La asociación del verano con la adolescencia y el final de la infancia le permite a Damián Huergo componer una novela sobria y arraigada en la visión de su personaje, un chico en plena iniciación entre la playa, el mar y las aguas más quietas de un laverrap.
› Por Daniel Gigena
A lo largo de una temporada veraniega, Mauro pasa sus días con Andrea y Julio, una pareja de amigos de la madre del chico. Como ellos atienden un lavadero en un pueblo de la costa, Mauro también trabaja con ellos; en bicicleta, se ocupa de entregar la ropa limpia a los clientes del Laverrap Nautilus. Con el dinero que gane, más el de las propinas, se comprará una notebook. En una de esas entregas conoce a Roberto, un ex combatiente en la guerra de Malvinas, que, encariñado con el chico, intenta instruirlo en el arte de la conquista con algunas herramientas anacrónicas, como las canciones de Agustín Lara grabadas o los pasos de baile de los “lentos”. Mauro va a la playa, asiste a los rituales típicos de los veraneantes e incluso participa en alguno de ellos, como el partido de fútbol en donde se revela como un puntero implacable. Alejado de sus padres, para quienes reserva recuerdos por separado, Mauro se deja invadir por una efervescencia que no es solamente interior; baila, se emborracha, se masturba, recorre el pueblo en bicicleta, nada, juega al fútbol. Cuando una tarde se encuentra sitiado por una tormenta de verano en la vereda de enfrente del lavadero, advierte que mira el mundo desde una perspectiva distinta. “De algún modo intuía que los roles habían cambiado. Parecen huérfanos, pensó”, piensa mientras observa a los adultos encerrados en el negocio. Por medio de alianzas pasajeras y transitorias –las que por lo común se establecen en los lugares de vacaciones–, Mauro se liga con grupos de jóvenes un poco mayores que él, con un habitante descolocado como Roberto, con los veraneantes que parecen desfilar por mundos paralelos.
La primera novela de Damián Huergo se presenta como un relato de iniciación mixto. Por un lado, narra el modo en que Mauro debe aprender a vivir separado de sus padres recién separados, en una búsqueda desorientada de figuras femeninas protectoras o deseables, como Andrea y Victoria, y otras masculinas (acaso imperfectas), como las del ex combatiente, el chico de rastas o Julio, el amigo de su madre que interpreta el papel de seductor con las clientas jóvenes, aquellas con las que Mauro fantasea. Pero cuenta además la iniciación sexual de Mauro mediante una secuencia que concentra, del comienzo al final de una nouvelle concisa, la atención del narrador.
Al enfocar casi de manera permanente las percepciones, las fantasías y las acciones del chico –muchas centradas en Victoria, la joven y hermosa turista porteña que alquila con sus amigos la casa vecina–, la narración, como una marea alta, tiende a asociar el verano, la belleza y la violencia de la estación, como un símbolo de la adolescencia. La escritura de Huergo –regulada por metáforas y comparaciones que apelan al universo del protagonista (“Cada prenda era una fotografía de las vacaciones”) y a la proximidad del entorno (“Los segundos eran babosas. Al rato se acercó a la ligustrina y afinó el oído”)– es tan pausada como segura. El mundo es, para Mauro, lo que a él le sucede, lo que vive y lo que desea. Quizá por esa convicción movediza, que el chico construye paso a paso (y capítulo a capítulo el narrador, hasta completar un par de meses en la vida del protagonista), la gran escena final en una gruta natural de un médano durante la madrugada parece una especie de invasión –en los términos tan estratégicos como errados que el ex soldado le sugiere en una charla mientras toman tereré– del cuerpo ajeno como si fuera un territorio.
“Busqué que Mauro percibiera al mundo a través de las sensaciones que él experimenta; una especie de empiria ingenua y genuina, que no logra entender ni cuando sucede. En la novela el cuerpo funciona como medio para descubrir el mundo; a la vez, ese mismo cuerpo está construido por múltiples discursos que son puestos en acción sin reflexión previa”, comenta Huergo. Novela con acentos rohmerianos, o, en términos de la tradición literaria local, con elementos de las narraciones de Haroldo Conti o Federico Falco, Un verano permite un acercamiento sutil a las experiencias que presagian el final de la infancia.
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