Dividida entre su México natal y el mundo del arte contemporáneo de Londres y Nueva York, donde reside, Valeria Luiselli fue elegida como una de las mejores escritoras menores de 35 años por Los ingrávidos. Ahora se publica La historia de mis dientes, un divertimento nada ajeno a una tradición que pudiera ir de Cortázar a Vila-Matas, y que oscila entre la erudición, lo lúdico y, por qué no, una dimensión más áspera de la vida cotidiana.
› Por Violeta Serrano
Maia le pide a su mamá que le deje escuchar otra vez “Highwayman” en la voz de Johnny Cash. Ella le da el gusto y el departamento se llena de música. Pero es que su hija, al mismo tiempo, le ha dado ya una idea para el nombre del personaje principal de su nueva obra, titulada La historia de mis dientes: Gustavo Sánchez Sánchez, o como todos le dicen, Carretera. Ese pedido hubiese pasado inadvertido si los protagonistas de la escena hubiesen sido otros. Pero no, porque el detalle se dio en una cotidianidad en la que la niña en cuestión, de no más de cinco años, vive en el barrio de Harlem de Nueva York y, además, resulta ser la hija de dos escritores mexicanos: Alvaro Enrigue, premiado con el Herralde de novela en 2013 por Muerte súbita; y Valeria Luiselli, elegida por su obra Los ingrávidos como una de las mejores escritoras menores de 35 años por la National Book Foundation y autora, anteriormente, del conjunto de ensayos Papeles falsos.
A su vez, ella, la joven, es hija del ex embajador mexicano en Sudáfrica. Podría ser un dato menor, pero no lo es tanto si tenemos en cuenta que para escribir esta última obra publicada por Sexto Piso, Valeria Luiselli dejó en espera otra que no le convencía mucho porque no reconocía su propia voz. Lógico. Se crió hablando inglés –el español, únicamente en casa– por lo que su tonada actual es bastante peculiar, sobre todo en las erres, que casi no alcanzan a sonar del todo en su paladar. Por eso, en el desarrollo de Pretoria, que alude al lugar en el que pasó parte de su infancia, se perdió. Hasta que le llegó un encargo: era de la Fundación Jumex - Arte contemporáneo, de México, que está asociada a lo que suena, sí, una fábrica de jugos. Los curadores de una exposición titulada El cazador y la fábrica le pedían a Luiselli textos por entregas que versaran sobre la galería y los objetos allá expuestos, es decir, una especie de blog. Como a ella este formato le disgusta sobremanera les propuso algo más original: que la escritura de esas entregas fuese realizada en comunicación con los propios obreros de la fábrica. El esquema era así: escribía un texto, lo enviaba bajo seudónimo –sólo al final del trabajo mandó un audio para agradecer a sus lectores y éstos, sorprendidos al reconocer la voz de una chica de no más de treinta años, exclamaron: ¡no mames!; lo cual llevó a Luiselli a reafirmarse en la decisión de haber ocultado su verdadera identidad para que la tomasen en serio–, los obreros, ignorando la autoría de aquellos papeles, se reunían una vez a la semana y charlaban sobre el contenido. Tal conversación se grababa y viajaba en mp3 hasta ese mismo piso de Harlem en el que Maia, la niña, escuchaba fascinada a Johnny Cash. A partir de ahí, Luiselli trabajaba para armar el siguiente texto, en base a los comentarios que escuchaba y que tenían como único fin, en principio, establecer un puente entre los colaboradores de la fundación y los trabajadores de la fábrica.
Era la primera vez que la mexicana escribía sin pulir cada línea: bajo presión y sin tiempos para perfeccionismos. Luego sí, cuando aquello se convirtió en novela, corrigió, dice, bastante. Porque a pesar de haber sido muy alabada en su primera obra, ella quería salir del terreno de confort: no volver a hacer lo mismo. La historia de mis dientes es una obra atrevida que, por serlo, a algunos le puede parecer una genialidad y a otros, tal vez, una estupidez o un lujo que se da alguien que tiene facilidades para posicionarse en el mundo literario sin mucho esfuerzo.
Pero no hay que olvidar que quien la firma no responde, en absoluto, a parámetro alguno de frivolidad. A decir verdad, más que de banal, de lo que se podría tildar a esta obra es de en exceso erudita: al estar plagada de dobles sentidos, un lector que carezca de una excelsa cultura puede quedarse fuera del texto más de una vez y no rozar ni de lejos las carcajadas que ciertos fragmentos pretenden.
Dividida en seis partes, que vienen precedidas siempre por unas portadillas ilustradas por la artista Daniela Franco, narra la vida de un hombre, entre pícaro y trágico, que dedicó su existencia al arte de la subasta: su método se basaba en la metonimia. Así Luiselli introduce un análisis del funcionamiento del mercado del arte en el que las obras valen lo que el discurso que se erige sobre ellas consigue alcanzar. La aplicación de esta idea es extrapolable al resto de la vida: la importancia de nuestras circunstancias depende del discurso que sobre ellas establezcamos. Así eligió como hilo conductor de la biografía de Carretera, los dientes, ya que, según ella misma acaba de declarar, son elementos que definen identidades.
No sabemos si su tío Pepe López, que se pasó la vida trabajando en la Central de Abasto de la ciudad de México, en el que dice que se basó para crear el personaje de Carretera, también nació con cuatro dientes prematuros y luego, le pidió a otro que escribiese su vida. Como el mismo Quijote, Carretera, inmerso en una existencia desdichada, quiso creer en la ficción, en las historias, en los discursos que, como bien sabía por su oficio de subastador, era lo que sumaba o restaba el valor a un objeto y, así, también a un hombre. Por eso cuando se cruzó en su camino el gran “Robert Bálser”, quien le confesó aquello de “Soy escritor y guía de turistas: vivo de lo segundo, muero de lo primero”, le pidió, por favor, que formase la crónica de su vida. Y a través de esa línea vital Luiselli aprovecha para retratar un lugar que no ha tenido representatividad alguna en la historia de la literatura: Ecatapec de Morelos, en México. Precisamente porque sabe que casi ningún lector va a poder saber de qué espacio se está hablando, Luiselli incluye, al final, en la sexta parte, un documento gráfico del lugar, con fotografías extraídas de Google Images aunque firmadas por un tal W. G. “Policleto” Sebald.
La autora mexicana no rinde homenaje a autores clásicos y modernos, como pudiera parecer en una lectura poco atenta, sino que los utiliza: los desplaza, en una estrategia tan actual como el recurso que utilizó el propio Vila-Matas (también su muela forma parte de este relato) para escribir su última obra Kassel no invita a la lógica, en la que él mismo ejerció su oficio expuesto en un restaurante chino. Así, Luiselli incluye en estas páginas a una Margo Glantz costurera harta de un hijo perezoso llamado Primo Levi, a un tal Sr. Martín Caparrós que es dueño de una armería, a Juan Villoro como director de Neuróticos Anónimos, a un experto en psicología social llamado Juan Gabriel Vásquez, y hasta el sofá verde que dejó abandonado un señor muy alto que respondía al nombre de Julio Cortázar.
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