Ondjaki –significa “guerrero” en lengua umbundu– se ha convertido en uno de los más importantes escritores africanos de la actualidad, que escribe en lengua portuguesa y lleva unos veinte libros publicados de poesía, teatro y narrativa. En Los transparentes pone en marcha un vertiginoso fresco con numerosos personajes que forman un imaginario y sensible retrato de la sociedad de Angola.
› Por Salvador Biedma
Hay en Los transparentes un gallo tuerto, que perdió un ojo por el piedrazo que algún vecino le arrojó de madrugada. Hay un viejo ciego que percibe ciertas cosas mejor que los demás, que llega a oler la sal marina impregnada en los caracoles. Hay un hombre que deja de comer para que su familia pase menos hambre y se va tornando transparente, cada vez más liviano, su sangre y sus huesos empiezan a verse a través de la piel. Hay un cine clandestino, abierto en complicidad con inspectores oficiales, bautizado GalloCamoes. Por todo esto, resulta interesante la lectura que propone el diseño de tapa de Remo Bianchedi: esas figuras geométricas (blancas sobre fondo negro) multiplicadas, de distintos tamaños, que claramente remiten a ojos.
No es ésta una novela con una sola historia y un único foco. Entonces, podrían sugerirse también otras imágenes, como el agua y el petróleo, elementos que recorren y en cierto punto guían la narración. O el edificio del barrio LaMaianga –en Luanda– del cual se desprenden o en el cual confluyen las distintas historias, los diversos personajes que pintan un peculiar escenario en la capital angoleña. Ese edificio que el tiempo y la realidad han ido deteriorando, donde se comparten las pocas pertenencias, la bebida, el alimento, las desgracias y el agua misteriosa que, a causa de un caño roto, forma un enorme charco en el primer piso, agua relajante y siempre fresca.
Ya en su primera novela, Buenos días, camaradas (2001), Ondjaki había mostrado un magnífico manejo del lenguaje y una clara habilidad para retratar la vida en Angola sin caer en discursos panfletarios. Ahí narraba, en primera persona, los días de escuela de un chico a fines de los ‘80, durante la larguísima guerra civil en la que intervinieron países como Cuba o Sudáfrica. Sin un gran misterio a la vista, con sabiduría de poeta, el autor había logrado un texto intenso y vital. Lo mismo consiguió en Os da minha rua (2007), aún no traducido al castellano; se trata de pequeñas escenas narradas por un niño –la primera vez que tuvo delante un televisor a color, por ejemplo–, con muchos de los personajes de Buenos días, camaradas.
Hoy, a los 37 años, Ondjaki lleva una veintena de libros publicados en lengua portuguesa (entre poesía, teatro, novelas y cuentos) y es uno de los más notorios, traducidos y premiados escritores de Africa. Los transparentes, que recibió en 2013 el Premio José Saramago, acaba de salir en Argentina por la editorial Letranómada, que había publicado en 2012 otra novela del angoleño, El silbador.
Los habitantes del edificio del barrio LaMaianga y los que lo visitan con más o menos frecuencia están muy bien caracterizados en la novela. Odonato siente nostalgia por una época en la que había toque de queda, sí, pero por eso mismo muchas personas se reunían en las casas, en fiestas que duraban hasta el día siguiente. Edú tiene una hernia testicular gigante que atrae a científicos y periodistas de todo el mundo. MaríaConFuerza ha tomado como madre postiza a una mujer que irrumpió en el velorio de su madre biológica confesando que no daba más de hambre. JuanDespacio está siempre detrás de negocios no muy santos, desde el cine clandestino –las películas no tienen sonido, así que se invita a los espectadores a generarlo– hasta la IglesiaDeLaOvejitaSagrada (en la novela, los nombres se escriben con mayúsculas al comienzo de cada palabra, pero sin espacios; las oraciones se inician con minúscula y el punto sólo se encuentra al final de cada apartado; en ocasiones, estos párrafos parecen versos). Papaciño viene del sur de Angola y se presenta en un programa de televisión para encontrar a su madre, a la que perdió durante la guerra. El Cartero está obsesionado con hacer llegar a las autoridades una carta en la que pide una moto para cumplir mejor su trabajo.
Así se podrían enumerar al menos veinte personajes más, resumiendo sus historias, que oscilan entre lo cómico y lo trágico, pero lo más atractivo es cómo interactúan. No hay un protagonista, sino que se trata de un personaje colectivo.
El humor que se despliega puede recordar a ciertas novelas de Machado de Assis. En algunos casos, apenas es un chispazo breve (el neologismo “sinquerermente” en medio de una conversación o los nombres de los oficiales EstaVez y OtraVez); en otros casos, implica absurdos que se mantienen durante varias páginas (por ejemplo, la molestia de la comunidad internacional cuando Angola posterga un eclipse a raíz de la muerte de la señora Ideología). Si bien estas apelaciones al humor no pueden pasarse por alto, constituyen un recurso entre muchos; un recurso bien utilizado que tamiza, en dosis justas, las historias cruzadas. Y no se trata de un sarcasmo burlón, sino de algo más complejo, más humano, hecho por alguien que se sabe parte de la sociedad que retrata.
La Luanda que pinta Ondjaki (el seudónimo del autor significa “guerrero” en lengua umbundu) está sumida en la decadencia, en la corrupción, en esperanzas que murieron, en nostalgias tan absurdas como extrañar el toque de queda. Hablamos de Angola, que está entre los veinte o veinticinco países del mundo con indicadores más preocupantes; la expectativa de vida ronda los 55 años; la lucha por la independencia, iniciada en 1961, recién finalizó en 1975 y fue seguida por una guerra civil de más de dos décadas.
Los personajes de Los transparentes buscan arreglárselas con sus problemas –y, en su mayoría, se muestran solidarios con las dificultades de los otros–, pero al mismo tiempo viven conflictos mucho más generalizados: mientras el agua escasea en Luanda, se cree que puede haber petróleo en la ciudad y se inician excavaciones; todos tienen en claro que eso podría literalmente hundir a la capital angoleña, pero esperan que no suceda y, de todos modos, si ocurriese, piensan que ya encontrarán algún modo de resolver la cuestión.
Al inicio de la novela, el viejo Ciego le pide al VendedorDeCaracoles que le diga de qué color es el fuego del que están escapando. Sólo al final, gracias a una estructura narrativa planteada con inteligencia, se entenderá esto y quedará claro cómo surgió ese fuego.
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