ocho horas para los trabajadores rurales y la del estatuto para las empleadas domésticas, iniciativas que Lacalle no apoyaba.
Estos spots, que hacían hincapié en su origen y se burlaban de toda una clase social, tuvieron bastante éxito en las redes sociales desatando una polémica rara, donde cierta burguesía se sintió ofendida y cierta clase media ilustrada, y memoriosa, protestó porque al personaje de “Nany” le faltaba algo. Era una caricatura ingeniosa, sí, pero no tenía refinamiento, sutileza, conocimiento de causa. Era una copia pobre. ¿Copia pobre de qué? Y ahí volvió al ruedo el nombre de “Mónica”, el personaje delirante de la aristocracia vernácula que inmortalizó Elina Berro en los ’60, escritora y periodista que pasó por todas las redacciones de la época, compañera de Angel Rama, María Esther Gilio y Mario Benedetti, y única figura femenina dedicada al género humorístico en la prensa escrita, un espacio que luego de su paso quedó vacante durante años.
Este no es el lugar para discutir si el Frente Amplio se equivocó o no con esos spots, pero gracias a ellos quedaron claras tres cosas: que la cuestión de clase, a pesar de que ahora esté de moda obviarla, sigue siendo la gran fisura; que no basta con parodiar a la clase alta para pasar un mensaje; y que el personaje de Mónica sigue tan vigente como desconocido para las nuevas generaciones, al tiempo que es una suerte de contraseña entre los lectores sobrevivientes del semanario Marcha. Fueron ellos quienes ayudaron a convertir en best seller los libros que recopilaron las columnas de Berro: Mónica por Mónica (1967) y Mónicas prontas de seguridad (1968). Esos libritos, publicados por la editorial Arca, se vendieron como pan caliente en su momento y hasta ahora, que se acaban de reeditar en un solo tomo en Uruguay, eran inconseguibles. Fueron la base para dos obras de teatro, Mónica en la Feria (1967) y Mónica pone el hombro (1971), estrenada pocos meses después de la muerte de su autora, con dirección de César Campodónico, música de Manolo Guardia y y letras de Horacio Buiscaglia y Mario Benedetti, entre otros. Pero desde entonces y hasta ahora primó el olvido de Mónica y la parodia de una aristocracia que asistió al desmoronamiento de un país desde el otro lado del mostrador; de su creadora, que vivió solamente 47 años y fue un personaje en sí mismo; y del retrato disparatado de todo un momento político y social: la intensa, prolífica y accidentada década de los 60, antesala del golpe de Estado del ‘73, que lo enterró todo.
Mónica es la esposa de Macoco, un estanciero que se la pasa quejando de la crisis agraria. Es amiga de Bobbie, una “socialité” que va cambiando de marido como de guardarropa, compinche de Terencio, un gay refinado con quien comparte sus inquietudes artísticas, patrona de Saturnia, la sirvienta negra “de toda la vida” y de Jeremías, un mayordomo cáustico. Además tiene un perrito de nombre absurdo: Hipply-Forts-und-Waiter. Maurice es su modisto personal, y todos sus conocidos tienen, al menos, tres o cuatro apellidos. Pasa sus veranos en Punta del Este –aunque busca siempre nuevos destinos–, idolatra y defenestra a los porteños con la misma intensidad, conoce a todos los agregados culturales de las embajadas, así como a algunos políticos –los que vienen de familias bien, no los otros– y por supuesto también a los personajes del mundo cultural y artístico del momento, que van desde Angel Rama hasta Carlos Páez Vilaró. Habla en términos de “in” y “out” y se le confunden los escritores y las corrientes estéticas pero no por ello se amedrenta. Porque Mónica es una aventurera del ocio, un alma inquieta que alterna las partidas de bridge con el karate o el yoga –o lo que esté de moda practicar en ese momento– y con todo tipo de emprendimientos insólitos, como comprarse un taxi porque quiere ser una mujer trabajadora, u organizar cenas de beneficencia para las chicas bien venidas a menos que no pueden veranear en Punta del Este. Si bien se popularizó en el semanario Marcha, el personaje de Mónica se gestó en Peloduro, una publicación que marcó un antes un y después para el género humorístico en Uruguay. La revista fue creada en 1943 por el dibujante Julio E. Suárez y duró de forma intermitente hasta 1964. En sus últimos años, cuando el país se despedía del modelo batllista de las “vacas gordas” y se sumergía en una crisis estructural, la revista viró de la tira cómica hacia textos que comentaban el acontecer nacional. Ahí el equipo de humoristas se renovó y empezaron a escribir los entonces jóvenes Mauricio Rosencof, Mario Benedetti, Carlos María Gutiérrez y Jorge Sclavo. Con ese nuevo plantel, Suárez llamó a Berro, que venía incursionando desde los ‘50 en el humor. La futura autora de Monica firmaba entonces con los seudónimos de “Elinita Laitue” o “Carmencita Paquévea” columnas donde ya arremetía contra la alta sociedad que conocía muy bien por su origen y que serían el germen del personaje que la hizo famosa.
Pero el “mundo Mónica” es mucho más que una enumeración de lugares comunes o una caricatura de una cheta naïf (algo que de por sí ya lograría el rebote cómico), sino que se convierten, por la manía de la autora de meterse con personajes del mundo político y cultural, en una fascinante sátira costumbrista. Es una pintura de época que contó el Lado B de un país donde se mezclaba el consumo importado de los “swingging sixties” con los ideales intelectuales de “lo latinoamericano” en medio de un clima social donde la palabra revolución sonaba cada vez más fuerte y era contestada con medidas políticas represivas. Y Berro, que le tomó el pulso a su tiempo como pocos, puso toda la carne en el asador.
Cuando cerró la revista Peloduro, asfixiada por la censura y los problemas económicos, Angel Rama, que dirigía la página literaria de Marcha, le propuso a la escritora continuar allí con su personaje y las columnas fueron tomando otro espesor. El universo de Mónica seguía inalterado pero la realidad política del país iba cobrando mayor protagonismo, y en las páginas de un semanario politizado como Marcha, el trabajo de Elina Berro adquiriría una nueva dimensión. Así, en sus columnas pasan a convivir también los Beatles con los comunistas o el teatro de vanguardia con el entonces presidente Jorge Pacheco Areco (1967-1972). El Bocha como le decían a Pacheco, empieza a ser ridiculizado de manera constante en las columnas, ya que lo transforma en amigo de Mónica, quien le escribe cartas todo el tiempo para comentarle sus pareceres. De hecho la autora elige titular su segundo libro Mónicas prontas de seguridad, haciendo alusión a las “Medidas Prontas de Seguridad” que implementó entonces el presidente para suspender las garantías constitucionales que se le antojaran, resultando un preludio del golpe de Estado de 1973.
En una de las primeras columnas que aparecen en Marcha, Berro mete a Mónica en la cárcel –en esa época comenzaban las primeras detenciones de “subversivos”– y desde allí le escribe una carta a Angel Rama: “Dear Rama: discúlpeme que le escriba con lápiz y en este papel horrendo, pero por más que le dije al guardián quién era yo y sobre todo, quién era usted, no hubo caso: me salió con que jamás en la Jefatura había habido noticia que alguien pidiese papel con membrete para escribir. `Agarre estas hojas que sirven para todo`, respondió el muy guarango. Y ya ve, ¡tengo que escribirle en papel de estraza! Porque, Dear Rama, estar en la cárcel, que ahora es lo más onda que hay, hace un año era algo absolutamente reservado a los delincuentes infanta juveniles, infanta seniles y algún que otro director de Banco. De todos modos, pienso que estos días –semanas, o meses, ¿chi lo sa?– me servirán de inspiración, ya que usted está empeñado en que yo produzca mis obras completas. Por de pronto, esto hierve de gente conocida. Ahí está Petela quejándose de que está engordando por falta de ejercicio y María Fernanda y muchas otras dando vueltas entre los grises muros de la prisión no más aburridas, puedo asegurárselo, que cuando andaban a la pesca de porteños en Punta. Hemos organizado tómbolas y desfiles de modelos; las más subversivas nos hemos puesto a escribir versos o cosas por el estilo siempre mal interpretadas por las Autoridades”.
Si Berro se hubiera quedado sólo con la crítica social, cultural y política, sus columnas habrían envejecido y valdrían ahora como documentos de época pintorescos, como archivo literario para investigaciones académicas o de rescate histórico, que no es poca cosa. Pero en sus textos pasa algo más. Además de un gran manejo del absurdo y de los diálogos, hay una mirada única y privilegiada. La autora escuchó su entorno con oído absoluto y lo puso en juego en su escritura. Y si bien fue despiadada, también fue tierna, y se atrevía a cruzar permanentemente la línea del delirio. Por eso los personajes siguen tan vivos, se salen de los libros, y es posible identificar a Mónicas y Macocos cincuenta años después. Porque algunas cosas no terminan de cambiar nunca. Y eso un buen humorista, que es ante todo un moralista, lo sabe más que nadie.
“¿Cómo no se ven? ¡Si son ellos!”, le decía Elina Berro a su hija cada vez que se encontraban por la calle con algún conocido de su crianza aristocrática. La señora o señor bien de turno la felicitaba por Mónica y Berro no podía contener la risa pensando que esa misma persona le había servido como inspiración para alguno de sus personajes. Tanto como su propia vida. Berro nació por casualidad en Buenos Aires en 1923 y vivió solamente 47 años. Bisnieta de uno de los primeros presidentes uruguayos, Bernardo P. Berro, se crió en la esfera del patriciado nacionalista venido a menos. Su padre era abogado y murió cuando ella era una adolescente, algo que le marcó la vida. El era su protector, y el proveedor de un estilo de vida que fue cada vez más difícil de sostener en una casa donde quedaron viviendo tres mujeres con una pensión.
Aunque sólo tuvo una educación formal hasta los 14 años –no era su destino ser una profesional sino ser presentada en sociedad y casarse bien– se interesó desde muy chica por la literatura que devoraba encerrada en su cuarto propio. Berro se sintió desde joven una incomprendida y empezó a escribir poemas y cuentos que nunca publicaría. “Carezco de piedad para mí misma. Me aniquilo. Me abrumo con mi constante asecho. No me dejo vivir. Y no quiero morirme tampoco. Tengo necesidad, ya casi absoluta, de irme de aquí, fuera de aquí, lejos de aquí”, escribió una Elina intensa de 20 años, en una de las entradas de su diario de juventud. En esas páginas, que van hasta el año ‘47, aparece una escritora en ciernes que cita a Baudelaire, da cuenta de sus lecturas de Kierkegaard y de Byron, de los conciertos de Beethoven que escuchaba todas las tardes y de ciertas actividades a las que acudía como chica de sociedad y de las cuales renegaba, de a ratos. También hay desengaños amorosos y peleas con amigas. Pero sobre todo aparece una chica ambiciosa que odiaba los domingos, que se tomaba tremendamente en serio su vida y su destino, al que consideraba dramático. No en vano años después brillaría en el campo del humor.
A los 25 años publicó su primer artículo periodístico y se casó con su primer marido, con quien tuvo a su hija, y de quien se divorció en 1956. En esa época fue vestuarista para el Club de Teatro (agrupación de teatro independiente), guionista para radio, redactora para todos los medios que la aceptaran, cronista de moda (el diario El País la mandaba a Europa a cubrir los desfiles) y hasta llegó a tener un programa en la tele. Así la presentó Julio E. Suárez (Peloduro) cuando ingresó en la redacción: “Elina Berro (Mónica), que estuvo en París, subió a la Tour Eiffel, visitó Chez Dior, y se vino con una colección de experiencias so exciting. Pone la nota femenina y sexy en una redacción integrada por hoscos y barbudos señores. Su presencia ha provocado una multitud de duelos criollos, que amenazan con dejar Peloduro sin redactores. Que gane el mejor”.
Mónica salió de Elina, y Berro, de alguna forma, era Mónica. Una Mónica lúcida y clase media que decidió dedicarse a la escritura. Una Mónica que terminó cofundando –ya, al final de su vida, cuando se la estaba comiendo el cáncer– el semanario frenteamplista Sur. Una Mónica a quien arrestaron por entrevistar a miembros del MIR chileno. Ella, espléndida y recién llegada de Chile, le daba órdenes a los policías mientras se la llevaban presa: “No toquen esto que se rompe”, les decía mientras la detenían en la pista del aeropuerto. “Cuidado con esta cerámica y con estos vinos”, insistía, mientras se la llevaban junto a su segundo marido. Una Berro que se despidió de su vida escribiendo desde otro cuarto propio: el de un hospital. Elina Berro y Mónica se murieron un domingo de 1971. Fue homenajeada públicamente por el senador del Frente Amplio Zelmar Michelini, el mismo partido que, medio siglo después, la trajo de vuelta sin querer con unos spots de campaña.
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