Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
EN FOCO Las protestas en Baltimore por los abusos policiales contra ciudadanos negros recrudecieron en los últimos días, tensando una situación que lejos de calmarse, tiende a extenderse tanto en el territorio de los Estados Unidos como en su crudeza simbólica. En medio de las protestas, una mujer negra y madre soltera fue a buscar a su hijo a la manifestación y lo sacó a la rastra, un episodio que fue ampliamente capturado en imágenes y difundido como ejemplo de una “madre coraje”. En esta nota se reflexiona sobre el sentido de esas imágenes y ese episodio lleno de matices, polémicas y contradicciones.
Por Rodolfo Rabanal
Toya Graham, una mujer negra y desempleada, madre soltera de Michael Singleton, de dieciséis años, adquirió repentina notoriedad cuando, quince días atrás, en Baltimore, se metió en medio de las protestas contra la policía por la muerte del joven –también negro –Freddie Gray y, a sopapos limpios, sustrajo a su hijo de la manifestación y lo volvió a su casa poco menos que a la rastra.
La vigorosa intervención de la señora Graham, rápidamente registrada por varias cámaras y diversos celulares, ocupó de inmediato la atención de los medios y en pocos minutos la imagen fue coronada en la redes sociales con el título “la madre del año”, remedando así el lema que la revista Time utiliza para calificar a sus personajes preferidos. Michael, su hijo, redondeó la actuación materna declarando al público sus disculpas por mostrarse agresivo contra la policía. Ya que, poco después, como si alguien terminara de dictarle el guión testimonial de arrepentimiento y culpa añadió que, si alguna otra vez interviene en una protesta masiva, lo hará sin propósitos violentos. Aparentemente, el chico llevaba un ladrillo en la mano derecha. Un arma bastante menos letal que las armas de fuego utilizadas por el ejército norteamericano en Irak y transferidas más tarde a los escuadrones de la policía.
Lejos de sobrevalorar la violencia como respuesta social –violencia que la policía norteamericana despliega con harta frecuencia– y lejos también de cuestionar el “arranque” protector de la señora Graham, es difícil encontrar en el episodio que, desde una perspectiva individualista censura el potencial agresivo de una protesta y omite el daño asesino de los policías, un perfil que corresponda al diseño de “lo ejemplar” como pretende cierto público. Sobre todo porque la escena ocurre en un contexto minado por el abuso de la autoridad contra minorías pauperizadas, preferentemente negras, exactamente como si de Luther King hasta aquí no hubiese transcurrido el tiempo.
Ni siquiera es preciso destacar que Toya Graham y su hijo Michael Singleton corresponden sin fisuras a esas minorías atascadas en medio del sistema: son pobres y hasta es posible que el chico no vaya a la escuela y ambos viven en la zona “mala” de Baltimore, de la cual probablemente no puedan salir nunca. Ella misma, la madre, ha confesado que cuando se sale de casa “uno no sabe si volverá”. En consecuencia, es imaginable el odio, también el miedo y el rencor. El miedo, supongo, ha de haber sido el motor central del “rescate” de la madre y la disculpa del hijo. Es también notable que un hecho básicamente político –político aun en el caso de que el adolescente Michael y su madre lo ignoren– se proyecte en la leyenda pública como un gesto desconectado, precisamente, de su naturaleza política, como si sólo se tratara de reacciones individuales delictivas y no de la penosa resonancia inacabada de un pasado de crímenes y luchas sangrientas.
Ya nadie duda de que la actitud de la policía hiperequipada de los Estados Unidos cultiva sentimientos más bien hostiles y, en el mejor de los casos, “poco simpáticos”, hacia los que menos tienen o menos ganan, a quienes el establish-ment, en relación inequívoca con el poder policial, cataloga como ciudadanos de ínfima categoría. Y la policía que no goza, naturalmente, de una impunidad absoluta pero sí de una tolerancia temible, suele tener sin embargo la última palabra y el fallo favorable cuando de represión se trata. El mismo presidente Obama trató de eludir una condena pública demasiado directa sobre la conducta policial tanto en el caso de Ferguson como en el de Baltimore. Más bien se preocupó por los desmanes callejeros y la hostilidad de los manifestantes hacia las fuerzas del orden (por decirlo de manera ortodoxa). Raro ejemplo, por lo menos.
El registro de las muertes de los últimos meses (el asesinato en Ferguson es el más notorio, pero hubo otros antes y después) originadas en dudosas rencillas y persecuciones que son cacerías sin misericordia, marcaron y siguen marcando el privilegio represivo del sistema, cuya marca de fábrica parece ser la de dejar siempre un muerto en la calle. Por lo regular, esa víctima es un joven negro, con frecuencia un hispano y en raras ocasiones un “blanco”, pero –eso sí– un blanco desharrapado.
Cabe, en fin, preguntarse qué se hizo de los derechos igualitarios que hace poco más de cuarenta años parecían ya conquistados para siempre por las comunidades negras y, en definitiva, qué noción de justicia los avala. Cabe también preguntarse (pero ésta sería una insistencia retórica) qué tipo de “nosotros” determina la opción política norteamericana.
Toya Graham, esa suerte de Madre Coraje sin el discurso brechtiano, no parece creer que la política, como acción colectiva y dialogal, confiera a Michael la dignidad y la certeza que merece y lo proteja contra la ferocidad del racismo. Es esa descreencia la que la llevó a apartar a su hijo de la manifestación en Baltimore en beneficio, lamentablemente, de quienes apuestan por la despolitización como el mejor “acuerdo” social imaginable.
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